¿Llevamos la música en los genes?

¿Llevamos la música en los genes?

FLICKR Molly Germaine

La música nos marca. Asociamos canciones a personas, lugares, sentimientos o episodios de nuestras vidas, y en una relación no puede faltar eso que llamamos “nuestra canción”. Por no hablar de esas melodías que a veces incluso aborrecemos, pero que se instalan en nuestra mente sin que logremos expulsarlas de ahí.

Hasta tal punto nos marca la música que, de hecho, deja huella en nuestras neuronas. O al menos en las de las ratas, tal como acaba de demostrar un estudio publicado en la revista Nature. Según un equipo de investigadores del Cold Spring Harbor Laboratory en Estados Unidos, los cerebros de los roedores que previamente fueron entrenados para encontrar su comida en respuesta a un tono musical tienen reforzadas las conexiones neuronales correspondientes a ese tipo de frecuencias. En resumen: el significado de la música queda escrito en las neuronas.

Los estudios con animales nos revelan que los humanos no somos los únicos seres musicales de este planeta; muchas especies cantan como parte de sus rituales sociales, e incluso sus canciones, como las nuestras, también evolucionan de acuerdo a eso que los humanos llamamos modas. En 1996, un estudio descubrió que las ballenas jorobadas de la costa este de Australia adoptaron poco a poco el estilo de canto de la costa oeste que dos ejemplares habían traído al grupo. Otro trabajo demostró que los cantos nuevos surgidos en una población de cetáceos pueden ir extendiéndose a otros grupos hasta cubrir distancias de 5.000 kilómetros a través del océano. Los humanos tenemos una expresión para esto: fenómeno viral. Pero sin YouTube.

Por tanto, algunos animales no solo emplean la música, sino que innovan creando nuevos estilos. Pero su sentido musical puede ir mucho más allá. En 1984, los investigadores Debra Porter y Allen Neuringer enseñaron a un grupo de palomas a distinguir una pieza de Bach de otra de Stravinsky. Lo más sorprendente vino una vez que las aves habían aprendido a elegir el disco correcto en cada caso; cuando los científicos cambiaban la obra de Bach por otras de Scarlatti o Buxtehude, también compositores barrocos, las palomas escogían el disco del alemán, y también acertaban reconociendo otros pasajes de Stravinsky diferentes al que habían aprendido a identificar. Es más: un grupo de siete estudiantes universitarios no lo hizo mejor que ellas.

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“La respuesta de las palomas a fenómenos auditivos complejos puede ser más parecida a la humana de lo que se asume”, concluían los investigadores, sin sospechar que el don descubierto no era exclusivo de las palomas, ni tan siquiera de las aves; en 2001, otro estudio demostró exactamente lo mismo con carpas que aprendían a diferenciar el blues de la música clásica.

DESIGUALES ANTE LA MÚSICA

Los animales son, según algunos científicos, la prueba de que la música no es simplemente una tecnología inútil que nos deleita los oídos pero que “podría desaparecer de nuestra especie y el resto de nuestro estilo de vida no cambiaría”, como defiende el psicólogo y divulgador Steven Pinker. Para estos expertos, se trata de algo arraigado en nuestra biología. Hoy sabemos que el gen FOXP2, esencial para el lenguaje en los humanos, es también crucial para el aprendizaje del canto en los pájaros. Aunque no conocemos genes de los que podamos decir que en ellos reside nuestro sentido musical, sabemos que la educación no es suficiente para crear a un Mozart; no nacemos iguales ante la música.

Un 3% de la población posee sordera tonal o amusia congénita, la incapacidad para reconocer melodías, cantarlas en tono o identificar notas desafinadas. En el otro extremo, aquellos afortunados con el don del oído absoluto, una de cada 1.500 personas, pueden reconocer y reproducir cualquier nota incluso sin referencia a otras. Según una revisión publicada este mes en la revista científica Philosophical Transactions of the Royal Society B, ambas condiciones tienden a agruparse en familias, y los gemelos tienen mayor tendencia a coincidir en habilidades musicales, lo que sugiere un componente genético.

El estudio anterior forma parte de un número especial de la revista dedicado a los orígenes y el significado biológico de la musicalidad, la cualidad que nos lleva a crear música y a disfrutar de ella. “¿Por qué tenemos música? ¿Qué fin tiene la música, y por qué toda cultura humana la tiene?”, se preguntan los editores. Si la música tiene alguna raíz biológica, como sugieren los estudios con animales y las asociaciones genéticas en humanos, deberíamos buscarla en nuestra evolución. Charles Darwin ya sugirió que la música es un elemento de selección sexual para impresionar a las posibles parejas, y eso que en su época aún no existían las (y los) groupies. En el lado más tierno, a la música también se le atribuye una función como refuerzo del vínculo entre los progenitores y sus crías y como manera de tranquilizar a los pequeños.

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Una tercera teoría propone la música y el baile como un “pegamento social”, un elemento de cohesión del grupo que sustituye la costumbre de muchos animales de acicalarse y despiojarse unos a otros. Cuando los humanos nos reunimos a cientos o a miles para bailar en un concierto, discoteca o festival, estamos expresando una de las manifestaciones musicales más humanas; la percepción del ritmo no parece darse en otros primates, y en cambio surge espontáneamente en los bebés recién nacidos. El ritmo es, de hecho, uno de los “universales” de la música, un rasgo ampliamente extendido en la mayoría de las culturas humanas.

Esta búsqueda de los universales, las partículas elementales de la música, es el objetivo de algunos investigadores. En el número especial, un estudio repasa los rasgos de la música que aparecen en diferentes culturas, basándose en un trabajo previo que los psicólogos Steven Brown y Joseph Jordania publicaron en 2011. Aunque el artículo subraya que “no hay características estructurales que hayan sido identificadas en todos los sistemas musicales conocidos”, sí hay ciertos rasgos ampliamente distribuidos por todo el mundo. Uno de ellos es precisamente un ritmo uniforme, que suele dividirse en dos partes o en tres, como en el caso del vals. Otro patrón frecuente es el uso de un máximo de siete notas en una octava. Y aunque creamos que el estribillo es un invento del pop, lo cierto es que la repetición de unidades o frases forma parte de la música en la mayoría de las culturas. Según Brown y Jordania, la asociación del baile con la música también es habitual.

LAS CANCIONES MÁS PEGADIZAS

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Bajando los pies a tierra, otra cosa es llegar a conocer cuáles son las claves que convierten una canción concreta en un éxito popular, algo por lo que suspira todo productor o sello discográfico. La predicción siempre es una apuesta arriesgada; en cambio, es posible recopilar los hits ya consagrados y examinar qué tienen en común. Esto es lo que hizo en 2011 un equipo de investigadores dirigido por Tijl de Bie, del Laboratorio de Sistemas Inteligentes de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Bristol (Reino Unido). Los científicos analizaron las características musicales de los singles en el top 40 de Gran Bretaña durante el último medio siglo. Con ello crearon un algoritmo cuyo resultado es la Ecuación del Hit, disponible en la web www.scoreahit.com y que analiza 23 rasgos para dar una puntuación con el fin de predecir si una canción llegará al top 5 o no, con una fiabilidad del 60%.

Los investigadores incluso crearon una app (actualmente desactivada) que permitía a los usuarios calcular la puntuación de cualquier tema. Naturalmente, De Bie reconocía que “los gustos musicales evolucionan”, por lo que también debería hacerlo su ecuación. De hecho, el estudio descubrió que los éxitos de entre finales de los 70 y principios de los 80 del siglo pasado fueron más imprevisibles por tratarse de una época de innovación en la que surgieron muchos nuevos estilos, mientras que desde los 90 el panorama ha sido más predecible.

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El de De Bie no ha sido el único intento de sistematizar lo casi insistematizable, el potencial de éxito de una canción. Otros investigadores han tratado de definir qué es lo que convierte a un tema en pegadizo, esa indefinible cualidad que nos hace canturrear física o mentalmente El baile del gorila o el Aserejé aunque estos temas no encajen precisamente en nuestros intereses musicales. En 2011, la musicóloga Alisun Pawley, de la Universidad de York, y el psicólogo Daniel Müllensiefen, de la Universidad Goldsmiths de Londres, emprendieron la dura tarea de recorrer pubs y discotecas del norte de Inglaterra observando y registrando qué canciones tarareaban los clientes, y con ello elaboraron una lista del top 10 del canturreo en Reino Unido. Según el estudio, publicado en la revista Music Perception, el tema campeón es, cómo no, We are the champions de Queen, seguido por Y. M. C. A. de The Village People. Al conocer el resultado, el guitarrista de Queen y astrofísico Brian May declaró: “Fabuloso. ¿Así que está demostrado? De verdad somos los campeones”.

En la misma línea pero con otro enfoque, el pasado año el musicólogo de la Universidad de Ámsterdam (Países Bajos) John Ashley Burgoyne condujo un experimento en internet en colaboración con el Museo de la Ciencia y la Industria de Manchester (Reino Unido). A través de un juego online titulado #HookedOnMusic (Enganchados a la música), los usuarios debían reconocer canciones en el menor tiempo posible. Con los resultados de más de 12.000 participantes, el ganador fue el tema que lanzó a la fama a las Spice Girls, Wannabe, que los usuarios reconocían en un tiempo récord de 2,29 segundos. Le siguió un elenco variopinto: Mambo Nº 5 de Lou Bega, Eye of the Tiger de Survivor, Just Dance de Lady Gaga y SOS de ABBA. Está claro que es cuestión de gustos; pero si se nos pega El tiburón, siempre podemos echarle la culpa al boogie. O a los genes.

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