Una gota de 'Quijote'

Una gota de 'Quijote'

Pronto caí en la cuenta que lo único que había roto mi rutina habitual había sido el viejo Quijote de mi padre ¿La nostalgia actuaba como tónico? ¿Me sentía identificado con un hidalgo cincuentón y fracasado que decidía cambiar su vida? Decidí no darle muchas vueltas y antes de dormir me puse a leer el segundo capítulo, aquel que narra la primera salida de Don Quijote de su pueblo en busca de aventuras.

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Llevaba una temporada que me sentía mal: por las noches me debatía entre el insomnio y un sueño desarreglado, las erecciones matutinas habían desparecido, me levantaba baldado, las piernas me pesaban, tenía la lengua como una lija, me dolía la cabeza todo el día. Cumplía con mis obligaciones de forma automática, sin ilusión, sin esperanza. En definitiva, no tenía ganas de nada, nada parecía tener sentido. Después de postergarlo durante semanas, decidí ir consultar a un especialista:

"Es normal que se sienta así", me dijo el médico del seguro sin levantar la vista del sudoku que estaba resolviendo. "Es la típica astenia primaveral. Tómese usted estas vitaminas y ya verá cómo se encuentra mucho mejor". Por una vez decidí seguir al pie de la letra sus indicaciones y, muy obedientemente, empecé a tomar una pastilla en el desayuno y otra en la comida. Más tarde, doblé la dosis y, sin embargo, seguía sintiéndome como un trapo, como una basurilla que el viento podía barrer en cualquier momento. A la medicina convencional le siguieron la alternativa, la acupuntura, la meditación, la moxibustión, el canto terapéutico, las constelaciones familiares, las artes marciales y la acupirámide bioenergética. Todo en balde.

No solo continuaba vagando por la vida como un zombi sin destino, sino que me estaba arruinando con tanto tratamiento. Si mi trabajo fuera mecánico, quizás el asunto no habría sido tan grave, pero cuando te ves a obligado a escribir cosas supuestamente ingeniosas y en vez de eso te salen esquelas, te empiezas a preocupar. Ni siquiera la lectura, mi vieja aliada, me consolaba; no podía concentrarme y las palabras se acumulaban delante de mis ojos en un gurruño incomprensible. Lo intenté con un libro de autoayuda: Siete días para cambiar tu vida, se llamaba. Al cabo de dos semanas no había conseguido pasar de la primera página. Estaba desesperado, incluso empecé a barajar una salida heroica como la de los poetas románticos, pero afortunadamente me di cuenta de que estaba demasiado mayor para morir joven.

Quizás me esté volviendo un poco loco yo también, pero la realidad es tan absurda que merece que la ignoremos de vez en cuando.

Una noche que no podía dormir, como tantas otras, me levanté y fui al salón de casa. No tenía ni fuerzas para encender la televisión y mis ojos empezaron a deambular perdida por la biblioteca. De repente, topé con un ejemplar del Quijote que pertenecía a mi padre. Con ese libro, y armado de la paciencia del profesor de literatura que había sido en su época de universitario, trató infructuosamente de transmitirme su entusiasmo por la novela que él consideraba la más grande jamás escrita. Años más tarde conseguí leérmela completa, pero, reconociendo sus méritos, nunca había conseguido quitarme la especie de vergüenza ajena que me producían las constantes desventuras del Caballero de la Triste Figura. Aquella noche, sin embargo, el contacto con aquel viejo tomo lleno de recuerdos me trasmitió una calma que hacía tiempo que no sentía. Empecé a leer el primer capítulo hasta que el sueño me tapó como una manta cálida.

A la mañana siguiente, y a pesar de que había pasado la noche en el sofá del salón, me sentía fresco, renovado, con ganas de coger la vida por los cuernos. Trabajé todo el día sin parar, con una eficacia y una inspiración desconocida, y hasta tuve el arrojo para salir a tomar una cerveza con unos amigos, un hábito que tenía abandonado desde que la pálida se había adueñado de mí. No fue hasta que llegué a mi casa que me paré a pensar en esta prodigiosa transformación. ¿Cuál podía ser el motivo? Había abandonado toda la medicación y los yerbajos ¿Se trataba de un efecto secundario en diferido? Pronto caí en la cuenta que lo único que había roto mi rutina habitual había sido el viejo Quijote de mi padre ¿La nostalgia actuaba como tónico? ¿Me sentía identificado con un hidalgo cincuentón y fracasado que decidía cambiar su vida? Decidí no darle muchas vueltas y antes de dormir me puse a leer el segundo capítulo, aquel que narra la primera salida de Don Quijote de su pueblo en busca de aventuras.

Desde entonces no he faltado a mi cita con el caballero andante. Un solo capítulo por noche, aunque me quede con ganas de más, y mi vida es otra. No les voy a decir que me haya crecido el pelo ni desaparecido la barriga, pero me levanto cada día como si tuviera doncellas que defender, viudas que amparar, castillos que conquistar o entuertos que deshacer. El tugurio en el que tomo café ya no es fonda sino palacio, ir al banco ya no supone una gestión engorrosa sino una aventura con galeotes, los operadores de la compañía telefónica a los que reclamo porque no funciona el ADSL son mis molinos de viento y una insulsa comida de trabajo se convierte en las bodas de Camacho. Quizás me esté volviendo un poco loco yo también, pero la realidad es tan absurda que merece que la ignoremos de vez en cuando. Recuerden, un solo capítulo al día, apenas cinco o seis páginas en la mayoría de los casos. No es el bálsamo de Fierabrás, aunque se le parece mucho.