La herida abierta del poder judicial

La herida abierta del poder judicial

EFE

El Estado liberal se fundamenta en la necesidad de poner límites a los abusos del poder. Sus principales recursos para ello son los derechos fundamentales, que protegen al individuo de los abusos del poder; así como la división de poderes, que mediante un sistema de equilibrios y contrapesos recíprocos debería impedir que el Ejecutivo, el Legislativo o el Judicial se extralimiten en sus funciones. De funcionar bien esas garantías, la Ley debería imperar por encima de todo y de todos como gante de nuestra libertad.

Siendo esta la teoría, me asombra la ausencia de garantías de nuestro modelo de Estado ante los abusos del poder judicial. Habitualmente pensamos que es el Ejecutivo el principal factor de riesgo para ejercicios arbitrarios de sus atribuciones. Sin embargo, el clima represivo que parece haberse impuesto en España en los últimos años obliga a desplazar el foco hacia el poder judicial, pese a que en nuestro sentido común las decisiones de la magistratura sigan gozando de un respecto cuasi sacro.

La principal sospecha descansa en la intromisión del gobierno en las decisiones del poder judicial

La principal sospecha descansa en la intromisión del gobierno en las decisiones del poder judicial. El temerario papel desempeñado por la Fiscalía General en el momento en que el independentismo catalán parecía claudicar ante la necesidad impuesta por la aplicación del 155, la discutible atribución de los tipos penales de rebelión y secesión a Jordi Sánchez y Jordi Cuixat, o la carga de estrategia política que contienen los autos del juez Llarena, son algunos de los motivos que justifican la suspicacia popular ante el sistema judicial. No en vano, el informe del Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa que fue publicado este mes de enero recomendaba cambios en la designación del Consejo del Poder Judicial, Tribunal Supremo, Audiencia Nacional y Fiscalía General para garantizar su independencia respecto al poder político.

Pero si el juicio sobre las decisiones relativas al procés puede estar enturbiado por el fragor de la contienda política, más consenso parece generar la incredulidad ante las recientes penas aplicadas a twitteros, titiriteros, artistas y reporteros en el ejercicio de su libertad de expresión. A mi juicio, lo asombroso de estos casos es que parecen evidenciar que no vivimos en un Imperio de la Ley, como establecería la doctrina, sino de las personas que rigen las leyes. El poder político lo sabe bien, y por ello apresa a los jueces en redes de afiliación y lealtad cuyos bandos (conservadores y progresistas) pugnan por repartirse los sillones de las altas instituciones de la judicatura.

Más consenso parece generar la incredulidad ante las recientes penas aplicadas a twitteros, titiriteros, artistas y reporteros en el ejercicio de su libertad de expresión

Otras veces no hay necesidad de intromisiones partidistas, basta con que un magistrado decida reinterpretar el espíritu de una ley para convertirla en ejecutora de su moral personal. Es lo que viene ocurriendo desde hace años con la legislación penal contra el enaltecimiento del terrorismo, cuyas violaciones no han hecho sino aumentar desde que ETA dejó definitivamente las armas (cinco sentencias por este tipo delitos en 2011, diez en 2012, en 2013 subieron a 15, mientras que en 2014 se quedaron en 14 y en el año 2015 ascendieron a 25). ¿No hay mecanismos para suspender o resignificar las leyes que pierden su necesidad histórica, y que se convierten en peligrosas armas al servicio de jueces irresponsables? Asusta comprobar cómo en un sistema en el que la Ley es el garante último de la libertad, esta sea tan vulnerable a la contingencia. ¿De verdad es tan frágil el Estado liberal?

En un pertinente análisis publicado esta semana en el diario El País, Diego López Garrido exponía cuál era el actual fundamento jurídico de esta desinhibición de la censura. La reforma del Código Penal aplicada en 2015 modificó la redacción del artículo dedicado a la apología delictiva, que pasó a considerar no solo su promoción directa, sino también las incitaciones "indirectas". La ambigüedad del adverbio permite que el arbitrio de cualquier juez interprete apologías de la violencia casi en cualquier cosa, incluidos chistes de mal gusto o letras de canciones faltonas.

Un uso arbitrario o personal de las leyes implica que la Ley no es el fundamento último del Estado. La versión actual de nuestro Código Penal parece claramente favorecer esa arbitrariedad. Otra nefasta herencia de la mayoría absoluta del PP, todavía hoy vigente por culpa del actual bloqueo parlamentario.

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