Cómo aprendí a vivir de nuevo tras la muerte de mi hijo de 23 años

Cómo aprendí a vivir de nuevo tras la muerte de mi hijo de 23 años

Por alguna extraña razón, sentía la necesidad de ver, no, de mirar fijamente la última foto de mi hijo haciendo paracaidismo con traje aéreo. En ella, se podía ver que volaba tan cerca de las copas de los árboles que casi podía tocarlas. No podía dejar de mirar esa foto. "No se va a morir haciendo eso", me dijo mi novio. "No es su destino".

Guardé el móvil, me sentía estúpida por mirar la foto en mitad de la cena. Fue una noche perfectamente normal: cena, televisión y cama. Volví a casa la mañana siguiente, seguí el tráfico a 90 kilómetros por hora en el carril rápido de la autopista interestatal 15 a la altura de Salt Lake City (Estados Unidos). Mi vida por fin había encontrado calma y paz. Mi hija pequeña acababa de empezar una carrera en la Universidad de Georgetown. Mi hija mayor se había casado hacía 11 días en una de las ceremonias más bonitas que había visto nunca y estaba a punto de empezar a trabajar en uno de los bufetes más importantes del país. Mi hijo mediano, Johnny, estaba haciendo paracaidismo en Europa y volvería pronto. Y yo, que por fin me había mudado a la ciudad montañosa de Park City (mi sueño de vivir en la montaña después de que mi última hija se graduara en el instituto se había cumplido), estaba saliendo con alguien. Pero la llamada a las 8:30 de la mañana que contesté con el bluetooth del coche iba a hacer que mi vida cayera por un precipicio tan rápido que daba vértigo.

Reconocí el número inmediatamente. Era el teléfono fijo de Malibú de mi exmarido. Mi cerebro empezó a funcionar a toda pastilla. No podía pasarle nada a Brianna, acababa de volver a Brooklyn después de la luna de miel. Tampoco sería MacKenna, la pequeña, que estaba en la costa este y no en Malibú. Era una hora menos en Los Ángeles. ¿Por qué me llamaba mi ex a esas horas? Sabía que no quería saberlo.

"¿Por qué me llamas?", respondí. "Por Johnny", fue todo lo que me pudo decir él.

"Ay, Dios, se me olvidó renovarle el seguro de rescate internacional. Mierda, va a costar un dineral traerle en un vuelo médico", empecé a desvariar, esperando que esa posibilidad fuera la realidad. "No", me interrumpió.

"Mi hijo se acaba de morir".

No recuerdo qué más me dijo. Mi precioso, divertido e inteligente hijo había muerto con 23 años. Una ráfaga de aire le había matado mientras hacía paracaidismo en traje en una montaña de Suiza. Empecé a gritar y me las arreglé para cruzar tres carriles llenos de coches para parar en el arcén de la autopista. Un agente de policía que circulaba en un turismo se paró delante de mí después de que yo le diera las luces. Todavía no estoy segura de cómo supe que era un policía. No podía respirar, no dejaba de gritar. El agente me preguntó si había recibido malas noticias. Le dije llorando: "Mi hijo se acaba de morir". Mi ex todavía estaba al teléfono. El agente intentó quitar las llaves del coche y quería que me fuera a su coche porque tenía miedo de que me chocara con algún otro vehículo. Le dije que no tenía intención de suicidarme y que no desconectara el teléfono. Al final, me subí en su coche. Intenté enseñarle alguna foto de mi hijo pero, por alguna razón, el móvil no me funcionaba. Le pregunté si tenía algún hijo. Le dije que les tenía que enseñar a jugar al golf. Cosas extrañas y completamente aleatorias. Mi novio llegó y me llevó a casa. No sentía nada, absolutamente nada. Compramos un billete de avión.

Conseguí hablar con el chico que se había ido de viaje con mi hijo y le pedí gritando que no le dejara solo en la montaña. Me mintió y me dijo que no lo haría. Mi vecino, ex piloto de combate, vino a casa y me preparó el equipaje con precisión militar. Cuando llegué a Malibú, no podía abrir la maleta porque me recordaba al momento en el que recibí la noticia. La ducha que me di fue surrealista. No podía encontrarme en esta situación, no era real. Sabía que no podía llorar como una histérica en el avión porque no te dejaban volar si hacías eso. Me mantuve serena hasta el despegue. El hombre que tenía en el asiento de al lado trataba de ignorarme, seguro que se pensaba que estaba loca. Le pedí disculpas y le dije que no estaba loca. Le enseñé una foto de mi hijo y le expliqué que se acababa de morir. Me dejó sus auriculares y me puso The Prayer de Andrea Bocelli. Le di al botón de repetir durante una hora y media (y la elegí para que sonara en el funeral de Johnny). Me acompañó al salir del avión y me sujetó el bolso y la maleta mientras iba al baño. Me acompañó a la salida y esperó que llegaran mis amigas a recogerme. Se dio la vuelta y me dijo adiós con la mano. No sé cómo se llama, pero se lo agradeceré eternamente. Mis hijas tuvieron experiencias similares en sus vuelos. Espero comportarme de la misma manera que estas personas si alguna vez estoy sentada al lado de alguien que necesita ayuda. La amabilidad de los desconocidos...

Los siguientes 12 días los tengo muy borrosos. No se me quitaba de la cabeza la idea de suicidarme. Lo que me pasó después de la muerte de Johnny era que quería estar con él. Sí, tenía dos hijas preciosas delante de mí, pero tenía un hijo que no estaba. Podría haber tenido 15 hijos, no habría importado. Cuando pierdes a uno de ellos, tu cerebro es incapaz de aceptarlo y lo único que necesitas es estar con el hijo que has perdido, aunque sea sólo por un instante. Un último abrazo... El cerebro no manda en esos momentos tan desoladores. El dolor te abruma.

En mi caso, estos pensamientos suicidas no duraron mucho. Cada mañana me despertaba en la pesadilla en la que se había convertido mi vida y que no acababa. Después de las interminables tazas de café venían las pastillas que me daban (menos mal que mis amigos tenían medicinas de todo tipo) y, a estas, les seguían interminables copas de vino. Pero seguía sin poder escapar de la horrible panorama que era mi vida. Mi exmarido fue a Suiza para traer a nuestro hijo. Yo me quedé con mis hijas porque tenía pavor a que se quedaran huérfanas si el avión se estrellaba.

Mi ex trajo sus pertenencias. Todo lo que llevaba cuando se estrelló estaba doblado y roto. Los pastores alemanes de mi hijo no se separaban de su bolsa de viaje. Incluso ellos estaban confusos.

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La gente -mis amigas (algunas cercanas, otras eran más bien conocidas y a otras las acababa de conocer)- me salvó, literalmente. Una vecina durmió entre mi hija y yo esa primera noche. Y, como no quería que vieran toda la sangre que tendría en las muñecas si me las cortaba con la colección de espadas de mi hijo, no me maté esa mañana. En vez de eso, salí fuera y me puse a gritar. Las mujeres que se sentaban conmigo durante las comidas mientras hablaban entre ellas (yo no hablaba mucho) y su energía colectiva me ayudaron a hundirme menos. Podía sentir su energía. Me traían la comida y hacían turnos para hacerme compañía. Me daba la sensación de que el tiempo se paraba y, aun así, me enfadaba que siguiera pasando sin mi hijo. Mi vida se paró y esperaba que el mundo también lo hiciera. No podía enfadarme con mi hijo. Era la persona más pura y auténtica que había conocido. No podía enfadarme con un deporte que apasionaba tanto a mi hijo. Tampoco podía enfadarme con el viento, pero sí podía enfadarme con mi novio.

Nos daba motivos a todos para enfadarnos con alguien. Servía para algo estar enfadados. Y su comportamiento fue horrible. Contuve mi enfado porque sabía que le dejaría en cuanto volviéramos a Utah (eso me proporcionó un plan a seguir para el futuro inmediato y, en esas circunstancias, cualquier plan es un buen plan). No le he vuelto a ver desde entonces. El funeral de Johnny fue precioso, aunque me enfadó tener que asistir. Creía que si no iba no habría funeral y que, entonces, eso significaría que mi hijo no había muerto. No tenía que estar en el funeral de Johnny, no estaba bien. Ir al funeral de tu hijo nunca estará bien. Sin embargo, fue una fiesta que a mi hijo le habría encantado. Cuando aparecieron los sheriffs (como solía ocurrir cada vez que Johnny Strange daba una fiesta) porque había muchas personas (algunas de ellas, borrachas) saltando y remojándose en el océano Pacífico, yo ya me había ido.

No soy una persona a la que le gusten las multitudes normalmente, así que no podía lidiar con tanta gente y con el dolor. Tenía que irme de allí. Durante el funeral, me senté cerca de un antiguo compañero de competiciones de aventura y de su mujer. Habíamos perdido el contacto, pero ellos también habían perdido a uno de sus hijos. Se sentaron conmigo y me hablaron de cómo fueron sus vidas después de la muerte de su hija pequeña. La madre pasó cinco años sin poder mirarse en el espejo. Por extraño que parezca, comprendí la situación inmediatamente porque yo tampoco podía mirarme en un espejo. No podía porque ya no era yo. Dianette había desaparecido. Ya no era la madre de un hijo. No sabía quién era. Pasaron meses hasta que pude mirarme a los ojos con un espejo. Me coloqué la noche del funeral. Y no me vino mal porque no logré formar una frase lo suficientemente coherente como para expresarle a mi novio lo mucho que le odiaba. Tenía que morderme la lengua, incluso cuando me gritaba porque se pensaba que otro hombre estaba ligando conmigo. Sí, estaba obsesionado con que un hombre me estaba mirando en el funeral de mi hijo...

La mañana siguiente me levanté y quería subirme rápidamente al avión para salir pitando de Malibú. Para dejar atrás todos esos recuerdos. Para dejar atrás la realidad. No estaba segura de cómo volvería a la normalidad en Park City, pero tenía amigas que se habían venido conmigo y me animaron a dejar al imbécil de mi novio. Y, probablemente, también se aseguraron de que comía, bebía y no me suicidaba. Vivir en una ciudad nueva en la que sólo unos pocos me conocían y sabían que tenía un hijo me ayudó muchísimo. Pero, a veces, también me molestaba. Durante esos raros momentos en los que podía soportarlo sin derrumbarme, lo único que quería hacer era hablar de Johnny. Poco a poco, dejé que la realidad entrara en mi vida. En ocasiones, sólo durante unos minutos. La negación me funcionó a la perfección durante los primeros tres meses. "Se ha unido a la CIA en secreto" era una de las historias que me repetía una y otra vez. O "está de vacaciones volando (haciendo paracaidismo en traje) por Europa". Cualquier cosa que me ayudara a seguir adelante durante los cinco minutos siguientes.

También me centré completamente en mudarme de la casa que acababa de vender para empezar a vivir en la que acababa de comprar. Lo que necesitaba era hacer cosas. Había contratado a una empresa para que se hiciera cargo de la mudanza, pero llevé todo lo que pude. Lo hice hasta acabar agotada. Los siete meses siguientes consistieron en hacer cajas, deshacer cajas, hacer maletas y deshacer maletas para remodelar la casa. No tenía los medios para vivir de alquiler mientras. Viví en el sótano, entre el polvo de las obras. Estaba encerrada en el sótano tanto mental como físicamente. Era horrible, pero me daba igual. Hasta mis mascotas me miraban con cara de "¿qué narices te pasa?". Nada importaba y me daba igual todo. Casi no llamaba a nadie. Sobreviví haciendo senderismo con mis perros. Descubrí que con publicar un par de fotos en las que aparecía con mis perros de paseo por la montaña daba la impresión de que todo iba bien y de que podían dejarme sola. De vez en cuando, el frío clima me sacaba de mi letargo. Tener dos perros y dos gatos me daba motivos para hacer algo. Me querían y dependían de mí. Vivía sola, así que yo era lo único que tenían y viceversa. Tenía que levantarme de la cama para darles de comer y para sacarles de paseo. Era imposible que me quedara en la cama.

Quería vivir al máximo cada instante de mi vida. Igual que mi hijo.

No podía estar entre una multitud o entre grandes grupos de gente que estuviera feliz. Una de mis amigas me dijo "fíngelo hasta que sea de verdad, sonríe hasta que la sonrisa sea real". Así que eso fue lo que hice. Contacté con médiums. Algunos fueron buenos, otros intentaron timarme. Me encantaban los que tenían tarifas especiales más caras para "madres en duelo". Creo que el karma se ocupará de esa gente. Me leí infinidad de libros que hablaban de la muerte y del alma. El que más me ayudó fue Destino de las almas. Me di cuenta de que ayudar a los demás me hacía sentirme mejor. Puede que sea un cliché, pero me ayudó de verdad. Incluso escribir comentarios alentadores en estados de Facebook me hacía sentirme bien. Sin embargo, una mañana en la que estaba paseando a los perros sentí que no tenía nada. Me daba la sensación de que estaba sobre la faz de la Tierra, pero sin estar viva. En ese instante, decidí que quería vivir y no sólo existir. Quería ir a un concierto y rodearme de mucha gente feliz. Me apunté a una carrera de 240 kilómetros por Sri Lanka (irónicamente, un capitán del Ejército de Sri Lanka corrió conmigo esos cuatro días y se llamaba John...). Me apunté para escalar el Mont Blanc. Acepté ir a Camboya para llevar de compras a unas niñas que vivían en un orfanato. Decidí volver a escalar el Everest. Ya no me daban miedo los tiburones. Ni volar. No tenía nada que perder si me moría. Por eso empecé a vivir de nuevo. Quería vivir al máximo cada instante de mi vida. Igual que mi hijo.

Llegó el día en el que pude salir del sótano y empezar a dormir en mi habitación. Los pintores me llevaron la cama a mi habitación y volví a la luz. Esa noche soñé por primera vez con Johnny desde que había vuelto a Park City. Fue un sueño genial. Poco a poco, volví a la vida. Descubrí quiénes eran mis amigos de verdad y tuve muy poca paciencia con los que me perjudicaban. En ese momento no necesitaba escuchar cómo un amigo se quejaba durante horas de que tenía que llevar a su hijo al médico. Uno se deshace de lo que no es importante. Y no pasa nada. La gente no entendía por qué no acudía a un psicólogo o por qué no tomaba ningún antidepresivo. No entendía que no quería gastar dinero para hablar con alguien que probablemente no había perdido a un hijo. No quería ir a ningún grupo de apoyo porque no quería rodearme de gente triste o deprimida.

Intentaba volver a escalar el precipicio, no volverme a caer. No quería medicarme porque me daba la sensación de que un día tendría que dejar de tomar pastillas y, entonces, tendría que lidiar con mis sentimientos otra vez. Además, tenía dos hijas maravillosas que estaban vivas y necesitaban a su madre. Para mí, sus vidas eran tan importantes como la de Johnny. Si me hubiera hecho daño de alguna forma, ¿qué mensaje les habría transmitido? ¿Que no eran tan importantes para mí? Mis amigas, mis perros y el aire frío de las montañas fueron mi mejor terapia. Y eso es lo que quiero dejar claro, que cada persona lidia con el duelo a su manera y no pasa nada. Mientras no te hagas daño a ti o a los demás, hagas lo que hagas estará bien.

Poco a poco, empecé a centrarme más en la aventurera y maravillosa vida de mi hijo en vez de pensar en su muerte. Visité la montaña desde la que saltó y en la que murió. Dije las mismas palabras cuando llegué y cuando me fui de la montaña Gitschen, y todas eran palabrotas. Y me sentí bien al decirlas. Hice parapente (para intentar sentir algo parecido a lo que sentía él cuando volaba) y, afortunadamente, me aburrió y me entraron ganas de vomitar. También hice algo impensable: vi cómo dos personas hacían paracaidismo en traje aéreo. Al ver a los dos jóvenes pasar por encima de mí a toda velocidad, por fin entendí por qué era la pasión de mi hijo. El poder era innegable, lo podía sentir. Mi hijo podía volar, literalmente. Me eché a llorar al comprender por qué mi hijo lo hacía y por qué no podía parar: porque podía volar como un águila.

Johnny me manda muchas señales y yo las reconozco y se lo agradezco. Sigue siendo una parte de mí y de mi vida. Lo único es que no puedo verle. Sigo siendo madre de un hijo. Cuando la gente me pregunta cuántos hijos tengo, le respondo "tres". Todavía es difícil mirar al cielo por la noche, cuando está lleno de estrellas, porque empiezo a preguntarme en qué parte del mundo estará.

Con ayuda de mis amigas y de mis animales, he escalado y he salido del precipicio, poco a poco. Sigo en una especie de bloque de hielo a la deriva, pero ahora tiene una base estable.

Uno de los regalos de Johnny vino en forma de un hombre increíble. Las señales que Johnny no dejaba de mandarme para que yo supiera que ese era EL hombre empezaron a ser cómicas. Hasta llegué a decir en voz alta: "vale, Johnny, lo he entendido".

La vida está hecha para aquellos que viven...

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Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros.