'El plan': hombres agraviados e impotencias masculinas

'El plan': hombres agraviados e impotencias masculinas

Hay en toda esta corriente de hombres enfadados un deseo, tal vez no expresamente manifestado, de volver al pasado.

Cada vez es más habitual encontrar en la pantalla relatos que nos muestran la profunda crisis que sufrimos los hombres en este siglo en el que las mujeres están protagonizando la cuarta ola feminista. Tal y como explica Michael Kimmel, en su recientemente traducido al castellano Hombres (blancos) cabreados, la pérdida o como mínimo el deterioro de la que fue nuestra función principal durante siglos, la de proveedores, junto con la progresiva e imparable emancipación de las mujeres, están dando lugar a una especie de sentimiento de agravio entre buena parte de la mitad masculina. Un agravio que se proyecta en muchos casos en reacciones iracundas y en violencias múltiples, así como en discursos políticos que, como ya estamos sufriendo en nuestro país, institucionalizan y legitiman la cultura machista. Hay en toda esta corriente de hombres enfadados un deseo, tal vez no expresamente manifestado, de volver al pasado, a esos tiempos en los que los papeles de ambos sexos estaban claramente delimitados a nuestro favor. De ahí que el feminismo suponga para ellos una amenaza. Entre otras cosas, porque esa apuesta por el futuro implica pérdida de privilegios, una inevitable incomodidad y la tarea, con frecuencia penosa, de quedarse desnudo frente al espejo.

El plan, película en la que Polo Menárguez adapta la obra teatral del mismo título, nos presenta precisamente a tres hombres que se hallan en ese momento crítico que ellos intentan siempre trasladar hacia afuera, cuando realmente el problema está dentro de ellos. Gracias a tres actores que logran transmitirnos con verdad los dilemas de estos tipos desnortados –Antonio de la Torre, Raúl Arévalo y, sobre todo, un Chema del Barco al que yo le daría  todos los premios–, el espectador, y lo escribo adrede en masculino, se sitúa frente a un magnífico ejemplo de ese pozo aparentemente sin fondo en el que están encerrados una buena parte de los hombres de este siglo. Perdidos sus trabajos, dependientes de sus mujeres no solo desde el punto de económico, y sin herramientas emocionales con las que enfrentarse a unas vidas en las que han perdido el estatus que les correspondía por naturaleza, la mañana que comparten los tres amigos supone un recorrido acelerado por todas sus discapacidades, miedos y lastres. Unos lastres que, en su mayoría, tienen que ver con un modelo de masculinidad que los educó, siguiendo el ejemplo de los dioses, para la omnipotencia. Y no me refiero solo a la que reside en el corazón de sus braguetas.

Hay en toda esta corriente de hombres enfadados un deseo, tal vez no expresamente manifestado, de volver al pasado.

El inesperado, o no tanto, final de la película, remata a la perfección el hondo examen que los guionistas y el director nos han puesto delante de nuestros ojos. Es el cierre de círculo perfecto porque conecta la masculinidad agraviada con la violencia, la minoría de edad emocional de los varones con su incapacidad para gestionar los fracasos, los barrotes de la jaula en la que están con la manera más torpe y dramática que muchos encuentran para salir de ella. El plan, en su aparente modestia, y a pesar de las limitaciones que pueden suponer sus débitos teatrales, se convierte así en una dolorosa radiografía, por más que en muchos momentos sonriamos con los protagonistas, de la pérdida de rumbo de unos hombres que, de repente, parecen encontrarse sin manual de instrucciones para sus días. O peor aún, que sin que sean conscientes de su parte de responsabilidad, insisten en echar balones fuera. Las historias cruzadas de Paco, Ramón y Andrade, que en algunos momentos parecen decirnos que están tan rotos por dentro que necesitan abrazos que los sanen, nos hablan del presente de una masculinidad que pide a gritos una revolución pacífica. La que nos vaya despojando del machito que todos llevamos dentro y que ha de empezar por colocarnos frente al espejo, sin uniformes, sin ira, con la humildad necesaria para entender que nuestra crisis no es un maleficio inspirado por las “brujas” feministas.

Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor.