El país de Vox
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La vida es desigualmente interesante. Conozco personas a las que Guerra y paz les debe parecer carente de contenido y otras a las que las Páginas Amarillas les deben resultar interesantísimas, pero en general el transitar este valle de lágrimas nos da suficientes alegrías y tensiones como para que la ficción y las noticias, esos dos territorios que últimamente comparten accidentes geográficos, estén en un segundo plano. El caso es que, siendo nuestras vidas intensas, hemos decidido que hay que externalizar culpas y méritos y hemos decidido hacerlo en las personas de nuestros políticos. Es nuestro fracaso y su éxito.

En principio es normal. De ellos dependen medidas que afectan a nuestro día a día como las políticas fiscales en el ámbito nacional y las normas urbanísticas en el local pero a veces sobredimensionamos su importancia pasando del plano racional al emocional atendiendo a la antiquísima historia del homo políticus y su relación con el votante, pero también a las nuevas formas de marketing electoral. La gente siempre ha defendido a su político desde la ideología y desde las tripas, pero en las últimas décadas las tripas van ganando desde el desarrollo de una doctrina filosófica decimonónica de raigambre norteamericana, el pragmatismo y su continuación, el neopragmatismo. Michael Rorty es su principal exponente y viene a defender, grosso modo, que la verdad no es tanto la que es como la que funciona. Rorty, como bien ha escrito José Luis Marzo en esa belleza de libro que es La competencia de lo falso. Una historia del Fake (Alianza) defiende que las teorías o enunciados son verdaderos porque los aceptamos, no porque sean ciertos. Es decir, la verdad es lo que elegimos que sea la verdad.

Esta forma de pensar me interesó relativamente hace 15 años pero no fue un tema que considerase central. Hoy entiendo que es la responsable última de la difusión de la posverdad. El pragmatismo a la hora de definir la verdad hace que los más pragmáticos elijan la verdad más expeditiva y ese es el paso previo a la posverdad, una lectura de los hechos basada en lo que queremos que sean las cosas, no en lo que son. Ese pensamiento pragmático es el responsable de que cuando la posverdad se llame mentira el neoliberalismo la venda como verdad. Una verdad que es verdad porque la sentimos verdad, no porque sea verdad.

En este terreno de juego nos ponemos una de las camisetas y empezamos a jugar. De entrada jugamos duro porque defendemos nuestros colores en camisetas que venden otros. Jugamos para otros, no cabe duda, al defenderlos con la dureza que exige un guión impuesto por medios de comunicación que tienen parte en la venta de camisetas, por seguir con los símiles futbolísticos. Vamos al tobillo porque no es nuestro rival el de la otra camiseta, es nuestro enemigo pese a no serlo, pese a ser el enemigo del que vende nuestras camisetas, y ni siquiera.

Llevar armas no nos hace libres, nos hace peligrosos. Si un día en España se aprueba semejante barbaridad mi familia y yo nos iremos a vivir a otro.

Defendemos a nuestro político muy por encima de nuestra ideología porque a veces no tenemos ideología que no sea comulgar con esa verdad relativa que se nos propone y en la que entran afinidades emocionales, religiosas o no, económicas o no, culturales o no. Al defender a nuestro político atacamos al otro más allá de las formas y desarrollamos un odio visceral que tal vez no sea tan malo, que quizá tenga ese efecto terapéutico que tiene el odiar al Madrid o al Barcelona según sea el credo futbolístico de cada uno. El odio une mucho más que el amor, eso lo sabía muy bien Elías Canetti y parte del fin de esas verdades intuitivas que acuña la nueva política consiste en que odiemos al rival haciéndolo nuestro enemigo.

Llamar coletas a Pablo Iglesias y soltar veneno con su “casoplón” no tienen nada que ver con el juego político, alegrarse del puñetazo que le dio un tarado a Rajoy tampoco, pero acaban asumiendo un papel en este juego. No todos juegan con la misma intensidad y esto se hace evidente con la continua pillada a Vox. Ellos son los campeones de estas verdades intuitivas. Cuando Estados Unidos era el gran país que quiso ser, la inmigración era riqueza. Hoy, en esa debacle moral que viven, el inmigrante es la forma de esconder las miserias propias y ese discurso lo ha heredado un partido que llega al punto de copiar el eslogan de Trump: hacer España grande otra vez. Si fuese solo esto no habría problemas, pero van asumiendo el ideario del obeso empresario a un ritmo vertiginoso sin pararse a pensar mucho, simplemente copian los enunciados de Steve Bannon.

En Francia o Italia los fascismos van definiendo matices propios: aquí se compra lo que dicen ellos y punto, llegando a un extremo aterrador defendiendo la libertad de uso de armas en un país que no tiene problemas de violencia generados en Estados Unidos por esa anacrónica percepción de la extrema derecha de la libertad del uso de armas. Llevar armas no nos hace libres, nos hace peligrosos. Si un día en España se aprueba semejante barbaridad mi familia y yo nos iremos a vivir a otro. No queremos vivir en esa España, no es en la que crecemos, la que amamos en sus grandezas y miserias, no es nuestro país aquel en el que cada uno puede matar a otro con esa facilidad. Ese país no es España, es una idea copiada de Estados unidos basada en la falta de rigor, en la ausencia de respeto a la verdad y en el odio.

El país de Vox no es el mío.

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