Hasta pronto China... ¿adiós coronavirus?

Hasta pronto China... ¿adiós coronavirus?

Las medidas de seguridad, que en condiciones normales son intensas, son ahora extremas.

Pantalla del aeropuerto mostrando numerosos vuelos cancelados. I. S. V.

Son las 5 de la mañana. Acaba de sonar el despertador. Estoy aún aturdida, en esa fase que describe Descartes, en la que no se distingue con claridad la vigilia del sueño. Hace un par de días que se alteró mi noción del tiempo. 

Wei Wei golpea en mi puerta y despeja mis dudas. Estoy despierta. Es hora de ponerse en marcha. Muy a mi pesar es mi último día en China

Tengo sentimientos encontrados. Por una parte, será bueno dejar atrás esta situación de aislamiento e incertidumbre y evitar riesgos. Por otra parte, llevaba meses planeando esta estancia en China. Tenía dos trabajos en prácticas, estaba inscrita en una buena academia que me ayudaría a presentarme con garantías al examen oficial de chino. Tenía muchos proyectos. Practicaría kung fu y bádminton, tenía previsto aprender caligrafía china artística, además de una serie de viajes planeados. Más aún, iba a vivir en primera persona la celebración más importante en China: el año nuevo y todas las celebraciones del festival de primavera.

Me voy con profunda tristeza, dejando atrás un proyecto inconcluso y un buen puñado de oportunidades. 

Me despido de mi familia china. Es un momento de congoja. Me siento apenada por tener que partir, pero también me inquieta la situación en la que quedan ellos. Mi madre china me da ánimos. “Bueno Inés… Al menos has podido estar aquí unos meses”. La realidad es que no llevo tanto tiempo, pero la reclusión ha afectado seriamente a su percepción del tiempo. Wei Wei intenta sobreponerse y ser positiva, pero no se le da muy bien la interpretación. Puedo adivinar su gesto de desánimo por mi partida.

Preparo mi salida de casa, que tengo minuciosamente estudiada. Máscara, gel de alcohol, guantes… Nos dirigimos al coche. Wei Wei ha conseguido un permiso para llevarme al aeropuerto de Shanghái y lo más importante, un permiso para poder regresar a su casa. 

Una vez en el coche, una espesa capa de niebla nos envuelve. Por fortuna, el tráfico es inexistente. Por la imponente avenida de acceso a Suzhou, de doce vías, solo circulamos nosotros y un autobús cuyo único ocupante es el conductor.

La escena es sobrecogedora, casi irreal. El silencio turbador. Nuestro coche es híbrido, por lo que apenas emite ruido. El chasquido de la humedad acumulada en el asfalto, en contacto con los neumáticos del automóvil, parece resonar en los indolentes edificios que nos rodean. Casi puedo oír la respiración de mi acompañante. Suzhou parece una ciudad abandonada de forma abrupta por sus habitantes. Es un escenario postapocalíptico. 

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La suma de este entorno inanimado, la incertidumbre, el desasosiego y la sensación de riesgo, harían acariciar los límites de la cordura a muchas personas. Sin embargo, Wei Wei es una mujer fuerte. Toma el volante con determinación y pone rumbo a Shanghái.

Pasados unos pocos minutos nos encontramos con el primer control. La comitiva va perfectamente equipada con todo lo imaginable. Los integrantes del control, vestidos de blanco inmaculado, parecen salir de entre la niebla. Nos toman la temperatura y nos preguntan a dónde vamos. Al reparar el guarda que soy extranjera, me hace bajar del coche y me toma la temperatura de nuevo, me pide el pasaporte y me hace un cuestionario más extenso que a Wei Wei. “Es por tu propia seguridad”, dice el policía. Me desea buen viaje y que llegue bien a casa. Nos abre paso y reemprendemos la marcha. Apenas unos 40 kilómetros nos separan del aeropuerto de Pudong. Se hacen eternos.

El acceso al aeropuerto está completamente desierto. Un solitario taxi en la puerta aguarda estoicamente a clientes que difícilmente llegarán. Me despido de Wei Wei. Contengo la emoción. Wei Wei insiste en que esperará en el coche, fuera del aeropuerto, por si tuviera algún contratiempo y me reitera una vez más su invitación para volver a su casa tan pronto se normalice la situación.

En la puerta aguarda un nuevo control de temperatura y una vez más las preguntas recurrentes y contestadas hasta la saciedad.

Al final el coronavirus gana, no he podido continuar mi vida con la normalidad que pretendía.

El aeropuerto muestra un aspecto desolador. Pudong atiende una media de 190.000 pasajeros diarios. Hoy apenas partirán tres vuelos. En las pantallas, los contados vuelos en servicio destacan sobre la marea roja de vuelos cancelados. Salvo una cafetería y una tienda de ropa todos los comercios del aeropuerto están cerrados. El silencio en la terminal es estremecedor.

Las medidas de seguridad, que en condiciones normales son intensas, son ahora extremas. Nos repiten el protocolo que ya todos sabemos, separación de dos metros entre pasajeros en la cola de embarque, máscaras siempre puestas, etc. Algunos pasajeros lucen gafas de bucear, la mayor parte llevan guantes. Observo gente que va a los aseos en busca de un pedazo de papel higiénico, para pulsar las teclas de la máquina de agua caliente con él.

Los futuros ocupantes del avión, nos miramos con recelo. Analizamos a cuantos nos rodean, intentando detectar algún síntoma de la infección, a pesar de que todos hemos pasado innumerables controles hasta llegar aquí.

Finalmente se completa el embarque y poco antes de que el comandante anuncie cross check, aviso a Wei Wei de que todo está en orden, le deseo buen viaje de vuelta y le reconozco una vez más el esfuerzo y el riesgo que ha corrido al traerme aquí.

Desde la ventana del vuelo de Aeroflot, rumbo a Moscú, adivino entre la persistente niebla los suburbios en calma de Shanghái y despido con enorme tristeza mi última y accidentada estancia en China, deseando poder volver pronto. Al final el coronavirus gana, no he podido continuar mi vida con la normalidad que pretendía. Espero no volverte a ver, coronavirus... ¡Hasta pronto, China!