El peso de las palabras

El peso de las palabras

Hace unos años la Junta de Andalucía pudo denegar una subvención a un colegio religioso porque practicaba la segregación por sexo. Si la ley hubiera usado sólo la palabra «niños» para referirse pretendidamente a todo el alumnado, el dinero público se habría regalado a una escuela discriminatoria.

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Hace unos años la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía pudo denegar una subvención a un colegio religioso porque practicaba la segregación por sexo puesto que sólo admitía a niños y a chicos. El mecanismo fue simple y limpio, la correspondiente ley o convocatoria o lo que fuera, decía con todas las palabras que se refería a colegios de «niños y niñas», de «chicos y chicas»; como no había ninguna duda de que el colegio no cumplía este requisito, no recibió la subvención. Es fácil imaginar que si la ley hubiera usado sólo la palabra «niños» para referirse pretendidamente a todo el alumnado, el dinero público se habría regalado a una escuela discriminatoria. El uso del muy ambiguo masculino puede parecer muy económico a según quien, pero sin duda es muy caro y suele tener consecuencias.

El caso viene a cuento porque el Gobierno de la Comunidad de Aragón -en la deriva del trato que se da a la lengua en el País Valenciano, desde hace tiempo, y en Baleares, últimamente- acaba de perpetrar una, digamos, ley de lenguas que no sólo atenta contra el sentido común sino también contra la romanística y debería sonrojar al menos a las instituciones y academias científicas que se dedican a cuestiones de lengua en este Estado (de momento, no he visto ningún tipo de reacción). El Gobierno de la Comunidad de Aragón se ha inventado nada menos que dos lenguas: la Lengua aragonesa propia del área oriental (LAPAO) y la Lengua aragonesa propia de las áreas pirenaica y prepirenaica (LAPAPYP); es decir, lo que vulgarmente se conoce como catalán y aragonés respectivamente. Por largos, poco utilitarios y disparatados, no hay en el universo nombres de lenguas parangonables.

Me alarma una determinada reacción detectada en la prensa. Al margen del grado de indignación suscitado por la, digamos, ley, hay informaciones o tertulias que cuando abordan el caso concluyen que, bueno, que de todos modos no tiene gran importancia, porque la realidad es la realidad y una cuestión de nombres no puede cambiar la cosa. Quien lo dice tiene toda la razón en el sentido de que tanto en Figueras, como en Sagunto o en Mahón, en Andorra la Vella o Montpellier todo el mundo lee y entiende con normalidad y naturalidad -sin necesidad de traducción- las obras, por ejemplo, de Mercè Ibarz, Francesc Serés o Jesús Moncada, autora y autores, respectivamente, de la zona donde según el gobierno de Aragón se habla y escribe el LAPAO.

Pero el peso de las palabras a veces deviene plomo. Durante muchos años vinieron (y vienen) a trabajar a institutos de Cataluña muchas profesoras y profesores del País Valenciano que se habían licenciado en facultades de su tierra (dicho sea de paso: todo un enriquecimiento para Cataluña); en cambio, nadie que se hubiera licenciado en Cataluña podía ir a trabajar a algún instituto del País Valenciano porque allí el poder político --no confundamos poder con autoridad-- lo impedía arguyendo con cinismo la excusa de que la licenciatura que tenían era en «catalán» y no en «valenciano». Me parece que este despropósito ya no ocurre: a base de sentencias de tribunales y dictámenes ha quedado claro que si eres competente en valenciano también lo eres en catalán, o a la inversa, pero no ha sido un camino fácil. Como vemos, totalmente al margen de la realidad, el nombre hacía la cosa y tenía consecuencias importantes.

Tengámoslo en cuenta porque muchas veces los partidos políticos, especialmente los que no tienen tradición democrática como por ejemplo el PP, creen que si ganan una votación el resultado de la votación, sea cual sea, va a misa. Pueden votar que la tierra es plana y, una vez ganada la votación, encuentran democrático postular que es plana y antidemocrático afirmar que es redonda. No es ninguna exageración, cosas peores están pasando: hace poco han decidido democráticamente que se puede volver a construir en los escasos agujeros que resisten heroicamente en la orilla del mar y que son legales edificios fraudulentos que mojan los pies en el agua. O, sin ir más lejos, inventarse una lengua.