Me lo ha dicho la portera

Me lo ha dicho la portera

Cinco años de un continuo chorreo de malas noticias es demasiado hasta para los estómagos más robustos. ¿Cómo nos enteramos de las noticias que nos afectan? El bendito Twitter, la madre de todos los cotilleos de la tierra, una herramienta útil pero fácilmente manipulable.

Cuando yo estudiaba publicidad, por allá por los 80, decían los libros de texto que el habitante de una gran ciudad recibía en una mañana cualquiera más impactos informativos que un hombre del Medioevo durante toda su vida. Si ese cálculo se hiciera ahora, seguro que constataríamos que el ciudadano actual recibe esa misma cantidad de información antes de tomarse el café. Sin embargo, no está claro que esta avalancha de mensajes nos sirva de algo.

Hace un par de años, el escritor Nicholas Carr escribió Superficiales, un muy interesante ensayo, finalista del Pulitzer sobre cómo internet afecta a nuestra capacidad de leer y de meditar en profundidad. Cualquiera con un mínimo de capacidad de autoanálisis es consciente de que nuestra forma de digerir la información digital es completamente distinta a la que tenemos cuando, por ejemplo, nos enfrentamos un periódico. Pasando las páginas de un medio impreso encontramos las noticias. En un medio digital las buscamos, específicamente la información que nos interesa; apenas escaneamos el resto de titulares. Tenemos acceso a más información, pero nuestra mente se vuelve más especializada, menos generalista. Además, un texto que nos parecería de una longitud habitual en un periódico se nos antoja larguísimo en internet, quizá porque al mismo tiempo estamos hablando por el móvil o jugando a los pájaros cabreados de turno.

Este es el signo de los tiempos, una circunstancia que será mejor o peor, pero inevitable. Sin embargo, de un tiempo a esta parte estamos viviendo un nuevo fenómeno: abrimos un periódico (digital o de papel) y los titulares parecen el estribillo de una machacona canción del verano que hemos oído un millón de veces: crisis, despidos, recortes, prima de riesgo, corrupción, desacuerdos políticos, crímenes, terremotos, guerras. ¿Qué empieza a hacer cada vez más gente? Cerrar el periódico. Cinco años de un continuo chorreo de malas noticias es demasiado hasta para los estómagos más robustos. Porque, el que más y el que menos, todos tenemos también lo nuestro, los problemas de siempre y los que nos traen estos tiempos procelosos que nos tocan vivir. El cuerpo no nos da para digerir más angustias ni más disgustos, sobre todo si son ajenos. Nos vemos incapaces de contribuir a la solución de tanto desastre y lo mejor es, como la orquesta del Titanic, seguir a lo nuestro, tocando nuestra música, hasta que nos engullan las heladas aguas del océano.

A pesar de la fuente inagotable de conocimientos que son los nuevos medios, sabemos mucho de lo específico pero poco de lo importante: evitamos los periódicos, zapeamos el telediario por Splash famosos al agua o cambiamos de emisora cuando llegan las noticias. Poco a poco vamos camino de conseguir algo realmente insólito: convertirnos en la generación peor informada de todos los tiempos.

Yo no tengo las manos limpias, también yo estoy saturado, también intento refugiarme de vez en cuando en mi burbuja. Que se hunda el mundo. ¿Cómo nos enteramos entonces de las noticias que realmente nos afectan? Hace unos años nos lo hubiese cuchicheado la portera, la radio macuto del barrio; ahora este papel lo asume el bendito Twitter, la madre de todos los cotilleos de la tierra, una herramienta útil pero fácilmente manipulable. Un falso tuit hundió la bolsa de Nueva York el otro día, el mes que viene un tuit malintencionado, cual moderno Orson Wells, nos hará creer que nos invaden los alienígenas. O provocará una guerra. Porque los medios, faltos de recursos, acaban nutriéndose también las habladurías de la red. Nos estará bien empleado, por no informarnos nosotros mismos, por fiarnos de la portera. Y que me perdonen todas las porteras bien informadas de esta tierra.