La metamorfosis de Donald Trump: del personaje al político

La metamorfosis de Donald Trump: del personaje al político

El futuro presidente de los Estados Unidos no es más que el producto de un cuarto de siglo de globalización que ha acabado siendo un espejismo, un chollo para unos y humo para muchos otros. Es la era que nos ha tocado vivir. En el "hacer América grande de nuevo" ¿habrá un cambio real o solo una anécdota para los libros de historia?

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Foto: Getty Images.

Habían pasado varias horas aquella noche del 8 de noviembre desde que se sabía con certeza que Donald Trump había ganado las elecciones. Se esperaba su discurso hasta con cierto morbo, el atractivo de un rebelde esta vez con causa. Hillary Clinton ya había abierto la veda al no salir públicamente a reconocer la derrota --una tradición electoral de cara a legitimar las victorias contrarias-- y los republicanos sacaron a Mike Pence de telonero, un aperitivo sin sal que no hacía sino agrandar el hype existente con Trump.

Salió entonces el neoyorquino y, cuando hasta el último espectador esperaba un festival de arrogancia y puro trumpismo, frenó. Calmado, conciliador, moderado. Hasta respetuoso. Felicitaba a la ex secretaria de Estado Clinton, llamaba a la unidad de afines y contrarios, a construir y mejorar el país entre todos. Sin subidas de tono, sin creerse más que nadie y lejos de su imagen tradicional, Trump dio un discurso tan sencillo como inesperado. Se podría suponer que le hubiesen colado sedantes suficientes para tumbar al propio elefante republicano --a fin de cuentas, no todos los días se ganan contra todo pronóstico las elecciones en el país más importante del mundo--, pero lo cierto es que el empresario, ahora presidente electo, había dejado atrás a Mr. Hyde para convertirse en el Dr. Jekyll.

La ilusión del outsider

La teoría de que Trump llevase un par de trankimazines cayó completamente dos días después en su reunión con Obama en la Casa Blanca. El presidente saliente afirmó estar muy satisfecho por el tono y la moderación del futuro inquilino de aquel hogar. El personaje de Trump había muerto la noche del día ocho para dar paso a un candidato que encajaba sin estridencias en la agenda del Partido Republicano. Se le podía seguir considerando 'radical', sí, pero era otro perfil distinto, y la elección de su gabinete ha ido dando prueba de ello. Más que reclutar a una colección de desequilibrados, Trump ha ido reuniendo a las distintas familias políticas republicanas: cargos de la cúpula del partido, militares de la vieja escuela, lobistas de Washington, figuras del ultraliberal Tea Party y, por supuesto, su segundo, Mike Pence, un ultraconservador utilizado a modo de argamasa para cohesionar el complicado puzle del futuro presidente.

El magnate neoyorquino es perfectamente consciente del complicado equilibrio que va a tener que mantener durante su presidencia. Él ha ganado las elecciones, pero a su vez ha hecho ganar al Partido Republicano un poder inaudito en el Congreso y en el Tribunal Supremo. Él no le debe nada a los republicanos y la formación del elefante le debe una resurrección a Trump. Sin embargo, sean cuatro u ocho años los que aguante el presidente en el cargo, su papel acabará ahí; los republicanos se juegan cada día 160 años de Historia. En definitiva, que la lealtad y los intereses del partido priman sobre los del presidente. Quizá sea ese el motivo por el que el Profesor Predicción --un historiador que ha acertado cada ganador presidencial desde 1984-- haya pronosticado un impeachment contra Trump.

¿Gatopardismo para Estados Unidos?

Vadeando republicanos, Trump ha de encontrar la manera de no resultar un fraude a ojos de su electorado. Sus días en esta transición hacia la investidura se están caracterizando por desdecirse, matizar y reformular sus polémicas propuestas de campaña. Sigue siendo contundente en aquellos temas que se puede permitir --o le dejan-- y recula ante las líneas rojas que marcarían un elevado coste político. El muro con México podría no existir --aunque ya exista, y desde hace mucho tiempo--, la expulsión de inmigrantes no tendría por qué ser tan masiva --a pesar de ser Obama el presidente que más ha deportado en la Historia de los Estados Unidos-- y la aniquilación del Obamacare, uno de los avances sociales más reconocidos por los estadounidenses, será poco más que algún retoque.

En el cesto de cosas con las que todavía puede jugar quedan el Tratado Transpacífico (TTP) y su gemelo atlántico, el polémico TTIP, que podrían quedar enterrados en los primeros días de gobierno. En política exterior sí parece tener más margen de acción, quizás ante la evidencia de que la línea llevada hasta ahora ha sido, además de extremadamente cara, poco fructífera. Trump cree que deben entenderse con quienes no se han entendido nunca, esos enemigos de Estados Unidos que lo son más por nostalgia del mundo bipolar que por verdadera divergencia de intereses.

El futuro presidente no es más que el producto de un cuarto de siglo de globalización que ha acabado siendo un espejismo, un chollo para unos y humo para muchos otros. Es la era que nos ha tocado vivir. Ahora la pregunta que parece surgir es si en ese "hacer América grande de nuevo" habrá un cambio real o solo será una anécdota para los libros de Historia.

Este post fue publicado originalmente en El Orden Mundial