La mentalidad española: ¿misterio o catástrofe?

La mentalidad española: ¿misterio o catástrofe?

Tan ansiosa por la repetición de situaciones trágicas, aún necesita del auxilio de un método de interpretación para aprender a distinguir lo bueno de lo catastrófico.

Mente.Westend61 via Getty Images/Westend61

¿Cómo es la mentalidad española? ¿Debemos analizarla solamente como un relato mítico o, más bien, es la puerta hacia el conocimiento de lo que acontece en nuestra sociedad?  Averiguarlo no es cosa menor en los tiempos que corren, y parece que la idoneidad de salir de la dolorosa ignorancia sobre esta cuestión está legitimada como una prioridad: ¡hay que despertar!

Pero antes veamos qué entendemos por mentalidad. Ésta puede entenderse como el modo de pensar y sentir que tiene cada persona sobre lo que ocurre a su alrededor y, en consecuencia, el modo en que se prepara para interactuar con su entorno y perdurar. Estos modos (pensamiento, sentimiento y acción) nunca son autónomos ni ajenos a la cultura donde crece cada uno.

La mentalidad de un colectivo es un proceso que actúa como el mecanismo de una metáfora. Hay un primer significante (s) que representa las condiciones objetivas con las que se relacionan los miembros que constituyen una comunidad. A continuación, en un segundo significante () confluye el modo en que tales colectivos narran, con la potencia del lenguaje, todas esas condiciones reales; en () queda cosida la forma en que se aprende cómo deben sentirlas: los afectos son atados a las palabras a la vez que se fija el conocimiento. Se produce un salto cualitativo cuando se acaba dotando a las cosas de valores éticos, a menudo sin poseer el saber de lo que es bueno o malo. De este proceso de sustitución emerge una fantasía idealizada, una imagen distorsionada de la vida real que es la que acaba dando forma a nuestro entendimiento del mundo; las personas ya no ven la realidad como algo externo a lo que adaptarse para hacer frente a sus necesidades, sino que el mundo es algo que les permite integrase o que los excluye.

Bajo este prisma, la mentalidad de un pueblo se articula a partir de la  evolución de las ideologías dominantes a lo largo de la historia, y los registros depositados en el inconsciente colectivo. Estos registros reaparecen por sorpresa (como lapsus, deseos no reprimidos y angustias, siempre bien camuflados entre símbolos, arquetipos y metonimias alojadas en las entrañas del discurso institucional) embelesando, distrayendo y, en última instancia, condensando las pulsiones que acumulan sus integrantes para transportar su conciencia en una histeria bipolar, unas horas en la alegría y la vitalidad, y otras en la tristeza, la superstición y el odio.

Entonces, si entender qué es la mentalidad y cómo se forma parece tan sencillo, ¿qué nos hurta este durmiente esquivo para que nunca hayamos entendido con claridad cuál es el sentir español y la causa de su espíritu? 

Hay antecedentes en la historia de España que demuestran el antagonismo ejemplar entre las élites políticas, económicas e intelectuales, y el “pestilente pueblo llano” (denostado por la vergüenza que su analfabetismo y ruralismo suponían para las primeras). Un afecto destructor que predominó desde el Renacimiento hasta la Ilustración española. La gran mayoría de la población (como queda recogido en las portentosas investigaciones de José Álvarez Junco) fue reconocida como una masa con una mentalidad de servidumbre (personas útiles tan solo para el trabajo manual, y que no siendo completamente dóciles tampoco podían vivir sin dejar de obedecer los dictámenes y juicios de aquellos que ostentaban el saber y el discernimiento adecuado de las pasiones). Desde esta división tan bárbara de los semejantes tuvo lugar una inflexión radical por medio de la Guerra de Independencia (1808-1814). Súbitamente, la mentalidad elitista de la época quedó fracturada, y una parte de ella advirtió la ventaja de reconocer la existencia de un nuevo protagonista: un pueblo heroico, el pueblo español, el cual, sin dejar de ser inculto y casi totalmente ignorante, había sido capaz de coger cariño a la tierra en la que nacía y moría, y hasta luchar por su amor a ella contra un Goliat libertador. La pulsión romántica no se volcó en difundir la civilización y el cosmopolitismo entre las clases bajas, sino que optó por el camino más corto: el populismo, promocionando a una diversidad de pueblos de la península, sin educación ni elevación ética previas, al rol de sujeto integrador desde el que vertebrar frágilmente la idea moderna de nación.  

De aquel tiempo a esta parte se extrae una síntesis sencilla que forma parte de la mónada de la mentalidad española (entendida como la fusión metafórica de su cuerpo y espíritu en una sola estructura indivisible): emergió un relato capaz de unificar los intereses de quienes dirigían nuestro proyecto de país con los de aquellos que nunca habían sido apreciados y que, paradójicamente, eran los que combatían en los campos de batalla durante el alienante siglo XIX. 

La paradoja de aquella confusión volvería a emerger con toda la fuerza de sus contradicciones en 1936, cuando los dos bandos se negaron a reconocer que aconteciera un fratricidio civil, sino una guerra nacional contra enemigos externos. He ahí localizado un rasgo codificado en la mentalidad: no se trataba de una lucha de clases ni de un choque cultural ni religioso entre miembros de la misma familia o tribu, sino que fue un combate por la supervivencia ante la invasión e imposición de visiones del mundo impuestas, según cada punto de vista, por agentes extranjeros para estrangular la próspera determinación de las primitivas facciones tribales.

Nuestras condiciones de vida han ido cambiando drásticamente para suerte de las últimas cuatro generaciones. Sin embargo, en la actualidad pocos argumentos son admitidos por la ciudadanía de forma apodíctica, esto es, con la voluntad adquirida e inequívoca de buscar lo que es verdadero y firme. Un buen ejemplo de esta carencia es la exaltación de la doxa (la opinión superficial vendida como lo único que importa o tiene valor, disfrazado de “sentido común”). 

Por España discurren los que respiran para que nada cambie salvo aquello que cae bajo su control, y luego están los que desean cambiar absolutamente todo lo que les disgusta, aunque haya riesgo de que la nave se estrelle. Hoy, el pueblo español ya no puede degradarse desde ningún ámbito institucional como falto de cultura ni como fatalmente rural ni atrasado técnicamente. En cambio, la razón que nos hemos concedido los españoles, como parte inmanente de la dignidad del hombre, no está siendo cultivada como se esperaba después de tanto sacrificio por conseguirla, y hay una parte nada despreciable de nuestra población que parece seguir obcecada en “ser contada entre los brutos”, como enseñó Baruch Spinoza. 

El peligro que amenaza a España no se puede reducir a la fenomenología de otra recesión económica ni a una recuperación material de lo que había antes de la pandemia. Ha crecido un sujeto insatisfecho, afectado por la fatiga y la resignación que han alimentado una neurosis colectiva que no descansa, dejándonos huérfanos de promesas racionales y espirituales por las que esforzarse, lo que facilita una hostilidad creciente hacia el optimismo, la buena fe y el diálogo, incluso entre los más jóvenes. 

En la mentalidad española se encuentra acogida una familiar amnesia social que permite sustituir el esfuerzo de superación por la queja permanente, avivando el rencor hacia el conjunto de logros que como sociedad hemos alcanzado, aunque estos sean tan humanamente imperfectos. El reto que no termina de asimilar nuestro pueblo es que nunca podemos dejar de educarnos. Y aprender significa esforzarse (y mucho) por llegar al conocimiento científico, no asumir como válidas las versiones que nos llegan mediatizadas por unos u otros grupos con intereses espurios. Sospechad de  quienes pretenden hacer nuestra vida “más fácil” intentándonos convencer de que lo que es bueno para ellos es bueno para todos. Las pasiones mal entendidas son las que están provocando que nuestro prójimo acepte los autoengaños, las perversiones y las diferentes formas de hipocresía (dejando que crezca un afecto hacia las soluciones definitivas o terminales que predica la propaganda). Como decía Feuerbach, hay que formarse para ser médicos, pero no del estómago, sino de la mente y el corazón. Una empresa imposible de culminar pero que nos humaniza.

Como reflexionó Edmund Husserl, para que una cultura nacional salga de una crisis y logre su renovación, es necesario que “algo nuevo suceda”, puesto que la naturaleza de lo cultural no es la conformidad con lo que está dado, sino traer al acá lo que está ausente. El ritmo para modular este tipo de inconformismo racional se caracterizaría por pasar de solucionar un estado de indignación a otra indignación que sea cada vez menor, para ir aproximándonos a la humanitas ideal. 

Spinoza fue tajante sobre nuestro deber para asumir esta responsabilidad: el azar, como los milagros, no tienen su causa ni en la pasividad ni en la magia. Tan cierto como que hallar “lo excelso es tan difícil como raro”. Es tiempo de proporcionarnos una ética política más allá del deseo de cambiar por cambiar. La mentalidad española no es un misterio vital, ni tampoco una maldición. Es el producto de decisiones políticas nada inocentes por parte de quienes buscan mayores ganancias en un río revuelto. Esta perspectiva nos lleva un paso más cerca de una catarsis que nos permita desenmascarar a sujetos políticos que, impostando ser gestores o filósofos, según convenga, propician que España se reconozca en el espejo como una chatarra.

La mentalidad española, tan ansiosa por la repetición de situaciones trágicas, aún necesita del auxilio de un método de interpretación para aprender a distinguir lo bueno de lo catastrófico. Lo que es de lo que parece. Algo tan simple nos daría la oportunidad de disfrutar de la esperanza en un goce compartido: el despertar al conocimiento universal.