Relato de una mujer gorda en la piscina

Relato de una mujer gorda en la piscina

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El vestidor es alboroto de voces. Las mujeres de mayor edad son las más desinhibidas, las más seguras de la belleza de su cuerpo. Se despojan de la toalla y, sin pudor, se untan crema, se ajustan el sostén y se visten con parsimonia. Las marcas de un cuerpo arrollado por la maternidad, las cicatrices, la flacidez propia de la edad son características físicas que les han dejado de importar.

Sus preocupaciones son otras: el cuidado de los nietos, sus achaques, las enfermedades de sus esposos. Lo que me sorprende en ellas es su cultura de prevención, apenas una siente un dolor en algún lugar del cuerpo y acude al médico. Varias están allí para palear la diabetes, los problemas cardiacos, la artritis, la obesidad y otros males. No así las jóvenes, que son las pudorosas. Sus pláticas oscilan entre los estudios, los problemas en el trabajo y el cuidado de los hijos. Envueltas en una larga toalla, las miro de reojo maniobrando con la ropa que se les enrolla por la humedad de la piel.

Y estoy yo, una mujer obesa, de 45 años, sobreviviente de cáncer de mama. Con mis propias cirugías, con celulitis y otras imperfecciones. Eso es en lo que pienso cuando me despojo de la ropa y me quedo en traje de baño, peor aún son los pensamientos cuando estoy desnuda en la regadera compartiendo la ducha con todas las nadadoras de mi clase.

Una especie de "paridad democrática" gobierna dentro de alberca. Ya no importa cómo es tu cuerpo, lo que importa es lo que puedes hacer con él debajo del agua.

Sin embargo, cuando me sumerjo en el agua soy otra. Soy ligera, soy libre. Además, una especie de "paridad democrática" gobierna dentro de alberca. Ya no importa cómo es tu cuerpo, lo que importa es lo que puedes hacer con él debajo del agua, y para eso yo tengo mucha fuerza de voluntad.

Me acuerdo de cuando tenía nueve años y estaba en clase de educación física. Detestaba usar short y ver mis piernas gordas. Esa vez la maestra ordenó hacer una fila de hombres y una de mujeres. Al sonido de su silbato, correríamos hasta el final de la cancha de voleibol y regresaríamos para que el siguiente alumno continuara la carrera. Al aguardar mi turno escuché a los niños de al lado: "Te va a tocar correr con la gorda, seguro vas a ganar".

Yo, que estaba tan preocupada en cómo se vería mi cuerpo correr sin gracia sobre el cemento, ahora estaba furiosa. Tan furiosa que cuando escuché el silbatazo corrí con todas mis fuerzas, llegué a la línea amarilla, di media vuelta y mis pies seguían avanzando veloces por el piso de concreto, sentía mis mejillas reventarse por el esfuerzo y el ardor en los músculos de las piernas, pero dentro de mi había una energía desconocida que me impulsaba a seguir.

Cuando finalicé la carrera, escuché los gritos de júbilo de mis compañeras y entonces, pude ver que yo había ganado, que había sacado una ventaja de varios metros a mi competidor y que los niños me miraban boquiabiertos. Sin duda, fue uno de mis mayores triunfos a nivel cuarto de primaria.

La maestra me ha ordenado nadar 50 mts. Intento hacerlo lo mejor que puedo. Aprendí a nadar muy rápido, nunca le tuve miedo al agua. Mamá me relata mi primera experiencia con una alberca. Cuenta que, al bajar las cosas del auto y buscar un lugar en la sombra para instalar el tenderete de toallas y mantel a cuadros que se extendería sobre el pasto, mamá me dejó sentada en la yerba creyendo que me quedaría quieta, pasmada, mirando "tanta agua" como dijo mi hijo cuando miró por primera vez el mar.

Sin embargo, lo primero que hice fue correr hacia al agua. Tendría un poco más de dos años. Mamá acudió detrás de mí, pero yo, que ya estaba en la orilla, no dudé en arrojarme. Mamá gritó desesperada, un hombre que nadaba cerca de mí, me rescató. Mi madre me rodeó con sus brazos y asustada preguntó si me encontraba bien. Yo no recuerdo nada, pero ella estaba segura que el incidente me traumaría de por vida. Para sorpresa suya, mi rostro reflejaba una felicidad recién adquirida: estar bajo el agua.

Desde aquella vez, cada vez que salíamos de vacaciones, aventaba mi maleta en la habitación y corría a la alberca. Esa escena se repitió hasta que entré a la pubertad y con ella, mis complejos se dispararon tanto que, ni siquiera fui capaz de usar un pantalón corto en la playa.

Después de nadar 50 metros, la maestra me pasa al segundo carril donde están quienes ya "saben nadar", pero deben afinar la técnica y desarrollar músculo acuático.

Yo, que estaba tan preocupada en cómo se vería mi cuerpo correr sin gracia sobre el cemento, ahora estaba furiosa.

Me siento un poco frustrada con la decisión. En el segundo carril hay cinco mujeres. Cuatro de ellas oscilan entre los 45-55 años. Tres tienen sobrepeso y solo una de ellas nada muy bien. Las otras dos son delgadas, la más joven nada peor que todas juntas. Me desespera estar allí, parlotean en cada extremo del carril. Intento no ser grosera, sonrío cuando se presentan.

Les digo mi nombre, hago bromas, pero en realidad yo no estoy allí para hacer amistades. Me desespera que se detengan a medio carril, me desespera que se pongan a platicar, me desespera saber que nado mejor que todas ellas y que debo estar allí, siendo la última de la fila y estar a expensas de su lentitud, pero soy la nueva y debo aguantar.

Mi alteración se ve recompensada cuando es mi turno. Las circunvoluciones en mi cerebro hacen contacto con las vidas de mis ancestros primigenios, cuando tenían branquias y el mundo solo era una gran extensión de mar. En esos 25 metros de agua soy muy feliz, muy feliz. No sé por qué me tardé tanto en tomar la decisión de venir a nadar.

Aquí adentro olvido mi figura, mis defectos físicos, mis cicatrices, enfermedades y limitaciones económicas. Aquí soy libre.

Continuará...

Este contenido se publicó originalmente en el HuffPost México.