¿Están locos estos ingleses?

¿Están locos estos ingleses?

El desafío es enorme, y la situación cada día más grave.

Una rotesta contra Boris Johnson en el Reino Unido. Toby Melville / Reuters

Decenas de miles de personas se manifiestan en Londres y en todas las grandes ciudades del Reino Unido contra lo que ya se llama popularmente ‘el golpe de Johnson’. Así lo dicen cientos de pancartas y carteles: ‘paremos el golpe’, ‘defendamos la democracia’. Un ex primer ministro conservador, John Mayor, también se ha sumado a la ‘resistencia’.

Sin embargo, parece que el sentimiento más generalizado es el estupor, la estupefacción. Muchos británicos parecen no entender lo que ha pasado. No conciben que su ‘premier’ haya comprometido a Su Graciosa Majestad, que siempre ha mostrado una exquisita neutralidad política, con el decreto del cierre del Parlamento. Una artera y deshonesta maniobra para evitar, por la puerta de atrás, que los diputados y lores, incluidos los de su  partido, tengan tiempo para armar el método para impedirlo. 

El ambiguo y timorato y gris líder laborista, Jeremy Corbyn, que ha evitado hasta ahora comprometerse claramente en el conflicto de ‘la salida’, para no romper la unidad en sus filas, ha llamado a “luchar para defender la democracia”. Mientras, se repite una consigna, que han recogido los informativos: “si cierra el Parlamento, cerramos las calles”.

Todo indica que el displicente e histriónico personaje que los tories eligieron para suceder a Teresa May, a la que echaron sin contemplaciones porque la vieron demasiado tibia y entreguista con Bruselas, no midió bien las consecuencias que iba a tener su filibusterismo desde el 10 de Downing Street.

“¿Y esto es la famosa flema británica?”, me preguntaba retóricamente un empresario jubilado. “Esto –prosiguió– no es flema, es un escupitajo a la democracia inglesa”. Y a la imagen del país. 

Es cierto que Sigmund Freud dejó dicho que “el primer humano que insultó a su enemigo, en vez de tirarle una piedra, fue el fundador de la civilización”, pero Boris Johnson, además de frecuentar los andurriales  del insulto y la mentira mendaz, que alcanzó niveles de gran perfección en la campaña contra la Unión Europea, está tirando piedras… contra su propio tejado. 

Para mí que fue en el siglo XX cuando los ingleses empezaron a entrar en el selecto club de los demócratas ejemplares; un modelo de democracia, seria, tolerante, y con mucho fair play, aunque asimismo con muchas y muy productivas colonias; un respeto escrupuloso a las reglas del juego parlamentario... Este prestigio, la sede oficial de la famosa ‘flema británica’, fue en general el mundo de la Corte de Su Majestad, y la política. Aunque el respeto a las reglas muchas veces convivía con el insulto soez si bien revestido de formas más o menos educadas. 

Pareciera que algunos tienen como asesores a Mas, Puigdemont, Torra, Junquera, Rufián, Iglesias, Monedero…

El Parlamento de Westminter da fe de ello. Lo que ocurre, a diferencia de otros países, es que las trapacerías, trucos y sarcasmos se contabilizaban como inherentes al parlamentarismo. Las más aceradas críticas, las ironías más vitriólicas y despiadadas con el contrario se tomaban como la prueba de que el duelo verbal era mucho más sano que el duelo a pistola.

Pero muy probablemente la fama moderna les vino en la primera mitad del siglo XX, y por su comportamiento, sobre todo, de resistencia y ataque al nazismo, guiados por el hasta entonces polémico y desacreditado tras el desastre naval de Galípoli en Turquía, en 1915, Winston Churchill.

Fue él quien con su resistencia, “sangre, esfuerzo sudor y lágrimas”, con su actividad, con su humor, con su malhumor, con su llamamiento a la lucha, mientras el premier Charberlain y Lord Hallifax predicaban el ‘apaciguamiento’ con Hitler, que podría haber degenerado en un colaboracionismo con los nazis como el del mariscal Petain en Francia, lavó buena parte de un pasado nada ejemplar. Eso sí, bien blanqueado.

Han sido muy patriotas, y muy hábiles de fabricar una realidad paralela y conseguir que lo que podía haber sido una ‘leyenda negra’ sea una sucesión de valerosas epopeyas y novelas ejemplares.

Desde las persecuciones religiosas, la decapitación del rey Carlos I en 1649 tras la guerra civil Inglesa por los rebeldes de republicano Oliver Cromwell, que creó, brevemente, la Mancomunidad de Inglaterra (Commonwealth of England); la decapitación de dos de sus esposas por Enrique VIII y su reinado del terror, la organización de la piratería (con personajes tan sobresalientes en el oficio como Francis Drake y John Hawkins) como parte esencial del PIB del reinado de Isabel I, el robo de antigüedades organizado allí dónde pudieron (se trajeron hasta monumentos enteros o despiezados de Grecia y Egipto); la colonización con el cañón como principal argumento ya en la edad contemporánea; la creación de Israel traicionando a los palestinos, que convirtió Oriente Medio en un Polvorín; la chapucera, incompetente e irresponsable descolonización de India, otro polvorín…

Pero, ‘pelillos a la mar’. Tras la II GM el ayer que convenía olvidar se olvidó.

El Estado de bienestar europeo tuvo en el Reino Unido algunos de sus mejores ejemplos: el sistema nacional de salud, ahora en crisis, los ferrocarriles, ahora privatizados y en crisis, las pensiones….Y mucho, mucho, fair play y auto alabanzas.

De repente, en unos años, el espejo se ha llenado de manchones de óxido. Desde que Margaret Thatcher gobernó sin complejos. La pérdida del imperio nunca fue asumida. Se relegó a un lugar en el corazón. Una nostalgia poderosa, que cristalizó en la guerra de las Malvinas y que ha sido la gasolina que ha venido moviendo el motor de la eurofobia.

Ahí, en este punto, Inglaterra se ha partido en dos, en bandos casi simétricos, por ahora: uno que mira para el pasado, y a las glorias que fueron, aunque sea en la imaginación, y otro que mira hacia el futuro no imperial sino imperioso, una Unión Europea fuerte que resista los riesgos que ya asoman en el horizonte del ‘gran juego’ de la política  internacional y el desaforado y guerrero interés geoestratégico y comercial de las grandes potencias, que están o que están emergiendo.

Y justo en un momento crítico: cuando la mediocridad y  la ineptitud han dominado la política británica. David Cameron fue un incompetente osado que convocó un referéndum sobre la permanencia o la salida, el Brexit, de la UE. Nigel Farage y Boris Johnson, dos caraduras cum laude que aprovecharon la circunstancia y montaron una fábrica de mentiras, que no tuvieron reparos ni remilgos en reconocer –¿flema o mala baba?– cuando ganaron el referéndum. Un líder socialista, Corbyn, que no ha estado a la altura de la circunstancia histórica, un dubitativo tacticista que hace equilibrios imposibles para contentar a los del sí; una ex primera ministra, Theresa May, que sucedió a David Cameron, que no consiguió cuadrar el infernal laberinto en el que se habían metido, ellos solos y por su propio pie, los conservadores. Y sobre todo, Boris Johnson, al que no hace falta poner en futuro lo de “por sus hechos los conoceréis”.

Mientras más pinocha, con perdón, le echa Johnson al incendio, más arde la calle, y Westminter.

El desafío es enorme, y la situación cada día más grave. Pareciera que algunos tienen como asesores a Mas, Puigdemont, Torra, Junquera, Rufián, Iglesias, Monedero… Ante la actitud altanera y belicosa del nuevo e ‘increíble’ Premier, que planta displicente los zapatos en la mesilla de centro del despacho de Emmanuel Macron, dispuesto a dejar el futuro de Reino Unido al albur del humor tuitero de Donald Trump, los británicos se encuentran en una encrucijada diabólica.

Como en la ‘canción del pirata’ de Espronceda, “Asia a un lado, al otro Europa, y allá, a su frente, Estambul”. Habría que poner América al principio, para reflejar con exactitud la situación actual, pero vale la intención…

Mientras más pinocha, con perdón, le echa Johnson al incendio, más arde la calle, y Westminter. El ‘golpe’ puede ser el elemento decisivo para aumentar el número de defensores de ‘parar al reloj’ y de los que plantean un segundo referéndum, con todas las cartas verdaderas, y no solo las falsas, sobre la mesa. Tampoco habría  que descartar una moción de censura por la vía de urgencia. Este iceberg se ve muy claro en la proa.

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Empezó dirigiendo una revista escolar en la década de los 60 y terminó su carrera profesional como director del periódico La Provincia. Pasó por todos los peldaños de la redacción: colaborador, redactor, jefe de sección, redactor jefe, subdirector, director adjunto, director... En su mochila cuenta con variadas experiencias; también ha colaborado en programas de radio y ha sido un habitual de tertulias radiofónicas y debates de televisión. Conferenciante habitual, especializado en temas de urbanismo y paisaje, defensa y seguridad y relaciones internacionales, ha publicado ocho libros. Tiene la Encomienda de la Orden del Mérito Civil.