El jardín de los espejos

El jardín de los espejos

Era verano cuando entré por primera vez en una de aquellas cuevas. Recuerdo muy bien el cambio de la luz a la oscuridad, el salto de temperatura en un escalofrío de ropa veraniega, el silencio repentino, el suelo resbaladizo, la sensación de que me había tragado una ballena como a Jonás, como a Pinocho. A pesar de ser una niña había oído hablar mucho de ellas, sobre todo de Altamira, por eso sabía que en sus paredes encontraría bisontes, ciervas y caballos y que las manos que los pintaron tenían miles de años. La cueva era La Pasiega, situada en un monte que se llama El Castillo y que tiene una extraña forma cónica. Parece una de esas pirámides mayas comidas por la selva, pero está en Cantabria. Dicen que fue santuario desde tiempo inmemorial, que allí se han adorado a todos los dioses antiguos. Algunos creen que es un lugar mágico, por eso los hombres y mujeres que habitaron el valle hace tanto tiempo dejaron allí sus pinturas: para que nosotros lo supiéramos también.

Solo tenía 13 años y nunca había visto nada igual. Los colores rojos, negros. Las figuras de animales sobre las estrías de la roca, en relieve. Los signos misteriosos con puntos y líneas geométricas formando una vulva. Luego vimos las manos, como la firma de alguien que dice “estoy aquí desde hace miles de años, mírame, tengo una historia que contar.” La roca parecía un espejo en el que veía mi propio reflejo: tenía esas mismas manos, esa misma vulva, porque esos seres humanos eran iguales a mí y se pintaban y me pintaban. Como yo, querían contar algo. Porque entonces no sabía casi nada, quizá solo una cosa: que quería contar cuentos, vidas imaginadas, aventuras fantásticas como las que leía a todas horas, incluso por la noche alumbrando el libro oculto bajo las sábanas de la cama con una linternita, sin que nadie lo supiera. La cueva de La Pasiega que vimos -también- a la luz de las linternas, lleva décadas cerrada, solo se permite la entrada a los investigadores. Otras dos cuevas permanecen abiertas al público en el monte de El Castillo, donde aún se puede ver, y hasta sentir, la primera imagen creada por el ser humano.  

Puede que el empeño por desvelar un misterio sea una marca de nuestra condición humana.

Muchos años después, descubrí una nueva imagen misteriosa. Era La decapitación de Holofernes de Artemisia Gentileschi y estaba en la Galería de los Uffizi en Florencia. A pesar de mi fascinación por los artistas barrocos, nunca había oído hablar de ella. Una artista que no aparecía entre las páginas de mis libros de Historia del Arte: ¿por qué no? Busqué entonces a la pintora que había estado oculta como tantas otras artistas, conocí su obra y supe que en 1612, durante el famoso juicio contra su violador, el tribunal quiso saber si decía la verdad interrogándola con un instrumento de tortura -a ella, no a él- que aprieta los dedos con cuerdas. Un suplicio aún más brutal para una pintora porque su talento y su oficio dependían de sus manos. Entonces recordé las manos desconocidas de las cuevas del monte de El Castillo. La historia estaba ahí, en las manos de artistas sin nombre, olvidados, misteriosos.

Puede que el empeño por desvelar un misterio sea una marca de nuestra condición humana. Yo misma ignoro qué me empujó a escribir El jardín de los espejos, eso también resulta misterioso. Las narraciones parecen haber estado ahí desde siempre y mucho antes que nosotros, atravesando el tiempo como fantasmas, intentando salir de nuestra imaginación como de la oscuridad de una cueva o de una casa abandonada. Por eso no estoy segura de que esta novela surja de las manos milenarias de la cueva ni de las leyendas del monte de El Castillo, tampoco de la Judith pintada por Artemisia, pero puede que el reflejo de estas imágenes sí que esté dentro del paisaje y los personajes de El jardín de los espejos y viva con ellos dentro de la novela. En realidad, son los lectores y lectoras quienes tienen que intentar descubrir ese misterio, no hay más que ponerse delante del espejo y entrar hasta lo más hondo de la cueva: les espera una historia.

Pilar Ruiz es autora de El jardín de los Espejos (Roca Editorial, 2020).