'We'll meet again'

'We'll meet again'

Vera Lynn consiguió la cima más alta a la que puede llegar un artista: desaparecer. Sus canciones dejaron de ser suyas para pertenecer al tiempo.

Vera Lynn, con un casco militar, en 1984. Mirrorpix via Getty Images

Nunca se debe subestimar el poder de una canción; puede ser a un tiempo bálsamo para las magulladuras de la tristeza, cocaína para el desfallecimiento, Viagra para el ánimo indeciso o argumento para las causas perdidas.

Tengo un amigo que sostiene que Bella ciao es una canción tan hermosa que bien justifica enzarzarse en una guerra. He de avisar de que el buen hombre no ha visto la guerra ni en las películas, y reconozco que la tonada partisana ha enardecido por generaciones a quienes se habían hartado de la tiranía, ya fuera en la orilla del Po, en la selva de Bolivia o en los Montes de Toledo.

Ay, Carmela sostuvo los fusiles firmes y apuntando hasta más allá del último momento; su aire de rondalla abrió los bailes más macabros, también aquel al que se dirigían, de madrugada y en la tapia del cementerio, quienes la cantaban amordazados por las tablas del camión. En mi niñez escuché esa historia en voz baja; quien la contaba junto al fuego agonizante había necesitado unos cuantos vasos para entresacar el recuerdo de entre tanto miedo.

Esta mañana de viernes, de mercado, prisas y salsas por espesar, el mundo se ha silenciado al saber que ha muerto Vera Lynn a los ciento tres años. Suya fue la voz, dulce, sinuosa y sorprendentemente firme, que entregó a una isla asediada por el terror, la esperanza en forma de canción; We´ll meet again, la despedida más melancólica y la promesa de retorno más firme que recuerdo haber escuchado nunca. Grabó la canción en 1939, y pronto la hicieron suya los soldados del cuerpo expedicionario a Francia, los que esperaron un barco en Dunkerke, los que cavaron trincheras en la arena del desierto o se perdieron en la selva de Birmania.

Apenas susurrando, la tararearon los saboteadores en Francia mientras conectaban el detonador, los comandos que quemaban suministros en Noruega, los pilotos que contuvieron oleada tras oleada de bombardeos y, en fin, todos los que una mañana de junio, destemplada, terrible y feliz, saltaron al agua para atacar al monstruo en su guarida.

Pero también los ancianos que recorrían encorvados las calles exhibiendo el brazalete de la defensa civil, los bibliotecarios que noche tras noche salvaban del fuego los libros bajo su custodia, los matemáticos que, a las órdenes de Turing, descifraban las claves de los asesinos y los niños que pasaron (como poco antes habían hecho los niños de Madrid) las madrugadas en el metro. Incluso aquel rey que se negó a ponerse a salvo en Canadá y permaneció en la ciudad acribillada, respondiendo a quienes le pedían que huyera: “no hay mayor privilegio que servir a los demás”.

  Vera Lynn, en 2009. Luke MacGregor / Reuters

Vera Lynn estuvo con ellos en todo momento. Siguió a las tropas por el barrizal sanguinolento en que se había convertido el continente europeo, recordándoles que los blancos acantilados de Dover marcaban el camino de vuelta.

No fue la única. Glenn Miller se embarcó con su orquesta para llevar el swing a las trincheras. Y sí, siguió tocando a pesar de la cercanía de los obuses, tal y como se ve en la película. Lo de su muerte secreta en París con agravantes de alcohol, prostituta e infarto no pasa de ser un bulo. Lo cierto es que el Canal de la Mancha se tragó su avión y el tren de Chattanooga descarriló para siempre.

No me olvido de las empalagosas Andrew Sisters, pero, junto con Vera, mi corazón está al lado de Marlene Dietrich, aquel huracán que no solo huyó de Alemania pretextando alergia a los bigotes, sino que renunció a su nacionalidad, avergonzada de un país que había caído hasta tal punto en la barbarie. Marlene exigía subir a los escenarios improvisados en cualquier pista de aterrizaje o almacén de suministros a cinco pasos mal contados del enemigo, para enardecer a las tropas saltándose cualquier imposición de la censura, cualquier pacata pretensión de recato o cualquier falsa medida. Era muy consciente de que todos aquellos chavalillos que, por la noche y en su camastro, cerrarían los ojos para verla mejor, estaban peleando por ella.

(En España, a alguien se le ocurrió llevar a la espléndida Carmen Sevilla para alegrar la navidad a los paracaidistas que se la jugaban en Sidi-Ifni. Quizás no fue una buena idea; los soldados, aquejados de temblores onanistas, no atinaban con el gatillo del fusil. Cuatro décadas después, los marineros destinados al Golfo Pérsico fueron obsequiados con un concierto de Olé-Olé. Incomprensiblemente, no hubo deserciones.)

Vera Lynn consiguió la cima más alta a la que puede llegar un artista: desaparecer. Sus canciones dejaron de ser suyas para pertenecer al tiempo. “Que yo no quiero ser famoso. Yo quiero ser popular”, reclamaba Blas de Otero.

Vera lo logró.

Kubrick elevó We´ll meet again a la categoría de tótem de la cultura pop cuando la hizo sonar, entre un racimo de explosiones atómicas, en el final, terrible y desternillante, de Dr. Strangelove.

En Senderos de gloria, la balada popular ‘Der treue husar’ enmudece a los desesperados soldados, ahítos de sangre y asco, y los transforma en los niños que nunca fueron.

(En 1917, una nana, a ratos me dormí, entonada de trinchera en trinchera nos hace plantearnos si estamos contemplando a vivos o a muertos precoces.)

En circunstancias muy distintas alcanzó tal honor el grandísimo Chicho Sánchez-Ferlosio. Su primer disco se editó en Suecia, sin nombre de autor, obviamente, y con el título de Canciones de la resistencia española. Casi de inmediato, el mundo enteró se las atribuyó a los combatientes republicanos. Gallo rojo, en concreto, y sin que se me alcancen las razones, a alguno de los muchos poetas que se alistaron en las Brigadas Internacionales.

Y es que las canciones mutan, como saben hacer los grandes vinos.

  Vera Lynn en su 90 cumpleaños. Matt Cardy via Getty Images

La tan oída Resistiré ha pasado a ser el himno de los encerrados después de haber sido entonada por multitud de luchadores de las más variadas causas. Inesperado destino para una letra que pretendía hablar de desamor y cuyo autor se escapa entre los dedos como arena, pues no fueron los inacabables componentes del Dúo Dinámico quienes escribieron tan rotundos versos, sino el periodista Carlos del Toro.

Versos que llaman con furia renovada una y otra vez. No hace tanto que, rematando una noche desaforada, terminamos los de la cuadrilla en un karaoke a cuyo escenario se subió un bolinga de aspecto desaliñado, cargado de años y de ginebra. Su voz aguardentosa se impuso al bullicio cuando atacó la primera estrofa. El final de la canción levantó un aplauso cerrado que llevó a muchos vasos a suicidarse.

Vera Lynn ha muerto tras dedicar más de media vida a ayudar a niños con problemas de movilidad y aprendizaje. Con ellos empleó la fortuna que ganó siendo un símbolo. Para ella, mi brindis con la mejor ginebra londinense y los versos de un maravilloso poema de Agustín García Calvo que musicó Amancio Prada y que, hoy más que nunca, le pertenecen;

Libre te quiero

sobre la tierra.

Pero no mía.

Pero no mía

ni de Dios ni de nadie

ni tuya siquiera.

No está san Pedro en la garita del portero, sino Winston Churchill, puro en boca, Martini en una mano y la cacha firme de Marlene en la otra.

-Hemos venido a recibirte como te mereces. Toma la primera copa y no pares, que aquí no duelen.

Vera Lynn tartamudea, un tanto avergonzada.

-Es un honor que no merezco…

-No digas disparates.  Siempre te tuve envidia porque sabía que fue tu voz y no la mía la que llevó a los chicos a Berlín.

-Tú fuiste el espíritu -tercia Marlene- aunque para mí fue un orgullo ser la carne.

-Anda, ven con nosotros. Cuando nos aburrimos, nos asomamos para ver el infierno. Es una sala de fiestas en la que canta Sacha Guitry y lo aplauden Celine, Maurice Papon y un poeta español, un tal Leopoldo Panero.  

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”