El discurso que Rubalcaba nunca leyó

El discurso que Rubalcaba nunca leyó

Quien ahora es un hombre de Estado de demostrada inteligencia al que el PSOE y España echarán en falta más pronto que tarde, no hace tanto era un cómplice de ETA, un radical sin escrúpulos, un Maquiavelo al que sólo interesaba perpetuarse en el poder. Ya en Toledo, en 2012 dijo ante un grupo de militantes: "No sé por qué los jóvenes del PSOE no me quieren. Soy un chollo. Vengo a comerme un marrón y luego me iré".

Si Azaña dijo con amargura que nada hay más cambiante que eso que llaman la opinión pública, seguro que Rubalcaba añadiría hoy que más lo es el parecer de los políticos. Quien ahora es un hombre de Estado de demostrada inteligencia al que el PSOE y España echarán en falta más pronto que tarde, no hace tanto era un cómplice de ETA, un radical sin escrúpulos, un Maquiavelo al que sólo interesaba perpetuarse en el poder. Pues se va. Con una cerrada ovación de todo el arco parlamentario y una retahíla de panegíricos de aquellos que pidieron su cabeza desde el mismo día que tomó las riendas de un PSOE que Zapatero dejó moribundo. Se marcha para siempre, aunque aún haya incrédulos que le atribuyan oscuras maniobras para controlar el proceso de cambio abierto en su partido. Se va a ahora, pero la decisión la tomó hace tiempo.

Son inequívocas las señales emitidas desde aquel convulso congreso de Sevilla. Lo recuerda él mismo para El Huffington Post: "Lo tenía pensado, digerido y verbalizado muchas veces. La determinación estaba tomada. Lo difícil era elegir el momento". Dan fe de ello las conversaciones con sus dos asesores más cercanos, Gregorio Martínez y Manuel López, las charlas con su número dos, Elena Valenciano; las tardes de fin de semana con su incondicional Jaime Lissavetzky o los parloteos con su confidente Felipe González.

Ya el 4 de febrero de 2012 en su primer discurso como secretario general y ante los delegados del cónclave en el que se impuso a Chacón dijo: "Lo importante no es llegar, sino saber salir". Antes incluso de aquel día, en la campaña que precedió al cónclave sevillano, confesó en el Parador de Toledo ante un grupo de militantes y la mirada fija de Emiliano García Page: "No sé por qué los jóvenes del PSOE no me quieren. Soy un chollo. Vengo a comerme un marrón y luego me iré". El "marrón" era la necesaria travesía del desierto tras el hundimiento de 2011. Aquella frase no pasó desapercibida para el secretario general de los socialistas castellano-manchegos, que recuerda aquel parlamento con alguna alusión higiénica: "Vengo a ordenar y a limpiar. Luego tendrán que llegar los de 40".

A diferencia de otros barones que le afeaban siempre que ganara tiempo al tiempo con el único propósito de seguir al frente del timón, Page siempre sostuvo en público: "Alfredo no será un problema". Él estaba seguro de que nunca y en ningún caso se presentaría a las primarias abiertas para elegir candidato y que cuando estas se convocaran se apartaría.

La pregunta del millón era cuándo anunciarlo. Y en este debate, si recuerdan, anduvo el socialismo durante los meses previos a la conferencia política con la que renovaron su proyecto. Unos querían echarle como fuera: "Ha llegado el momento de agradecerle los servicios prestados", afirmó Tomás Gómez el día antes del cónclave y meses después de pedirle generosidad, un paso atrás y un congreso extraordinario. Otros, como Valenciano, pretendieron durante meses hacerle ver que el momento de la salida determinaría si el adiós era "por la ventana o por la puerta grande".

Y el momento para muchos era en la conferencia política de noviembre pasado. Rubalcaba había logrado con la Declaración de Granada y la propuesta de reforma federal de la Constitución un modelo territorial compartido por todas las federaciones; convencido al PSC para que se desprendiera de la mochila y reafirmado ante todos los barones su compromiso de elegir al próximo candidato a La Moncloa en una consulta abierta. Así fue como escribió de su puño y letra un último párrafo para el discurso de clausura de aquella cita en el que anunciaba de forma inminente las primarias y su salida de la pista por la que desfilaran los aspirantes. El texto lo conserva en el ordenador de su despacho de la calle Ferraz y venía a decir: "Hemos llegado hasta aquí. Hemos construido entre todos un nuevo tiempo político y una propuesta de reforma territorial. Ahora es el momento de elegir con el voto de todos los progresistas quién debe encabezar este nuevo proyecto".

Lo meditó, lo escribió, pero nunca lo leyó. ¿Por qué? "Había riesgo de que, al final, si las celebrábamos antes de las europeas, las primarias murieran con el resultado electoral", recuerda hoy, vacilante de si hizo o no lo correcto. Tuvo dudas, pero Andalucía, siempre reticente a la consulta, le disuadió para no poner en riesgo la estabilidad de su federación. Susana Díaz era presidenta ya de la Junta, pero aún no había celebrado el congreso en el que tomaría el relevo como secretaria general a Pepe Griñan. Le convenció de que no era el momento. La propia Díaz frenó aquel fin de semana un frente de secretarios generales que se habían organizado para forzar un pronunciamiento público sobre el calendario de primarias, que no llegaría hasta un Comité Federal celebrado en febrero pasado. Lo que vino después es conocido: un pacto no escrito para aparcar el debate del liderazgo hasta después de las europeas, una derrota electoral sin paliativos, la convocatoria de un congreso extraordinario que pidió también la todopoderosa federación andaluza y que Rubalcaba pactó la madrugada del 26 de mayo con Susana Díaz y sin consultar siquiera con algunos de sus colaboradores más cercanos. De la decisión quedó excluida sin ir más lejos Elena Valenciano.

Desde entonces, Ferraz es un solar donde, salvo el recuerdo de Pablo Iglesias en forma de busto, nadie sabe ya cuál es su sitio ni su cometido. La dirección federal es un equipo desvalido que grita: ¡sálvese quien pueda! Valenciano, con un pie ya en Bruselas; Óscar López, con un ojo en el control del proceso orgánico que elegirá al secretario general y el otro, en su batalla particular de Castilla y León; Antonio Hernando, volcado en el apoyo al candidato Pedro Sánchez, y Rubalcaba que deja definitivamente el campo libre y se vuelve a la Universidad, convencido de que para superar la crisis por la que atraviesa el PSOE harán falta todavía dos o tres secretarios generales más. Y no, como se dice, por la juventud de los aspirantes ("Yo también tenía treinta y tantos cuando entré en el Gobierno"), sino por la profundidad de la misma.

No es el único. La mayoría cree que, tras el congreso que se disputan Pedro Sánchez, Eduardo Madina y José Antonio Pérez Tapias, se abre un tiempo de interinidad a la espera de que cuadren los tiempos de la presidenta de Andalucía. Ahora viene una campaña que, según pronóstico general, acabará con una participación tibia, lo que daría argumentos a algunos para devaluar el proceso. El "aparato" andaluz, igual que ha hecho en el proceso de recogida de avales, se volcará con el madrileño, porque le considera susceptible de tutelaje. Y esto a pesar de que si en Madina ven conflicto seguro, en Sánchez no reconocen volumen. Y menos después del patinazo de la semana pasada cuando pidió un tratamiento fiscal distinto para Cataluña y habló de su deseo de que lo que hoy es una nacionalidad histórica mañana sea reconocida como nación. Un torpedo en la médula espinal del discurso de Díaz, único referente al que todo el PSOE mira cuando se habla de unidad de España e igualdad entre territorios.

Pese a todo, Sánchez parte -con sus apabullantes 41.000 avales- como favorito. Pero recuerden que en el PSOE, después de Felipe González, nunca ha pasado lo previsible: en 1998 iba a ser Almunia y fue Borrell; en 2000 iba a ser Bono y fue Zapatero; en 2012 iba a ser Chacón y fue Rubalcaba y en 2014 primero iba a ser Madina y ahora Sánchez, pero el final de esta historia aún no estará escrito hasta el 13 de julio.