La realidad invisible del dolor crónico

La realidad invisible del dolor crónico

Atendiendo a las estadísticas, pocos se librarán de sufrir dolor alguna vez en la vida.

Depressed woman sitting on bedKiyoshi Hijiki via Getty Images

«La gente sólo nos devuelve el reflejo de la forma en que les hablamos».

No me iré sin decirte adónde voy, Laurent Gounelle.

A veces hay realidades que son tan cercanas a un importante sector de la población, que no alcanzas a comprender el porqué de su ausencia o que resulte imperceptible en una sociedad en la que cada acción suele tener su oportuna respuesta.

La razón no es otra que la que describo de forma sucinta en el título, y la cual ha ocupado la agenda de algunos medios de comunicación médica durante el pasado mes de octubre, conocido en algunas redes sociales, especialmente en Twitter, por el #MesDelDolor. Cuando escucho esta última palabra, mis alarmas, que siempre se hallan en un estado nada aconsejable de alerta, saltan a un nivel ensordecedor que solo percibe la que ahora escribe estas líneas.

Para la mayoría, la realidad de este pasado mes ha sido muy distinta, y no por ello soy ajena a la misma, dado que me interesan todos los escenarios e intento estar pendiente de ellos, analizando todos los que me rodean, bien sean económicos, políticos, culturales y más aún los sociales. 

La sentencia del procés ha marcado, y lo seguirá haciendo, la actualidad y los titulares de los medios durante bastante tiempo; resulta un hecho que nadie puede obviar. Sin olvidar que hemos pasado por otra campaña electoral, que aunque breve olvidó o dejó aparcados, como ya es habitual, los temas de salud y las tan necesarias agendas sociales.

Expuesto todo lo anterior, me gustaría mostrarles esa realidad que resuena en las cabezas de demasiados. Una nada desdeñable parte de la población española, concretamente un 17% sufre algún tipo de dolor crónico. Esto se traduce en uno de cada cinco españoles, según ha informado César Margarit, vocal de la Sociedad Española del Dolor (SED), con motivo de la celebración del Día Mundial del Dolor el pasado 17 de octubre, aunque solo ciertos medios hayan dado noticia de este hecho, porque como indicara en el post anterior, hay días y días. Sigamos con unas cifras bastante significativas que solo se quedan en los informes, sin que llamen la atención de quien gestiona los recursos públicos. El coste económico en términos de Producto Interior Bruto (PIB) osciló en 2018 entre el 2 y el 2,8%, unos 15.000 millones de euros al año

Ahora bien, no solo hay un coste económico más que alarmante, a este se deben añadir otros factores dignos de tener en consideración, a saber: el impacto en la salud emocional, la autonomía personal, el empleo y la formación, la calidad de vida, etc.; de todo lo cual se informó el año pasado al Congreso de los Diputados en un estudio impecable elaborado por la Plataforma de Organización de Pacientes; que no tuvo mayor repercusión, algo que no siempre se debería atribuir a la situación política del momento.

Al lector que ahora se detenga en estas líneas y quiera llegar hasta el final, le pediría que piense por un momento que todos pasaremos por esta experiencia. Es decir, atendiendo a las estadísticas, pocos se librarán de sufrir dolor alguna vez en la vida. 

Los más afortunados tendrán un paso que seguro les marcará pese a los tratamientos existentes, y a unas medidas que no siempre atienden debidamente al dolor aguado. Si estos últimos tienen la suerte de pasar a la orilla de los sanos o recuperados valorarán más, o eso espero, lo que es una vida sin dolor. Otros, sin embargo, y ateniéndome a las cifras, porque estas no engañan y es una dolencia crónica, nos veremos hipotecados de por vida, nos acompañará en mayor o menor medida, esperando a que los procedimientos avancen. Algo que, desafortunadamente, dependerá de contar con los recursos necesarios, y de un tiempo preciso que para algunos nos resulta infinito.

A pesar de todo lo anterior, esta realidad no tiene reflejo. ¿A qué me refiero con ello?

Antes de dar una respuesta es aconsejable acudir a la definición que nos da la RAE, en su segunda acepción, del adjetivo “reflejo”: «dicho del conocimiento o consideración: Formado de algo para reconocerlo mejor».

Atendiendo a las estadísticas, pocos se librarán de sufrir dolor alguna vez en la vida.

Probablemente si una realidad tiene el necesario reflejo se reconocerá mejor, ya que todos percibimos que los acontecimientos, aquellos que nos rodean a diario, ya sean a nivel económico, político o para celebrar un evento deportivo o musical, casi de forma inmediata saltan a las redes sociales, a todas ellas y se convierte en una tendencia por ejemplo en Twitter, y la noticia se refleja más allá de lo esperado.

Lo que ocurre es que el escenario en el que todos nos desenvolvemos o vivimos se proyecta en un abrir y cerrar de ojos en el virtual, en el llamado mundo 2.0. Esto tiene un especial significado, desde mi opinión, que dista mucho de ser la de una experta en redes sociales, ya que solo puedo observar que toda proyección permite que el tema a tratar llegue a más gente, y de este modo obtenga una superior repercusión y, sobre todo, se visibilice a una sociedad ignorante de lo que ocurre en esos escenarios.

Sin embargo, cuando hablamos del dolor crónico, de esa realidad con unas cifras como las anteriores, que coincidirá el lector en que no tienen nada de intrascendentes, no se produce el antedicho reflejo, ni en las redes sociales, ni en los medios, ni en la opinión pública. Al tiempo, no alcanzo a comprender el porqué de su ausencia. Dudo que el material del espejo sea defectuoso, o que no interese; ya que si esto acontece es cuando me planteo que sí hay un verdadero problema.

¿En verdad somos un reflejo de la sociedad o por el contrario la sociedad es un reflejo de los que somos, y en ella algunos no aparecemos? 

En este mes del dolor tuve la oportunidad de participar en el II Evento #Nohaydolor organizado por la SED (Sociedad Española del Dolor), que elaboró un informe al respecto en el que se constataban estos hechos. Solo un 1,5% de personas, ya sean pacientes o profesionales, conversa en Twitter sobre este problema; incluso puede ser inferior si se tiene en cuenta que se computa por igual a ambos colectivos, y los más activos son los pacientes, grupo al que pertenezco. Con ese dato observo que no se produce el esperado alcance. Más aún si lo comparamos con otras patologías, ya que el dolor ocupa el 1,6% del total, frente por ejemplo al SIDA, cuyo número de pacientes en España, a día de hoy, afortunadamente, no llega a 170.000 según el INE.

De nuevo me pregunto: ¿qué falla? Es un problema de comunicación, del lenguaje utilizado cuando este tiene la virtud de reflejar la realidad de lo que pretendo relatar, de desinformación... o es una consecuencia más de la invisibilidad del dolor crónico como enfermedad. Espero que no sea el resultado de la creencia, más que errónea, de que existen los tratamientos necesarios para aliviar a toda esa población. Los propios especialistas indican que el 70% de los centros sanitarios no tienen a su alcance los recursos necesarios para abordar correctamente el dolor. Solo entre un 26% y 50% llega a tener controlado el dolor, con lo cual nos queda un nada desdeñable 50%, 4 millones que seguimos con el dolor incontrolado y en consecuencia encadenados a la peor de las pesadillas.

“El alivio del dolor es un derecho del paciente que lo sufre, es un deber del profesional que lo ve, es una negligencia no tratarlo y es una responsabilidad de todos, tanto de gestores como clínicos, políticos y ciudadanos”, según recuerda la doctora Juana Sánchez, responsable del Grupo de Trabajo de Dolor de la Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG).

No ha llegado el momento, algo que ya he repetido, de un Plan Nacional de Dolor.

Recuerdo que cuando expuse este tema en el evento mencionado de #NoHayDolor, me dijeron que la falta de dicha respuesta o reflejo en parte tiene su origen a que el dolor crónico solo se considera un síntoma o consecuencia, y que todo será diferente desde el momento en el que ya se le ha clasificado, desde mayo de este año, como una enfermedad en sí misma (en la nueva clasificación internacional de las enfermedades, CIE-11).

Lejos de la visión que me ofrecen, sigo pensando en el hecho de que no se puede objetivar el dolor, lo cual no es un impedimento, en mi opinión, para no creer a un paciente, porque tampoco, por ejemplo, la diversidad de género se puede objetivar y no por ello es una realidad invisible, teniendo su merecida respuesta.

Bienvenida sea la nueva clasificación, que permitirá a los profesionales tener un instrumento al que acudir para justificar por ejemplo una incapacidad, si bien dudo que se produzca la imprescindible transcendencia, y el tiempo será el testigo fiel de lo anterior.

El 70% de los centros sanitarios no tienen a su alcance los recursos necesarios para abordar correctamente el dolor.

Me temo que seguiremos sin tener respuesta a tanto interrogante y el derecho humano al alivio del dolor y a una vida digna se quedará en las salas de esperas que tanto conocemos los pacientes. Porque no solo necesitamos una más que necesaria ley de muerte digna, también aspiramos a una mínima calidad de vida, aquella que se nos brinde con un dolor mejor controlado, y a poder ser visible a los ojos de quien aún te juzga por no mantener una actitud más positiva.

¿Cómo podemos conseguir que con el lenguaje se produzca ese fiel reflejo de la realidad de la que hablo?

La vida es un destello de lo que somos, y si no se produce hemos de seguir intentando que aquel sea efectivo, porque yo sola no puedo crearlo, aunque sí puedo hacer lo posible por darlo a conocer.

En mi interés por escribir aprecio que la escritura es otro arte que sirve para utilizar el lenguaje como una forma de mostrar la realidad de lo que estamos contando.

«Los libros son espejos: sólo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro».

La sombra del viento, Carlos Ruiz Zafón.

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