Las claves de la semana: De cómo un cronista puede volverse idiota

Las claves de la semana: De cómo un cronista puede volverse idiota

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Decía Julio Camba que no hay oficio más parecido al de periodista que el de peluquero, porque ambos están en contacto directo con las más eminentes cabezas contemporáneas, ambos necesitan dominar el arte de la entrevista y ambos le dan jabón a la gente.

Han pasado más de 60 años desde que el ilustre articulista gallego escribió sobre el parangón, y aquí seguimos los plumillas junto a los más "insignes cerebros" que haya dado la política. ¿Acaso alguien tiene duda de que algunos dirigentes de Podemos no creen en su superioridad moral, política e intelectual? Hasta en algunos casos puede que les asista la razón si fijamos la vista sobre algunas de las nuevas especies que habitan hoy el Parlamento.

Contaba también Camba que en los comienzos del siglo XX había cronistas a los que el público animaba dirigiéndoles, con más o menos frecuencia, cartas de aprobación. Y que él, lejos de quejarse por no ser uno de ellos, agradecía que ciertas "almas piadosas" de vez en cuando le enviaran escritos insultantes a propósito de sus artículos porque era con ellas con las que consolidaba ante las empresas para las que trabaja su posición y su prestigio. "Aquí hay un señor que me llama animal y otro que me anuncia un garrotazo en la cabeza. Creo que el éxito no admite dudas..."

Un día le salió un admirador que le llenó de elogios por sus artículos de 15 centímetros de página. Desde aquello comenzó a tener problemas para escribir porque la imagen de su incondicional le obsesionaba por completo. Cogía la pluma y, en seguida, se preguntaba si lo que iba a contar sería del agrado de su hincha. De repente, comprendió porqué tantos escritores malos tenían tantos y tan buenos admiradores. "Con dos más, yo me volveré completamente idiota", concluyó.

El periodismo no está para agradar al poder ni a quienes aspiran a él, sino para incomodarle.

Y viene todo esto a cuento de la semana que hemos vivido con la polémica suscitada tras la denuncia de la APM (Asociación de Periodistas Parlamentarios) de que un grupo de periodistas que informan sobre Podemos estaba siendo acosado por algunos líderes de la formación.

A estas alturas del debate, ya hemos discutido demasiado sobre si la asociación ha instrumentalizado o no políticamente la queja de los redactores; si su presidenta debió deliberar con toda la Junta Directiva los detalles del explosivo comunicado que redactó un domingo a altas horas de la noche; si los "plumillas" debieron ser primero amparados por los directores de sus medios; si el resto de partidos ha hecho un uso partidista del sacrosanto derecho a la libertad de expresión que tantas veces pisotearon ellos: si de haberse tratado del PP o del PSOE, la APM hubiera actuado del mismo modo....

La casuística es infinita y opiniones hay para todos los gustos. Pero hay dos cuestiones inopinables. Una, que el periodismo no está para agradar al poder ni a quienes aspiran a él, sino para incomodarle, aunque algunos hayan olvidado esta máxima y los periodistas que acaban de llegar a las redacciones apenas tengan jefes que les animen a practicarla. La segunda, que la intimidación forma parte del precio que se paga por informar, analizar u opinar del poder sea éste político, empresarial o financiero, y que cada cual lo gestiona como buenamente puede siempre que el amedrentamiento no traspase los límites del Estado de Derecho.

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Si de lo que hablamos es de insultos, injurias o difamaciones orquestadas contra periodistas indómitos en Twiiter, he aquí la verdadera máquina del fango de la nueva política: los departamentos de redes sociales que gestionan los partidos. Pero este es otro debate y otra consecuencia de la era digital que algún día alguien debería atreverse a abordar con seriedad. El de ahora es el de si los periodistas queremos la aprobación y la adulación de los políticos o estamos para que nos llamen animales, como a Camba.

La intimidación forma parte del precio que se paga por informar, analizar u opinar del poder.

Desconozco si son 6, 10, o 20 los denunciantes que han recurrido a la APM -porque han pedido el anonimato-, pero sean cuantos sean alguien debería explicarles que no son dignos de amparo, sino de felicitación, ya que si lo que han recibido son insultos y críticas de las "más eminentes cabezas contemporáneas" por lo publicado, quiere decir que aún no se han vuelto completamente idiotas y han entendido que no llegaron a este oficio para dar jabón a nadie.

El nadie incluye a Podemos, pero también a cuantas formaciones políticas están representadas en el Parlamento, incluida la que apoya al Gobierno de turno por mucha publicidad institucional que reparta o mucha presión que ejerza sobre los máximos responsables de los grupos. Así lo enseñaban en el viejo periodismo.

El mismo que, sin duda, contribuye a poner a la vieja CDC frente al espejo de su inmundicia por la corrupción institucional del 3 por ciento, que hoy ya sabemos que fue el 4, tras la declaración ante el juez de Jordi Montull por el caso Palau.

El mismo que, pese a las presiones de la derecha española, publicó las primeras informaciones sobre la financiación ilegal del PP, que esta semana volvió a sufrir otro revés tras aparecer nuevas pruebas en el caso Púnica. ¿Acaso alguien cree que el ejército de Esperanza Aguirre no presionaba de un modo u otro a periodistas y medios cuando publicaron los primeros datos de cómo se sufragaban las campañas electorales y los actos de partido?

Esta semana se ha hablado mucho de las miserias de un periodismo que, como la política, también precisa de una buena dosis de autocrítica.

El mismo que, pese a las amonestaciones, represalias e insultos, informa y opina sobre la agónica tensión que vive el PSOE a cuenta de una lucha cainita por el poder orgánico disimulada en un impostado debate ideológico.

Ni ésta ni otras muchas realidades dejan de existir porque unos quieran negarlas, otros se presten a taparlas y esta semana se haya hablado mucho de las miserias de un periodismo que, como la política, también precisa de una buena dosis de autocrítica.