Las aguas de marzo

Las aguas de marzo

Tic, tic, toc, golpean las gotas cada vez con más fuerza sobre el parabrisas. Llegan las aguas de marzo. Puntuales. Y por estos pagos la lluvia, cuando el termómetro se digna por fin a colocar la aguja por encima de los cinco grados centígrados, supone la señal esperada por miles de anfibios para salir de su letargo. ¡La Gran Noche! Ranas, sapos y salamandras, protegidos por un sirimiri que asegura en su piel la humedad constante que necesitan para sobrevivir, despiertan de su sueño invernal bajo las piedras y se ponen en marcha

Rhinebeck, Nueva York. Valle del Hudson. A cien Millas de Manhattan y a punto de celebrarse el cumpleaños de las flores.

Por la mañana me entero de que Obama, antes de desembarcar en La Habana para intentar resolvel con un discurso del que estuvo media humanidad pendiente, había dejado otro mensaje colgado en la web de la Casa Blanca. Me lo indica Yasamin Asgari (ingeniera petroquímica con base en Lafayette, Luisiana; veinticinco años; hija de iraní y estadounidense; soltera y sin compromiso.) En el video, al que yo accedo en YouTube, Mr. President felicita, en un inglés salpicado con algunos términos en farsi, a los norteamericanos que se disponen a celebrar la llegada del nuevo año persa. 1395 aterrizó el 20 de marzo en Irán, mayoritariamente; pero también en muchos hogares de Estados Unidos. La diversidad sigue siendo el gran motor de la América del Norte, y sólo en el país del pasaporte azul habitan un millón de ciudadanos que se desean prosperidad anualmente con un tradicional "nowruz mubarak."

A veces se olvida uno, pero la USA, más que una sola nación, parece una representación a escala de las naciones del planeta. Motivo por el cual, por la noche, me entero de que anda Belén a punto de darle el cambiazo al bebé de doña Sofía. El profesor de español del colegio público de Rhinebeck ha corrido las voces de que se pilla Gran Hotel por Netflix y nos hemos enganchado a la serie medio pueblo. La mayoría de vecinos la siguen con subtítulos en inglés, naturalmente; pero para eso están. Concha Velasco parece coscarse de la jugada, cuando me entra un mensajito al móvil: pi, pi. "Ahora no," me digo, "que la pérdida del niño es lo único que le faltaba ya al apenado del Marqués de Vergara." Un sinvivir, oye. Pi, pi, insiste la maquinita. Bueno, al final cedo. "No vaya a ser que vaya a ser," me justifico. Pongo la tele en pausa un segundo y leo el texto apresuradamente. ¿Laura Selicaro? Ah, sí, recuerdo: la simpática costarricense que acudió con sus hijos a la presentación de mi libro infantil en la cercana biblioteca de Tivoli.

Laura me recuerda que me avisa. Que me avisa de lo que quedó en recordarme. Vamos, que esta noche es la Gran Noche. The Big Night! Ella y su marido han sacado a los niños de la cama y van en camino. Me lo dice para que no se me pase como el año anterior, que me quedé con las ganas. Pero, ¿tan pronto? Miro por la ventana y observo que ha empezado a chispear. "Claro", me digo. "¡La lluvia!"

Tic, tic, toc, golpean las gotas cada vez con más fuerza sobre el parabrisas. Llegan las aguas de marzo. Puntuales. Y por estos pagos la lluvia, cuando el termómetro se digna por fin a colocar la aguja por encima de los cinco grados centígrados supone la señal esperada por miles de anfibios para salir de su letargo. ¡La Gran Noche! Ranas, sapos y salamandras, protegidos por un sirimiri que asegura en su piel la humedad constante que necesitan para sobrevivir, despiertan de su sueño invernal bajo las piedras y se ponen en marcha. Al unísono. Como un pueblo en busca de su tierra prometida, avanzan camuflados entre la hojarasca en busca de lagunas, pozas y charcas en las que depositar sus huevos. El abrigo de la noche les hace invisibles y les protege de potenciales enemigos... hasta que les toca cruzar alguna carretera comarcal.

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La familia Selicaro Hayes (Laura, Tim y sus hijos Amaia y Milo) se ha acercado a observarlos a la cuneta de Primrose Hill Road. Es un sitio de paso para muchos de estos animales, y saben que, al alumbrarles con una linterna, sus colores vivos se van a recortar claramente contra el negro del asfalto. Al igual que otro puñado de voluntarios, los Selicaro vienen a disfrutar del espectáculo pero, sobre todo, a echar una mano a los integrantes de la curiosa caravana. Se trata de recogerlos a un lado de la calzada y depositarlo sanos y salvos al otro. De transportarlos con cuidado en botellas y cubos de plástico; improvisando entre varios un teleférico humano. Servicio imprescindible de ferry para sortear los coches. De hecho, si no fuera por estos vecinos que le arrancan horas al sueño para detener el tráfico, mañana amanecería el pavimento estampado de anfibios y, siendo la USA el paraíso del marketing, más de uno podría deducir erróneamente que la carretera había sido patrocinada por Lacoste.

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"¡Mira cuántas son!" grita entusiasmado señalando las ranas Milo, al que este año sus padres han dejado por vez primera bajar del coche. "Ya ha cumplido cuatro," aclara Laura, "y sabe que no se puede apretar con los dedos la tripa de las ranitas peepers." "Uf, menos mal," parecen exclamar los diminutos anfibios, mientras reinician aliviados su peregrinación al otro lado de la carretera. "Bye", les despide Amaia viendo cómo se pierden otra vez en la oscuridad camino de las lagunas.

La vida en este rincón del estado de Nueva York, como en todas partes, tiene su ventana de oportunidad. No es que las salamandras con puntitos verdes sean especialmente masoquistas y les encante desovar en agua escarchada. No. Es que saben que, si no lo hacen ahora, sus crías no estarán listas para sobrevivir en tierra firme cuando el sol del verano evapore esos mismos charcos. Se conoce que la naturaleza madruga para que no le coja el toro. Regla que respetan por igual aquí las plantas y, por eso, marzo marca también la época más dulce del calendario. Es ahora cuando la savia azucarada comienza a fluir en los arces y el hombre se dispone a atraparla de nuevo.

La elaboración del sirope, ese líquido tostado que acompaña a las tortitas y al beicon en los desayunos de fin de semana, se remonta a mucho antes de la conquista. Fueron los primeros habitantes de estos pagos (las naciones de los lenapes, los abenakis o los chippewa) quienes se percataron de que las ardillas comenzaban en primavera a lamer la corteza de los troncos de arce. Se preguntaron por qué y resolvieron el misterio con gran mérito deductivo, no te creas, puesto que la savia, tal cual mana del árbol azucarero, de dulce no tiene un pelo. Hace falta reducirla al fuego para sacarle el azúcar y así fue como, hirviendo en los calderos de los nativos americanos, nació la celebrada medicina de árbol.

La extraordinaria bondad de la cosecha de este año obedece, por cierto, a las extrañas condiciones meteorológicas por las que atravesamos. Salimos de un invierno ridículamente moderado con picos de calor y frío. Ahora te quitas el jersey, ahora te congelas. Tremenda locura que le va de miedo al sirope; pues no hay nada mejor que confundir a un arce con la previsión del tiempo para que produzca azúcar en abundancia. Más o menos, así funciona la cosa:

Cuando al final del otoño el termómetro baja de cero, el árbol entra en hibernación obligatoria. ¿Motivo?: el suelo congelado impide que las raíces puedan chupar nutrientes y, sin agua, no hay paraíso. O sea: que el tronco le da al clic, se pone en modo avión, y espera al deshielo para reiniciarse. El botón de apagado y encendido de un árbol lo tienen unas hormonas llamadas auxinas. Son verdaderas centrales de datos que realizan funciones parecidas a nuestra hormona del crecimiento. Ellas, antes de decidirse a apretar el ON, cotejan la subida del termómetro exterior con la reglamentación de su protocolo. Un día aislado de calor en mitad del frío no les hace saltar la alarma. Dos tampoco. ¿Tres seguidos? Eso ya es otra cosa. Si en una semana les sale una temperatura media de siete grados centígrados, tiran del starter. ¡A brotar se ha dicho! El acelerón es brutal. Todo va bien hasta que, de repente, registran una helada. Oh, oh. ¿Qué pasa?

El arce no las tiene todas consigo. Las noches bajo cero y los días templados de principios de marzo le desconciertan. Con el calor ordena desplegar las hojas y, con el frío, reflexiona y se arrepiente de haberlo hecho tan pronto. Los datos son confusos y teme haberse equivocado. Si la helada permanece, impedirá a sus raíces recoger alimento del terreno y los brotes recién nacidos en las ramas morirán de inanición. Así que en un esfuerzo desesperado por la supervivencia, manda para arriba de golpe todo el alimento que es capaz de recolectar. Savia de primera calidad y en abundancia. Leche materna rebosante de azúcar. A borbotones, para saciar las nuevas hojas; no vaya a ser que tengan que esperar mucho hasta la siguiente entrega.

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En Montgomery Road, Harry Hill Jr. (Huck) y John Corcoran han tenido que estar atentos a estos primeros signos de vida para taladrar las cortezas e instalar los caños. Saben que la recolección de savia se limita al periodo de seis semanas en que el clima anda confuso. Después, en cuanto la primavera estabiliza el mercurio, se hace amarilla y amarga y fluye en menor cantidad. "Este año los árboles se han vuelto locos" comenta Jon Lawson, amigo de los dos anteriores que se suma a la elaboración del sirope cuando escapa los fines de semana de su trabajo de manager en un teatro de Broadway. "Normalmente la savia gotea poco a poco por los caños, pero este año sale a chorros; proyectada por encima de los cubos."

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John es el encargado de cortar leña y hervir la savia, mientras Huck acarrea cubos a la camioneta y transporta el preciado líquido a la cabaña. Por cada cuarenta litros de savia habrán de contentarse con uno de sirope. Es la ley de la reducción. Funciona en la buena cocina, donde hay que evaporar las salsas para darles un sabor consistente. Y funciona en los pastos del valle, donde una vaca ha de beber treinta litros de agua para producir uno de leche. Es el mismo índice que conocen bien las salamandras, cuyos huevos, con suerte, llegarán a engendrar vida en el 56 por ciento de los casos. Pero no hay que preocuparse. Los habitantes del valle del Hudson (batracios, humanos y arces) le han pillado el punto a este mes de marzo que siempre suele presentarse como un león y termina marchándose como un corderito manso. En Luisiana, sin embargo, es distinto. Allí, en Lafayette, una iraní americana llora desconsolada mientras vuelve a ver por enésima vez el video. Yasamin es consciente de que la primavera que viene ya no habrá Obama, ni presidente que pueda igualar esos discursos tan elocuentes, tan meditados y tan corteses con los que ha felicitado el nuevo año persa las últimas ocho temporadas. "¿Cada cuántos presidentes, se pregunta apartando las lágrimas con un pañuelo, sale un ser humano de una categoría moral tan elevada?"