El coronavirus nos ha robado el mes de abril

El coronavirus nos ha robado el mes de abril

Un hombre durante el confinamiento, en Madrid. GABRIEL BOUYS via Getty Images

Cojo el móvil, abro Facebook y escribo: “El secreto para sobrevivir en la cuarentena es habértela pasado castigado en tu casa la mayor parte de la secundaria”. Los del colegio son los primeros en comentar.

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El mundo nunca se había parecido tanto. Da lo mismo si vives en España, Perú, Costa de Marfil, China o Alemania: casi con total seguridad, la debes estar pasando peor que hace un mes. El coronavirus hace que todas las ciudades sean una sola, y que tu miedo, tu ansiedad y tu aburrimiento, sean iguales al miedo, la ansiedad y el aburrimiento que sienten otras personas con las que no te imaginabas tener algo en común. Hasta ahora.

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“Me hubiera gustado que esta cuarentena hubiera sido cuando eran chicos, para pasar más tiempo con ustedes”. Mi madre escribe eso desde Lima y yo agradezco que no estemos en videollamada para que no vea la cara de tristeza que he puesto al leerla.

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Tal vez no debí curarme nunca del trastorno obsesivo compulsivo y seguir lavándome las manos y la cara unas treinta o cuarenta veces al día. Uno siempre valora las cosas cuando las ha perdido y ya es demasiado tarde.

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Nos entrenaron para producir como máquinas y ahora nos obligan a parar de golpe. Más de uno está haciendo corto circuito.

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Hace dos días nomás les decía a mis amigos -muy de primer mundo yo- que eso del desabastecimiento y las colas en los supermercados son cosas que solo pasan en Perú y no en España, porque aquí son todos muy civilizados y educados y leen libros en el metro y no te apuntan con una pistola para robarte el móvil. Me equivoqué.

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Un vecino saca a pasear a su perrito más veces de lo normal, unas diez por día. No sé si el animalito en cuestión tenga incontinencia urinaria o si es su dueño el que se aprovecha de él para dar vuelta tras vuelta y fumar como loco. Los veo siempre: yo en mi balcón, convertido en mi tía Maruja porque estoy más pelucón y chismoso que nunca, y ellos andando por la calle, con la complicidad de dos amigos que fuman y orinan sin parar.

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Mi madre canceló su viaje a Madrid cuando el coronavirus comenzó a golpear a España. Faltaban solo unos días para tenerla aquí. Y yo que ya me había creado una imagen en la cabeza: el hijo menor, el más torpe y problemático de los tres, yendo a recogerla al aeropuerto como todo un hombre que vive y estudia en el extranjero. Ahora ese hijo torpe y problemático se quedará con las ganas de demostrarle a su viejita que, finalmente, ya no hay que preocuparse por él.

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Joaquín Sabina por fin sabe la respuesta: el coronavirus es el que nos va a robar el mes de abril.

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Nos escriben de Perú para preguntar cómo estamos, incluso amigos con los que no hablábamos en años. Nos piden que no salgamos, que no toquemos nada, que usemos mascarillas, que aguantemos. Es como si estuviéramos en medio de una guerra muy lejos de casa. El número de contagiados y fallecidos es enorme. Ahora mismo, Madrid es más peligrosa que Lima.

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Mis padres fueron al cine en su primera cita. Vieron un documental (eligió mi padre) y mi madre se quedó dormida por la mitad. Lo sé bien, porque nos han contado esa historia varias veces. La película está completa en YouTube y quizás, ahora que me sobra el tiempo libre, por fin me anime a verla. Me pregunto cómo será estar, tantas décadas después, ante las mismas imágenes que ellos vieron en esa primera salida, antes de hacerse novios, esposos, padres de tres y abuelos de cuatro. Lo único que me desanima es el título del documental: Morir en Madrid.

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Sospecho que toda el aula virtual de K acaba de verme pasar por detrás de ella, caminando de puntillas con un pan con jamón en la mano y vestido con mi pijama militar de Call of Duty.

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Salgo a comprar. Camino mirando a todos lados, agitando las bolsas de la compra como banderas blancas para que los policías entiendan que no estoy infringiendo ninguna ley. Llego al supermercado. Aquí todos llevan mascarillas. Yo, que no he encontrado ninguna en las farmacias, me he puesto una especie máscara para correr que me queda demasiado grande y ridícula. Debo verme como un peleador de lucha libre muy-muy-muy enfermo. O como un niño de siete años disfrazado de ninja. El supermercado parece una clínica. Trato de ajustarme la máscara a la cara para no desentonar. Algo debo hacer mal, porque la máscara se cae al piso y quedo al descubierto. Dos señoras me miran a los ojos y se alejan asustadas. Me pongo nervioso. Recojo la máscara y la coloco en su sitio otra vez. Me tapo la boca, la nariz y hasta los ojos. Pero otra vez hago algo mal y la máscara de luchador se cae de nuevo. Ya estoy doblemente nervioso. Atolondrado. Quiero acomodarla bien, atarla por detrás de manera más o menos confiable, y las que se caen ahora son las bolsas de la compra, que a estas alturas ya están llenas con una docena de huevos, pimiento, piernas de pollo, zanahorias y botellas de vino. Se escucha un pequeño estallido de vidrio y líquido que chorrea. Suena a que todo se rompe ahí dentro. Todo. Debo ser el peor ninja del mundo. Prefiero no ver. Recojo las bolsas y voy a la caja para pagar dieciocho euros con cincuenta por un desastre. La máscara la llevo en la mano y la vergüenza me cubre la cara.

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Mientras en España suenan cacerolas en protesta contra el gobierno, en las ventanas y azoteas de Perú le cantan feliz cumpleaños al presidente Martín Vizcarra, por lo bien que está haciendo las cosas.

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Son las ocho. Todos aparecen muy puntuales en sus balcones para aplaudir. Yo no. Me quedo en casa esta vez y los escucho sentado en el piso, detrás del sofá, casi escondiéndome de ellos. Mañana espero salir de nuevo, pero hoy no puedo o no quiero. Hace unas horas anunciaron que el número de contagios y fallecidos sigue altísimo y que el estado de emergencia se alargará hasta el 26 de abril. En un inicio se habló de fines de marzo, pero ya vemos que no. Supongo que eso me ha afectado más de lo que acepto. Supongo que es normal que me afecte. Es tan ridículo. Soy tan ridículo. Afuera mueren miles de personas, caen en la oscuridad sin despedirse de sus familias, con miedo, tanto miedo. Y yo aquí lo único que tengo que hacer es sentarme y esperar a que los demás derroten al virus. Como un cobarde. Como un inútil que sobrevive.

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Me sorprende o bueno, en realidad no me sorprende para nada, lo bien que K está tomando esto. Mientras R, o sea yo, me demoro varios-demasiados días para coger el ordenador y escribir, ella sigue conectada todo el día a su trabajo, a las clases del máster, y además se las arregla para aprender a cocinar nuevos platos, hacer un puzle de mil piezas en solo unos días y leer una novela de quinientas páginas en dos noches. A eso hay que sumar que me soporta en este pequeño espacio, todos los días, con todas mis manías, neurosis y pesadillas en mitad de la noche, pero también con mis bailes idiotas que la hacen reír y el café con leche que le preparo al despertar. Cuando se lo doy, caliente en una taza de perrito que le regalaron sus amigas en Madrid, y ella sonríe (me sonríe), algo dentro de mí me dice que hoy será un día mejor que ayer. Y que ya falta menos.