Fiebre amarilla

Fiebre amarilla

Juan Medina / Reuters

En Alemania, el lazo amarillo se emplea como muestra de apoyo a las Fuerzas Armadas; en Australia, hace años se utilizó en solidaridad con los afectados por varios incendios forestarles en el estado de Victoria; en Canadá, las madres y esposas de los soldados lo llevaron como símbolo de esperanza para los soldados que participaron en la primera Guerra Mundial; en Italia fue una muestra de solidaridad con los presos de guerra y en Japón se usa para reconocer a los profesionales convertidos en modelos públicos.

La primera referencia conocida en España se remonta a 1704, cuando el virrey de Cataluña Francisco Antonio Fernández de Velasco y Tovar prohibió su uso partidista durante la Guerra de Sucesión para evitar la publicidad del bando que las usaba, dicen que para crear discordia entre las familias. De aquellos polvos...

"Spain is different". Ya lo decía en aquella campaña turística impulsada en los sesenta por el entonces ministro de Turismo, Manuel Fraga. Ni mejor, ni peor, Spain.

En octubre de 2017 cuando fueron encarcelados Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, la Asamblea Nacional Catalana y Ómnium Cultural hicieron un llamamiento a la exhibición de lazos amarillos para reivindicar su liberación. Desde entonces, las organizaciones independentistas han convertido ese color, ya sea en forma de lazo, camiseta, bufanda o pancarta, en símbolo de su causa. Y la derecha, que siempre fue más de azules que de cualquier otra gama, ha declarado una absurda guerra contra esta fiebre amarilla.

El PP ya recurrió ante la Junta Electoral para que este color desapareciera de fuentes y edificios públicos de Barcelona. Bueno, vale, ninguna institución debe estar al servicio de una sola ideología. Pero una cosa es el uso partidista de espacios o locales institucionales y otra que el Gobierno haya decidido prohibir el amarillo hasta en la ropa de quienes acuden a un espectáculo deportivo.

Zoido declara una guerra de colores mientras el Gobierno se despliega por Europa para frenar el relato independentista

La orden la dio el sábado el ministro del Interior para la final de la Copa del Rey que se disputaban el F.C. Barcelona y el Sevilla, y la Policía Nacional obligó a cumplirla. España mostró al mundo el mayor espectáculo de ridículo que se recuerda a la entrada de un partido de fútbol: camisetas, bufandas y pancartas fueron requisadas a la entrada del Wanda Metropolitano. Los aficionados fueron obligados a quitarse las prendas de color amarillo y tirarlas en cajas y contenedores.

El Gobierno puede estar satisfecho de la proeza, ya que se pudo ver prácticamente en todo el planeta. 150 países recibieron la señal de televisión para retransmitir el encuentro. Esto por no detenernos en que aquello que ocultó la televisión pública, corrió como la pólvora por las redes sociales y que allí había acreditados otros 125 medios de comunicación, entre ellos 45 de distintos países del mundo. Lo del sábado fue la reedición del 1-O, pero sin porras ni violencia, una actuación que cambió la percepción del problema catalán en Europa. Una suma y sigue en la cadena de errores del Gobierno de Rajoy para afrontar el problema catalán.

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Atentos a la explicación con la que Zoido justificó su guerra de colores. Lo contaba el periodista Pablo Montesinos en su cuenta de Twitter:

¡Acábaramos! El estilismo es ahora un arma de destrucción masiva y, la gama de colores, un indicador de la convulsión social del momento.

Suerte que ninguno de los equipos que se disputaban la Copa no era el Villareal, porque en ese caso el ministro hubiera parado el partido hasta que los vila-realenses hubieran elegido otro tono para salir al campo. Los árbitros se debieron salvar por los pelos, porque el ministro sea daltónico o porque confiara en que los colegiados aún vistieran de negro.

Ironías aparte, la decisión de prohibir cualquier atuendo amarillo ahonda en la idea de una España en retroceso en la que el Gobierno del PP decide quién sí y quién no puede salir a la calle con un megáfono para defender sus ideas y se arroga el derecho de decidir qué ideologías son defendibles y qué símbolos son permitidos. Y esto justo en un momento en que el independentismo gana terreno en la opinión pública europea y varios ministros del Gobierno ha decidido por ello desplegarse por Europa para contrarrestar el relato de los líderes del proces.

Sánchez emite señales de desmarque de la línea oficial sobre Cataluña

Si la negativa de la Justicia alemana a extraditar a Puigdemont por un delito de rebelión y la confesión de Montoro de que ni euro público se destinó a financiar el referéndum ilegal sirvieron de oxígeno al independentismo, las imágenes de la Policía obligando a los aficionados a tirar a la basura camisetas y bufandas amarillas no servirá más que para reafirmar la posición de quienes Europa recelan de un Gobierno empeñado en afrontar la cuestión catalana únicamente por la vía policial y judicial.

Cataluña ha vuelto a los titulares de la prensa europea, y no precisamente para hablar de la derrota del secesionismo o mofarse de la huída de Puigdemont, sino para pedir diálogo y clamar por que la primera víctima del independentismo no sea la democracia.

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Recortar los derechos, como el de la libertad de expresión, no ayudan más que a la contribución de la imagen de una España en retroceso en la que el fin justifica los medios y lo mismo se abusa de la prisión incondicional para neutralizar al adversario político que se persigue el color que le indentifica como grupo. Hoy es el amarillo, pero mañana puede ser el naranja, el morado o el rojo.

Rajoy sigue sin enterarse de que la vacuna más eficaz contra la fiebre amarilla no es la policía ni la justicia, sino la política. Y eso que Pedro Sánchez, hasta ahora principal aliado del Gobierno junto a Ciudadanos en el asunto catalán, emite ya claras señales de desmarque de la línea oficial y ha inaugurado una gira europea para pedir cooperación judicial, pero también con críticas a la actuación del Gobierno español y la petición expresa de un nuevo espacio para la política. Ni Arrimadas se ha atrevido esta vez a secundar el enésimo despropósito del PP y del ministro de Interior al calificar que las pitadas al himno de España durante la final de la Copa del Rey "es violencia".

Nos jugamos la democracia.