La política del miedo

La política del miedo

En lugar de reformas reales y necesarias y responsabilidad fiscal, estamos aplicando una sobredosis de austeridad que lo que aborda son los síntomas, más que las causas, de los males económicos que aquejan a Europa. En lugar de recompensar unos esfuerzos sobrehumanos, se nos condena por nuestras deficiencias. En lugar de comprensión, tenemos insultos.

A aquellos que se sorprendieron con la concesión del Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea, les digo: "Deténganse a pensarlo". No solo es un premio merecido por lo que ha contribuido Europa a construir la paz y estabilizar democracias en épocas recientes, sino que además el comité del Nobel quiso enviar una clara advertencia a los líderes contemporáneos. Casi me los imagino diciendo: "No abandonen el barco en medio de esta difícil odisea. En el mundo actual, la UE es demasiado valiosa para desaprovecharla".

Fue un rechazo indirecto pero enérgico de la peligrosa retórica nacionalista y populista que han adoptado algunos políticos cuando describen la crisis económica actual.

Y el mensaje no podía llegar en mejor momento.

Estamos viendo, como si fueran fantasmas del pasado, brotes de violencia política, xenofobia, inmigrantes a los que se utiliza como chivos expiatorios y un nacionalismo extremo que se introduce poco a poco en nuestros debates públicos, incluso en nuestros parlamentos. Esta es una Europa que se aleja de sus principios fundacionales, unos principios para los que los odios nacionalistas eran anatema.

Pero esa política del miedo es la que parece haber dejado a Europa incapacitada. Aparentemente impotente para acabar con esta crisis, fraccionada. Este clima ha socavado la confianza entre nosotros y en nuestras instituciones europeas. No inspira seguridad ni a nuestros ciudadanos ni en los mercados. Y retroceder a una renacionalización de Europa tampoco será la solución.

Mi experiencia reciente con la crisis en Grecia y en Europa ha confirmado mi opinión de que esta es una crisis política, más que económica.

Estoy convencido de que, con la voluntad política necesaria, habríamos podido ahorrar mucho sufrimiento, acallar los temores del mercado y estabilizar el euro, al tiempo que reformábamos economías debilitadas e insostenibles como la nuestra en Grecia.

Aunque los medios de comunicación hayan pregonado a bombo y platillo lo contrario, es el pueblo griego quién más desea ese cambio.

Pero dejamos que el miedo y la desconfianza nos inundaran. Y el miedo engendra más miedo e incertidumbre.

En lugar de comprensión, tenemos insultos.

En lugar de una actuación colectiva y transparente de nuestras instituciones, hemos pasado a una situación en la que el método comunitario se ve desautorizado por una toma de decisiones provisionales entre gobiernos, en la que el equilibrio del poder se inclina peligrosamente hacia los países más grandes.

En lugar de reformas reales y necesarias y responsabilidad fiscal, estamos aplicando una sobredosis de austeridad que lo que aborda son los síntomas, más que las causas, de los males económicos que aquejan a Europa.

En lugar de recompensar unos esfuerzos sobrehumanos, se nos condena por nuestras deficiencias.

Este clima político ha sido, más que ninguna otra cosa, lo que ha socavado nuestros esfuerzos comunes para hacer frente a la crisis económica actual.

Ya sean los bancos o los gobiernos, hemos adoptado una actitud pasiva, casi derrotista, que envolvemos en el lenguaje de "la cautela y la responsabilidad".

Nuestra responsabilidad es romper ya este ciclo de miedo y desconfianza. Estamos infravalorando de forma increíble nuestras posibilidades como unión. Nuestra capacidad de calmar a los mercados o crear empleo. Necesitamos volver a creer en las grandes aptitudes de nuestros pueblos, tanto del norte como del sur, del este y del oeste. Debemos reanimar el espíritu que nos unía en 1989, tras la caída del Muro de Berlín. Sabemos las dificultades que tuvimos que afrontar entonces. Pero no nos achicamos. Decidimos invertir en el potencial que tenían Europa y nuestros pueblos. Y hay mucho potencial oculto o sin explotar en nuestros jóvenes, nuestra experiencia, nuestra diversidad y nuestras culturas.

Ahora bien, no se trata solo de tener voluntad política. Además de esa voluntad, debemos comprender bien nuestras debilidades. En Europa, con los años, nos hemos vuelto cada vez más interdependientes. No por casualidad, sino de forma deliberada, desde los tiempos de Monnet y Schuman. Esa interdependencia es la que ha hecho que las guerras del pasado sean una cosa impensable.

Pero, aunque la interdependencia es importante para mantener la paz, no basta para que seamos eficientes, capaces de adaptarnos y poderosos en el escenario mundial. Tampoco garantiza el fortalecimiento de los derechos democráticos de nuestros ciudadanos ni la liberación del potencial de nuestros pueblos.

De hecho, hoy, muchos piensan que esa interdependencia es una camisa de fuerza, que nos estorba en vez de permitirnos hacer frente a los nuevos retos mundiales.

El debate sobre la ruptura del euro, o incluso las salidas del euro, es un buen ejemplo.

Por eso, nuestros ciudadanos se preguntan si esta estructura europea sigue siendo útil o si deberíamos separarnos y emprender caminos independientes. Como en La Odisea, los cantos de sirena nos invitan a cambiar de rumbo. Pero, por dulce que sea su canto, sabemos que su propósito es que nos estrellemos contra las rocas. Si queremos evitar esas rocas, debemos replantearnos por completo nuestras estructuras de gobierno y nuestras respuestas políticas, para poder aprovechar nuestras cualidades y neutralizar nuestros defectos.

Debemos aplicar tres principios fundamentales en los que se apoye una Europa más progresista.

En primer lugar, tenemos que reforzar la capacidad institucional de Europa. La prioridad, en estos momentos, debe ser el ámbito económico. La eurozona es la mayor economía del mundo, el euro es la segunda divisa de reserva, y en conjunto tenemos una fuerte base económica; pero no podemos aprovechar todo eso por la debilidad o la ausencia de instituciones. A pesar de que se ha avanzado mucho en cosas como:

  • Una vigilancia fiscal más sólida;
  • el Mecanismo Europeo de Estabilidad;
  • el paquete de seis medidas legislativas para fortalecer la gobernanza y la supervisión; y
  • un mandato más amplio para el Banco Central Europeo, con la reciente introducción de las Transacciones monetarias directas,

debemos ir un poco más allá.

Ya hemos compartido nuestros riesgos; compartamos ahora nuestras ventajas. Los eurobonos y una unión bancaria federal son instrumentos fundamentales para proteger a la UE de otras crisis similares y estabilizar nuestra economía.

En segundo lugar, tenemos que liberar y volver a dinamizar el talento humano de Europa. Para combatir un paro tan elevado es preciso invertir en capital humano, en educación, investigación, crecimiento sostenible y las infraestructuras que hacen posibles las energías verdes y una sociedad del conocimiento. En nuestra carrera hacia la competitividad, estamos emulando modelos que tienen poco que ver con nuestras tradiciones. En muchos mercados emergentes, la falta de negociaciones colectivas y rendición de cuentas democrática, los bajos salarios, las malas condiciones de trabajo y el menosprecio hacia el medio ambiente, además de los refugios fiscales (que han robado a enormes volúmenes de ingresos a los países; hasta 11.000 millones anuales de euros solo en Grecia), pueden proporcionar una ventaja relativa de momento. Pero, si queremos crecer, no podemos correr hasta hundirnos del todo. Debemos basar nuestra competitividad en la igualdad, no en la desigualdad.

Tercero, debemos consolidar nuestra capacidad democrática. Necesitamos unas instituciones democráticas innovadoras que den poder a nuestros ciudadanos y refuercen la legitimidad de nuestras decisiones.

El complejo proceso de toma de decisiones en la UE es resultado de un equilibrio histórico delicado entre Estados miembros. Hoy, sin embargo, la gente tiene la sensación de que se queda al margen de esas decisiones. En su lucha para resolver el déficit fiscal, Europa ha acumulado un déficit democrático.

En los siguientes pasos hacia la integración europea debemos devolver el control de ese proceso al pueblo. Las políticas impuestas a los ciudadanos sin su consentimiento real están condenadas al fracaso. Ya existe una generación joven frustrada, muy preparada pero sin empleo, que está perdiendo la fe en nuestras instituciones y nuestros valores europeos.

Ese vacío ha creado un caldo de cultivo para el populismo y el extremismo. Cuando nuestros ciudadanos se sienten desposeídos, recurren a salvadores o buscan chivos expiatorios, porque no pueden participar en el diálogo y la deliberación responsable para comprender y resolver los problemas comunes.

Europa puede recobrar la confianza de los mercados, pero antes debemos recobrar la confianza de nuestros ciudadanos. Por eso convoqué un referéndum en Grecia, para que la gente pudiera debatir y decidir su propio futuro.

No tiene nada de malo que los países europeos cedan soberanía con el fin de crear una Europa más fuerte (ya lo han hecho). Pero, mientras lo hacemos, debemos reconsiderar cómo se elige a nuestros representantes en la Unión y cómo se toman las decisiones. Un presidente de la UE, elegido por un Parlamento Europeo (o incluso elegido por sufragio directo), referendos de alcance europeo, formas de participación ciudadana más directa y el uso de los medios sociales son varias de las ideas que pueden explorarse ya sin problema.

Esta nueva Europa, en mi opinión, no será resultado de una decisión grandiosa, dictada por una minoría selecta de naciones poderosas ni unos cuantos burócratas anónimos en Bruselas. Serán pasos pequeños, graduales pero complementarios, dados por cada uno de nosotros de manera individual y por todos juntos, los que construirán los valores y los fundamentos de la Europa que deseamos.

La democracia y la educación darán una nueva capacidad a nuestros ciudadanos, y eso es lo que, a la hora de la verdad, reforzará a Europa y consolidará su legitimidad en nuestras sociedades y en todo el mundo.

Tenemos que elegir. O fortalecemos a Europa y sus ciudadanos y nos convertimos en un catalizador para humanizar nuestra economía global, o la globalización deshumanizará nuestras sociedades y debilitará el proyecto europeo. Como ciudadano de Europa, voto por la primera opción.

George Papandreu es antiguo primer ministro de Grecia. Sus comentarios están adaptados de una mesa redonda en una reunión pública del Berggruen Institute of Governance en Berlín.

Este blog es parte de una serie sobre "Europa: más allá de la crisis", producida por The Huffington Post y el Berggruen Institute. Para más información sobre el Berggruen Institute on Governance, visiten berggruen.org.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.