Rajoy o la ley de Murphy

Rajoy o la ley de Murphy

GTRESONLINE

Si algo puede salir mal, saldrá mal. Lo dice la ley de Murphy, que debe su nombre a un ingeniero aeroespacial que, en 1949, descubrió que todos los electrodos de un arnés para medir los efectos de la aceleración y deceleración en pilotos estaban mal conectados. A veces la máxima es cuestión de algo más que pesimismo.

En lo que respecta a la crisis catalana, no hay que ser ingeniero ni un agorero profesional para concluir que el Gobierno de Mariano Rajoy no ha cumplido ni una sola de las expectativas que tenía sobre Cataluña tras la aprobación del 155. Salvo que la tensión política e institucional no se corresponde en absoluto con el clima administrativo y social desde que el Gobierno de España controla las instituciones catalanas, el resto de lo proyectado desde La Moncloa no ha salido como estaba previsto. Ni el constitucionalismo ganó las elecciones del 21-D, ni los convergentes más moderados han logrado frenar el ímpetu legitimista de un Puigdemont que se resiste a tirar la toalla por mucho que sepa que los suyos quieren eliminarle de la carrera.

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Cien días después de la aplicación del 155, el ex molt honorable sigue en el centro de la escena, pese a que El programa de Ana Rosa haya desenmascarado su doble discurso: el que entona en la intimidad de las paredes de la lujosa villa alquilada en Waterloo sabiéndose derrotado por el Estado y humillado por los suyos y con el que pretende arengar a su parroquia por Twiiter, Facebook o Instagram.

Pese a las primeras algaradas de los monclovitas tras desvelarse los mensajes que Puigdemont envió a su exconseller Toni Comin, en el Gobierno saben que por mucho que el fugitivo haya admitido la derrota, el independentismo sigue vivo porque el uno y lo otro no son exactamente la misma cosa y porque el suflé no ha bajado porque los imputados, encarcelados o huidos estén o vayan a estar en breve, según las previsiones del PP, fuera del terreno político.

El procés mutará pero no necesariamente estará muerto. Y en algunos sectores del Gobierno saben que la presión del Estado siempre ha actuado como elemento aglutinador, y no sólo entre los defensores de Puigdemont. También en ERC y en el PDeCat, donde nadie quiere ser señalado como tibio, y mucho menos renunciar al favor de dos millones de catalanes que el 21-D votaron independentismo y que, de repetirse las elecciones, quizá no tengan ningún motivo para dejar de hacerlo.

Puigdemont podrá ser un cadáver político, Junqueras seguir prisión y el resto de la cúpula del secesionista ser inhabilitada, pero el independentismo seguirá ahí porque tiene muchas y variadas causas, no sólo la identitaria. De ahí que empiece a aflorar ya la división entre las dos almas del Gobierno sobre cuál debe ser el siguiente paso, si que Rajoy convoque nuevas elecciones cuando transcurra el plazo legal tras constatar la imposibilidad de investir a un candidato a la Generalitat o prolongar sine die el 155.

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Si el ex molt honorable se mantiene inflexible y el último viaje de los republicanos a Bruselas para convencerle de una investidura sin "consecuencias penales" resulta baldío, el juez Llarena tendría que agilizar la instrucción y mantener la imputación por el controvertido delito de rebelión para impedir, en aplicación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que Puigdemont vuelva a ser candidato. Es este el escenario que manejan los expertos del selecto club del Aranzadi que arropa a la vicepresidenta en la gestión de la carpeta catalana y que entienden, pese a que no ha habido un intento fallido de investidura, que el reloj para los dos meses ha empezado a correr ya, y que Rajoy podrá convocar nuevas elecciones.

Marzo sería el plazo límite, pero si para entonces el Gobierno tampoco ha conseguido aprobar los Presupuestos Generales del Estado, los "halcones" del PP son partidarios de prorrogar el 155 e incluso aplicarlo con una vuelta de tuerca para controlar la televisión, la radio y la educación públicas para "resetear" la autonomía de Cataluña, y no precisamente para ceder más autogobierno.

Ya lo decía ayer Felipe González en su primera entrevista en 30 años con el diario El Mundo: "Cataluña está más cerca de perder autonomía que de ganar independencia". Y el ex presidente, que dijo temer un horizonte de recentralización a cinco años, jamás habla a humo de paja.

Claro que todo esto será si antes los abogados de Puigdemont no acuden, como llevan días barajando, al Tribunal de Estrasburgo por vulneración de derechos políticos. Porque vista la experiencia acumulada desde el 20-D, no es descartable que el Gobierno vuelva a fallar en sus predicciones y que la Justicia europea le saque los colores. En ese caso el baldón ya no sería sólo para Rajoy, sino también para el Constitucional y el Supremo, lo que viene siendo el Estado. España y sus instituciones siendo corregidas por la Justicia europea con la munición que eso supondría para el independentismo.

En lo que respecta al Gobierno y Cataluña, lo que puede salir mal, seguro que sale mal

En lo que respecta al Gobierno y Cataluña, lo que puede salir mal, seguro que sale mal. Y no es cuestión de pesimismo, sino la consecuencia de haber forzado la maquinaria del Estado más de la cuenta para frenar al independentismo. Primero fue la Abogacía del Estado, luego la Fiscalía, después el Consejo de Estado y ahora el Constitucional.

Recuerden que España está ya en riesgo de ser degradada de democracia plena a "imperfecta, según el influyente think tank británico The Economist Intelligence Unit (EUI). Todo por la gestión de Rajoy ante el referéndum ilegal del 1-O y la aplicación del 155.

Si Europa diese la razón a los hasta ahora astutos abogados de Puigdemont, a Rajoy no le quedaría otra que echarse a un lado -justo lo que los suyos están en pidiendo al fugitivo más conocido de la Justicia española- y a España, empezar a repensar una democracia que ha traspasado ya algunos límites hasta ahora infranqueables.