Gaza, 5 años después de la guerra: ni más apertura, ni más esperanza

Gaza, 5 años después de la guerra: ni más apertura, ni más esperanza

La operación 'Margen Protector' golpeó la conciencia del mundo en el verano de 2014. Pero luego, como el que oye llover...

Unos niños juegan en un momento de tregua entre las ruinas de unas casas en el barrio de Shejaiya, en Gaza, el 17 de agosto de 2014. THOMAS COEX / AFP / Getty Images

Hace cinco año, el mundo parecía que sólo tenía ojos para Gaza. La ofensiva de Israel contra la franja palestina, bautizada como Margen Protector, copaba todas las portadas, todas las aperturas de los telediarios, los debates encendidos en Twitter. Hoy, 26 de agosto, en el aniversario del alto el fuego que puso fin a 50 días de terrible guerra, vemos que todos aquellos lamentos, todos aquellos focos, sirvieron de poco. Apenas nada ha cambiado y la esperanza es aún menor para sus 1,8 millones de habitantes.

El balance fue demoledor: más de 2.300 palestinos y 71 israelíes (66 militares) muertos, casi 12.000 heridos (casi el 95% en Gaza), 18.000 viviendas palestinas destrozadas y 40.000 seriamente dañadas, medio millón de desplazados internos sin hogar, 216 escuelas gazatíes dañadas por los bombardeos, como 73 hospitales y centros de salud. Son datos de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA por sus siglas en inglés) de Naciones Unidas.

El acuerdo entre las milicias palestinas (Hamás, Yihad Islámica) e Israel para cesar el fuego cruzado (5.200 bombardeos aéreos o ataques terrestres de Israel, 4.562 lanzamientos de cohetes desde suelo palestino) puso fin a una ofensiva de 50 días que ya nadie soportaba más. Entonces, los compromisos parecían prometedores para los castigados ciudadanos de Gaza: una flexibilización del cerco que imponen en el territorio Israel y Egipto desde 2007, cuando Hamás llegó al poder, y que lo cierra como una jaula por tierra, mar y aire; la apertura de pasos fronterizos para la entrada de ayuda médica y material de construcción (vetado por Tel Aviv, que cree que puede usarse con fines terroristas), o la reconstrucción de infraestructuras esenciales para la vida, como la central eléctrica y la depuradora de agua, ambas dañadas por los ataques de 2014.

En octubre de aquel año, una cumbre de donantes celebrada en El Cairo (Egipto) logró que las potencias del mundo se comprometieran a poner sobre la mesa 5.400 millones de dólares (4.800 millones de euros aproximadamente), mil más de los que inicialmente se habían calculado como esenciales. El dinero iría plenamente destinado a la reconstrucción.

Lo prometido, lo hecho

¿Qué queda de todo eso, pasados cinco años? Poco. El dinero, si empezamos por el final, llegó con cuentagotas. Pasados dos años, Naciones Unidas confesó que no había llegado más que el 27% de lo prometido. Ahora, en 2019, el porcentaje llega a la mitad. Eso lleva a que hoy haya casi 30.000 palestinos sin hogar, repartidos entre casas de familiares y centros de asistencia de la cooperación internacional.

El 80% de la población depende hoy de la ayuda internacional, el 90% del agua no es apta para consumo humano (al único acuífero le queda menos de un año para estar inservible), la inseguridad alimentaria afecta casi al 60% de los hogares, tres de cada 10 vecinos no tiene empleo, cuatro de cada 10 vive por debajo del umbral de la pobreza y se calcula que en dos años, en 2020, la franja será “inhabitable”. El deterioro de la situación se aprecia, por ejemplo, con este dato: si en 2000 UNRWA, la Agencia de la ONU para los Refugiados Palestinos, atendía a 80.000 personas, hoy son 800.000 las que necesitan de la agencia para tirar hacia adelante.

Justo en 2014, antes de esa última gran ofensiva israelí, la ONU ya afirmaba que había un déficit de 400 escuelas, 800 camas de hospital y más de 3.000 doctores y sanitarios. Tras ese verano, cuando las tropas de Israel destrozaron 17 hospitales, 56 ambulatorios y 45 ambulancias, además de los más de 200 colegios, las necesidades se multiplicaron.

Más allá de que llegue o no todo el dinero garantizado por los donantes, el problema es que no puede entrar el material necesario para levantar lo tirado o hacer infraestructuras nuevas. La prohibición de la importación de materiales de construcción por el Gobierno de Israel es una de las principales rémoras que impone el bloqueo, largo de 12 años ya. UNRWA denuncia en uno de sus últimos informes de situación que “está ralentizando el proceso de reconstrucción, ya que la importación sólo es posible tras un largo proceso de aprobación, para aquellos proyectos dirigidos por la ONU, pero no para el programa de asistencia en efectivo para que los refugiados puedan reconstruir sus propios refugios”. 

Uno de los principales problemas es, también, el combustible, sin el que no hay coches pero tampoco generadores que hagan llevaderos los cortes de luz: con una única central eléctrica funcionando a medio gas, atacada en las tres últimas ofensivas, hay hoy entre cuatro y seis horas diarias de suministro en la franja. Casi imposible atender así las luces de un quirófano o una respiración asistida a cualquiera de los 3.188 heridos ingresados, según el Ministerio de Salud, desde lunes pasado. Hay que estudiar a oscuras, trabajar sin ventilador, lavar a mano... Y tampoco se escapa la sanidad: hoy hay un 60% de medicamentos esenciales fuera de stock en Gaza, tras los ataques de esta semana. Entran con cuentagotas.

No pasan bienes, pero tampoco personas. Gaza cuenta con tres pasos fronterizos: dos con Israel (Kerem Shalom, para mercancías, y Erez, para personas) y otro con Egipto (Rafah). Tanto por Erez como por Rafah los permisos de paso se dan de forma excepcional. El segundo abre esporádicamente, con lo que Egipto igualmente afianza el bloqueo israelí por su lado de la frontera. Suelen dejar pasar a enfermos y peregrinos camino de La Meca, poco más. El primero, que controla Israel, ve cómo pasan por allí unas 400 personas diarias, cuando antes del bloqueo superaban las 26.000 por día.

Comerciantes, estudiantes, enfermos, gente que iba a Jerusalén Este o a Cisjordania a visitar a la familia... Ahora eso no existe. Salen sólo los enfermos muy graves (algunos que necesitan operaciones de corazón o tratamientos de cáncer avanzado), cooperantes, periodistas y diplomáticos. Un ciudadano de Gaza no tiene contacto físico con otros palestinos de otros territorios, es casi imposible que pueda salir a estudiar fuera, no puede ir a hacer turismo más allá de su franja. Por supuesto, tampoco puede recibir visitas.

Los gazatíes no pueden exportar sus mercancías ni hacer negocio con ellas, con las naranjas o las fresas míticas. Tampoco pueden vender el pescado de sus aguas. Eso también es parte del drama: mientras se oyen zumbar los drones israelíes cada día, en cada rincón del cielo, en el mar también hay vigilancia de la Armada de Israel y hay un límite fijado de seis millas náuticas más allá del cual los pescadores no pueden faenar. Esto deja fuera el 85% de las aguas que les corresponderían según los Acuerdos de Paz de Oslo. Esas seis millas se bajan a cuatro o tres en función del momento de tensión, de lo que Israel decida. Las barcas trabajan cerca de la playa, donde hay menos volumen de pescado y menos variedad de especies.

La mitad de población local tendrá menos de 18 años en 2020. ¿Qué posibilidades de futuro les quedan a los jóvenes en esta situación? Pocas. De ahí la angustia que les hace acercarse a la valla con Israel, con un paro medio del 42% y que supera el 60% entre los jóvenes.

Tel Aviv denuncia que no es sólo eso, que Hamás utiliza a civiles para exponerlos. Es innegable que los gazaríes, a todo lo anterior, suman el yugo de los islamistas. Los votaron hace más de 10 años cansados de la corrupción y la ineficacia de la Autoridad Nacional Palestina y su partido clave, Fatah, pero pronto de dieron cuenta de que quienes antes pagaban obras de caridad e infraestructuras educativas escondían un radicalismo terrible. Hay presión de sus milicias, hay sometimiento de las mujeres, hay un menor respeto por minorías como la cristiana...

En la franja no levantan cabeza.

La ficha

La mayor cárcel al aire libre del mundo, como la denominan los palestinos y las principales organizaciones de derechos humanos, es un pedazo de tierra tan grande como La Gomera pero estirada a la orilla del mar, con 40 kilómetros de largo por 15 de ancho, pero que en vez de tener menos de 21.000 habitantes como la isla canaria, soporta una población de 1,9 millones largos. Es uno de los lugares con mayor densidad de población del mundo. 1,3 millones de sus vecinos son, además refugiados, palestinos que escaparon de sus casas por las guerras con Israel de 1948 y 1967.