Hacia un modelo de universidad pública

Hacia un modelo de universidad pública

Quien haya trabajado sobre los problemas de la universidad pública sabe que ni son fáciles las soluciones ni resulta fácil contemplar las numerosas consecuencias negativas de todo cambio. El nuevo diseño ha de surgir de un largo y complejo proceso.

EFE

Tras años de publicaciones sobre los problemas de la universidad pública, es fácil escuchar esta crítica: «Sí, se ve todo muy mal, pero ¿qué se propone?».

Surge este texto de una invitación que nos ha llegado a La Uni en la Calle para participar en la organización de un gran congreso nacional sobre la universidad pública que, si todo va bien, se celebrará en la Universidad Complutense de Madrid el próximo noviembre. Y hubo quien pidió: «Por favor, una vez hechos los análisis, que sea propositivo. Basta de solo denunciar lo que está mal. Ya sabemos lo que está mal».

¿Por qué muchos no hemos dicho hasta ahora «La universidad pública debe ser así»? Porque creemos que existe una enorme diferencia entre el modelo cerrado que una persona o un pequeño colectivo puedan diseñar y los complejos modelos que realmente funcionarían.

Quien haya trabajado sobre los problemas de la universidad pública sabe que ni son fáciles las soluciones ni resulta fácil contemplar las numerosas consecuencias negativas de todo cambio. El nuevo diseño ha de surgir de un largo y complejo proceso.

Existen cuestiones tan problemáticas como: las carreras profesionales, las diferentes facetas que debe cubrir un profesor (docencia, investigación y gestión; cada una, un mundo), la financiación, las matrículas (gratuitas o no), los incentivos para la investigación y su evaluación, la precariedad, la evaluación de la docencia, la interacción con la ciudadanía (la famosa reinversión en la sociedad), la endogamia, las estructuras fuertemente jerarquizadas...

La solución a uno de estos problemas suele arrastrar graves perjuicios para los demás. Unamos a esto las complejas diferencias entre unas universidades y otras. Es decir, los problemas de la UCM, por ejemplo, distan mucho de los de la UAH. Por todo ello, no basta con sentar a diez o quince personas en torno a una mesa a pensar soluciones para las seis universidades públicas de Madrid.

Sin embargo, pese a ser conscientes de esta heterogénea y complicada realidad, muchas de las propuestas que han llegado a la sociedad española durante los últimos años ‒como el Estrategia Universidad 2015 (2020), el Informe Botín o el anticuado Informe de Expertos que encargara Wert‒ han pecado siempre de una grave falta de perspectivas y de datos. Por lo general, han presentado soluciones reduccionistas y de gran cerrazón ideológica.

Este acto de inocente orgullo ‒o no tan inocente‒ tiene mucho que ver con una serie de problemas intelectuales:

  1. La falacia de entender el mundo y sus problemas como algo cerrado y sencillo.
  2. La falacia de que todo se soluciona con un plan brillante «de sentido común».
  3. La falacia de que esta respuesta la tiene un «sabio experto» (o un grupo reducido de ellos) que debe iluminar con su omnisciencia a toda la sociedad.

Parece ser el caso, por ejemplo, del proceso de elaboración de la próxima Ley del Espacio de Educación Superior de la Comunidad de Madrid.

Por todo ello, se deben evitar las siguientes inercias:

  1. Exigir a una tercera persona que proponga un modelo perfecto que debamos luego seguir nosotros.
  2. Plantear la mera existencia de ese único modelo perfecto para cualquier problema social, especialmente para la universidad pública.
  3. Dejar de lado a ciertos colectivos porque tienen intereses propios. Por supuesto que quien opine tendrá intereses propios. Todos esos intereses hay que tenerlos en consideración mientras se deciden cuáles favorecer sin desequilibrar el modelo y en qué medida.
  4. Cerrarse en la ideología propia porque, al fin y al cabo, ya vendrán otros y lo cambiarán. Precisamente, esa cerrazón deriva en leyes de existencia efímera.
  5. Aspirar a ser los mejores; algo terriblemente dañino cuando se trata de la búsqueda del conocimiento. Debemos preguntarnos: ¿a cuánto hay que renunciar para estar entre los mejores? Y eso lleva a otro problema filosófico: ¿qué gana de verdad el ciudadano con que las universidades públicas estén entre las mejores si esta «excelencia» implica contratos precarios, docencia solo para ricos o para genios becados y que las ganancias se las queden cuatro empresas? Recordemos que a menudo quienes crean más trabajo y/o en mejores condiciones son las pequeñas y medianas empresas. Recordemos que en países de esta filosofía, como EE.UU., las familias deben ahorrar toda su vida para llevar a un hijo a la universidad que no suele estar entre las mejores.

Considero que el fenómeno conocido como 15M respondía a esta visión del mundo como un espacio complejo. El 15M respondía a un deseo de participación colectiva más allá de posturas rígidas y monocromas. Parece que este Congreso por la Universidad se dirige en esa dirección de movilización, debate y propuestas que fue aquel movimiento. Es un paso. Los siguientes deberán continuar en esta dirección de consulta mayoritaria sin objetivos cortoplacistas.

La «cultura del pelotazo intelectual» crea siempre más problemas que soluciona.

¿Queremos un mejor modelo universitario? No se lo pidamos a un par de cronistas o a cuatro profesores o a una sola asociación de estudiantes. Iniciemos un taller colectivo en el que puedan participar los diferentes miembros de la comunidad universitaria.

Escuchemos.

Y dejaremos de vivir fantasías irrealizables que ha soñado un reducido grupo de anticuados profesores de idéntica ideología.