¿Quién es el príncipe azul?

¿Quién es el príncipe azul?

La educación sentimental, como toda pedagogía, pretende metabolizar las pulsiones en algún ordenamiento social. No se ama ni se desea de cualquier forma. Si bien cualquier cuerpo puede quedar reducido al estrago del amor feroz, suelen ser las mujeres quienes encarnan el lugar de víctimas de ello.

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Foto: IStock.

La educación sentimental, como toda pedagogía, pretende metabolizar las pulsiones en algún ordenamiento social. No se ama ni se desea de cualquier forma.

Estos días el esfuerzo está puesto en reeducar el sometimiento sin límite al que puede llegar el patetismo amoroso. Si bien, cualquier cuerpo puede quedar reducido al estrago del amor feroz, suelen ser las mujeres quienes encarnan el lugar de víctimas de ello. Por eso las advertencias: cuidado con las canciones, las películas y los poemas perversos, que ocultan tras su inocente cadencia un machismo mortífero. Y sí, hay una escritura de lo amoroso que puede ser fatal: son las mujeres principalmente las que mueren en manos de quien supuestamente las amaba, o bien, bajo sus propias manos en nombre de un amor truncado que no soportan.

No obstante, el príncipe azul existe para todos. Incluso en la superación de los binarismos azul/ rosado de la distribución de los sexos, existe en otros tonos. Porque el príncipe no es sino un decorado para un deseo bastante inadmisible: la adicción humana a la dependencia. El príncipe azul es sólo una forma de cubrir tal deseo, escribiéndolo como la necesidad de ser protegido, salvado por alguien de quien se espera tenga toda el poder y disposición a cubrir todas nuestras necesidades amorosas y vitales. Lo cual trae un doble problema: por un lado, hay uno que se inferioriza (inconsientemente) para crear a un ser todopoderoso en ese humano siempre algo impotente que es el compañero. Y por el otro, hay uno que, o se resiste a ser ese príncipe porque reconoce que no está condiciones, ni quiere responder a toda la demanda de su súbdito, o bien se aprovecha de ese poder que le han cedido y abusa de él. Como sea, se trata de una narrativa desafortunada.

La pasión por el dolor en el amor es obstinada. Hay algo del deseo que no es educable: si así fuera no sólo no habría mal de amor, sino que tampoco adicciones o pasiones inútiles.

"No existe el príncipe azul", "no existe la media naranja" se insiste en esta reeducación sentimental, y lo cierto es que ya lo sabemos de sobra, no obstante, la pasión por el dolor en el amor es obstinada. Hay un núcleo duro, resistente al esfuerzo político. Hay algo del deseo que no es educable, si así fuera, no sólo no habría mal de amor, sino que tampoco adicciones, pasiones inútiles, dietas fallidas. El resto que se resiste a ser enderezado es la sombra oculta tras el príncipe, y que es nuestra verdadera ilusión amorosa: la fantasía del amor materno. No me refiero a nuestra madre de carne y hueso, sino que al modelo de amor infantil, totalitario y demandante. Ese que espera de otro todopoderoso las respuestas, las miradas, los goces. Es la madre fantaseada el verdadero príncipe de nuestros cuentos y pesadillas.

Muchos de los conflictos amorosos bordean este núcleo duro. Las entregas y aprovechamientos de poder, los dilemas del dar y quitar, las pasiones posesivas y encerradas, tienen el olor hipnótico del alimento materno. Por eso se juega con afectos intensos, infantiles, egocéntricos. Se trata de un deseo de dependencia, de dejarse caer en otro, que aunque indecoroso, conlleva un placer. Quizás por ello, hoy aspiramos a una educación sentimental que aspire a controlar estas pulsiones peligrosas.

Pero pretender una pedagogía del deseo para neutralizarlo es un delirio omnipotente de la razón, que no considera el aspecto demoníaco en el amor: que este siempre duele. El amor hipoteca al ego porque nos pone vulnerables, dependientes, aunque nuestros discursos - liberales de izquierda o de derecha- vociferen con orgullo el control sobre las pasiones. El amor no responde a alguna justicia relacional, con o sin príncipe, duele.

Otra cosa es que podamos remover en lo social la distribución del poder, para que no queden los mismos cuerpos de siempre confinados al mundo privado y doméstico, en que el único destino y sentido es lo amoroso. Ese lugar en el que con tanta facilidad nos afanamos en cierta locura.