La ciudad no va a morir, pero el coronavirus muestra que tiene que cambiar

La ciudad no va a morir, pero el coronavirus muestra que tiene que cambiar

Lo que va quedar y lo que no después de la pandemia.

Times Square vista de noche desde un helicóptero.Getty

Para qué se necesitan torres de oficinas si todos estamos en videollamadas. Quién volverá a subirse a un vagón de metro lleno. Qué pasará con los restaurantes a los que no se puede ir, a los que no se sabe ya si se quiere ir, con lo calentito y bien empaquetado que llega todo a casa. Cómo será, en resumen, el futuro de unas ciudades convertidas por el coronavirus en enormes esponjas de enfermedad y miedo, en “ratoneras” de las que muchos dicen querer escapar.

La pandemia ha recordado a los habitantes de las ciudades la enorme imperfección del lugar en el que viven. Pero las cifras no mienten: según datos de UN-Habitat, la urbanización del mundo seguirá avanzando en la próxima década y más del 60% de la población vivirá en núcleos urbanos en 2030. La ciudad no ha muerto y no va a morir, dicen los expertos, aunque la crisis actual demuestra que tiene que cambiar.

“El covid los ha puesto en el escenario de una forma más dramática”, explica el arquitecto Patxi Mangado a El HuffPost, “pero los problemas de desigualdad, de injusticia, de dificultad para el acceso a la vivienda, de déficit de espacio público… ya estaban y siguen siendo los mismos”. Su colega Belinda Tato apunta que “algunas cosas van a cambiar, otra cosa muy distinta es que cambie lo que deseamos que cambie”.

Futuro = tradición mejorada

Quizás la ciudad post-coronavirus solo sea la ciudad que tenemos (al menos en Europa) pero un poco más flexible. “En el fondo, la ciudad tradicional es la más justa y de las más sostenibles que hay”, asegura Mangado, patrono fundador de la Fundación Arquitectura y Sociedad. Él, convencido de que la arquitectura y el urbanismo deben ser un instrumento de justicia social, pone su ilusión en que los edificios se rehabiliten o construyan con esos objetivos, justicia y sostenibilidad, como leitmotiv.

En el fondo, la ciudad tradicional es la más justa y de las más sostenibles que hay
Patxi Mangado, arquitecto

Del edificio a la manzana, de la manzana al barrio… en un escalado que transformaría la ciudad que es en algo más parecido a la ciudad que debería ser. La clave son las viviendas, la causa fundamental de que durante la pandemia se haya exacerbado lo que Francisco Fernández-Longoria llama “malestar urbano”. Este reputado arquitecto dentro y fuera de España se refiere a La peste para explicar lo que ha pasado. “Lo que describe Camus es que al encerrarse salen todas las verdades a la luz”.

Confinados en casa, los ciudadanos han echado en falta más espacio, más terrazas o balcones, más espacios intermedios que no sean la calle pero tampoco la intimidad. Precisamente lo que no tiene el parque de viviendas en España, plagado de “infraviviendas” construidas los años sesenta y setenta del siglo XX. “Viviendas pequeñas, energéticamente pobres, de muy mala calidad constructiva”, las describe Gustavo Romanillos, coordinador del Máster en Ciudades Inteligentes y Sostenibles de la Universidad Complutense de Madrid.

Él cree que hay que actuar sobre esa situación “mediante la rehabilitación. En un país con un crecimiento demográfico tan bajo como el nuestro, no hay que pensar en la maravillosa casa del futuro, sino en cómo vamos a hacer más habitables las casas que ya tenemos”. Belinda Tato coincide con él, pero advierte: no todo lo que atañe al futuro de la ciudad puede resolverse sólo desde la vivienda.

Ella, arquitecta de prestigio internacional y profesora en Harvard, cree que es “un tema de cirugía, reinventar el código para que todo lo que vayamos haciendo sea en línea con el futuro”, explica. Habla de gestión de agua y energía, habla de temperatura, de espacios comunes, de espacios para la naturaleza… “No podemos esperar a que llegue el presupuesto infinito que nos permita hacerlo todo; hay que hacerlo poco a poco, pero desde ya”, urge.

La ciudad que se sana a sí misma

Colgada como pelele del pitón del coronavirus, la humanidad ha sido consciente de su vulnerabilidad y debería pensar en las crisis que vendrán. “Somos tan interdependientes que no somos capaces de mantenernos por nosotros mismos si falla el sistema. ¿Qué pasaría si empezáramos a pensar en un edificio, en una manzana más autosuficiente en cuanto a la generación de sus propios recursos?”, se pregunta Tato.  

En China caben proyectos tan ambiciosos como el del arquitecto español Vicente Guallart, bautizado como “la casa post-covid”: estructura de madera, capaz de generar sus propios recursos, con espacios compartidos para el trabajo y la socialización y con impresoras 3D para fabricar utensilios o mascarillas. Es lo suficientemente espectacular como para llenar cualquier expectativa sobre lo que el futuro debe ser, pero presenta un peligro: dar forma a una ciudad de edificios cerrados sobre sí mismos.

“La burbuja se acaba convirtiendo en una muralla económica y de clase. A mí me gusta la ciudad como un espacio vibrante, democrático, multicultural. Para mí ese es el modelo, una ciudad multicapa que pueda escalarse a partir de edificios pensados para la autosuficiencia pero también para el contacto con los otros”, explica Tato.

Ese modelo es, además, el que es capaz de una mayor flexibilidad y, quizás, el mejor preparado para adaptarse a unas rutinas urbanas transformadas, en las que el espacio del día a día queda reducido, en la que la presencialidad pierde fuerza y en la que la tecnología resuelve algunos de los problemas de organización que los núcleos urbanos arrastraban. Es el modelo de ciudad que se reconstruye a sí misma para adaptarse o sanarse a sí misma.

En realidad, siempre ha sido así. Como apuntaba recientemente la arquitecta e historiadora Beatriz Colomina, “la historia de la ciudad es la historia de las pandemias”. Detrás de la gran reestructuración que Haussmann y Napoleón III llevaron a cabo en París en el siglo XIX estaba el deseo de escapar del cólera y la tuberculosis. La ciudad argentina de La Plata se fundó en 1882 como ejemplo perfecto de “la ciudad higiénica”.

El alcantarillado, los edificios de techos altos, los grandes ventanales, la utilización masiva de materiales como el acero inoxidable… son parte de la historia de la ciudad en su carrera por escapar de las miasmas y la muerte. Está por ver qué huellas deja en ella el afán por librarse del coronavirus.