La vida según Schulz

La vida según Schulz

Un autor que, como él mismo expresaría, fue capaz de dibujar lo mismo cada vez, sin repetirse ni un solo día.

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Hace ya algunos años, en 2010, se publicó el libro My Life with Charlie Brown, un autorretrato en prosa que reunía los escritos de Charles M. Schulz, el icónico creador de ‘Peanuts’ y progenitor del perro más célebre de las tiras cómicas: Snoopy. En la obra, se recopilaban los textos que el historietista llevó a cabo en torno al ejercicio del dibujante, esa tarea a la que entregó toda su vida y a aquellos personajes que, siendo engendrados por su propia inventiva, perduraron como emblema de la cultura popular. 

Ya de pequeño, Schulz poseía una personalidad disciplinada y siempre tendente a la introspección. Llegó a apuntar que, mientras sostenía una conversación con alguien, se encontraba a sí mismo dibujando a su interlocutor con la mirada. Y es que pensaba Schulz que un historietista debía ser, ante todo, una persona observadora; pero no alguien que solo observa las rarezas de la sociedad, sino las pequeñas cosas que le rodean. Así lo hizo y sus ‘Peanuts’ se convirtieron en emblemas de lo humano. Esas ‘pequeñeces’, que nada tenían que ver con la cinta de Juan de Orduña, entregaron altas dosis de reflexividad a un mundo que se transformaba avivadamente.

Sus personajes, al igual que la legendaria Mafalda de Quino, no eran niños sin más; sus palabras contenían la inquietud de quien se enfrenta a la vida con las escasas herramientas que otorga la infancia. Charlie Brown era lánguido y tímido, un héroe terrenal. Un antihéroe, si me apuran. Y Snoopy no era un perro, o no solamente, sino un compañero, un amigo, un filósofo cuyas enseñanzas fueron siempre más allá del mero ladrido. A pesar de que no hablara, todos escuchaban a Snoopy. 

La obra de Schulz no adolecía del catastrofismo de Nietzsche, ni del desgarro existencialista posterior y, aunque su concepto plástico tampoco remitía al de la obra de Dreyer o a la de Bergman, sus personajes manifestaban la misma realidad crítica que la de otros autores más intelectuales. Eso sí, él la hizo inteligible para un público menos metafísico, pero igualmente necesitado de verdad.

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Pese a que cueste reconocerlo, a Schulz le costó llegar a la cima, es más, tuvo que sufragar la primera edición de sus viñetas; por aquel entonces, y todavía ahora, resultaba complicado encuadrar una obra satírica, en apariencia infantil, que implicaba reflexiones adultas.

Pero su enfoque y su temática hicieron que el éxito de Snoopy, una vez publicadas sus tiras cómicas, alcanzara cifras astronómicas. Pronto llegaron las adaptaciones al cine y a la televisión, y el personaje de Charlie Brown y su fiel escudero Snoopy (o quizá fuera al revés), enraizaron en nuestro acerbo cultural imperturbablemente.

Ya en 1969, David Crommie y Sheldon Fay crearon el documental Charlie Brown and Charles Schulz y, en 1975, se presentó en San Francisco Snoopy: The Musical, realizado por Larry Grossman y Hal Hackady.

Precisamente ahora, cuanto más se necesita de la reflexión y de los valores que promulgaba Schulz, se presenta en los Teatros Luchana de Madrid Snoopy: El musical, una oportunidad excelente de reencontrarse con unos personajes que, de tan conocidos, se nos antojan familiares.

El reparto, encabezado por Andrés Navarro (Snoopy), se completa con Israel Trujillo (Charlie Brown), Claudia Sierra (Lucy), Laura Marchal (Sally), Armando Téllez (Linus), Caterina Stanley (Peppermint Patty) y Pablo López (Woodstock) quienes interpretan a los icónicos personajes de Schulz bajo la dirección de Raúl Báez y la producción de Moisés Rodríguez.

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Su puesta en escena recrea distintas viñetas de ‘Peanuts’, conduciendo al espectador a través de las coreografías de Mar Ortiz y de un texto en el que se percibe a su autor en cada palabra. Por eso, no se llamen a engaño, Snoopy: El musical no es una pieza infantil, es la ocasión de reencontrarse con un personaje que ha formado parte de nuestra historia, y que ahora se reencarna para que podamos disfrutar de él como nunca lo habíamos hecho.

Apuntaba Schulz que jamás se conformó con sobrevivir, al revés, siempre intentó mejorar en la medida que le fuera posible. Llegó a reconocer, incluso, que comenzaba cada jornada examinando el trabajo realizado el día anterior y buscando ideas para perfeccionarlo. El amor hacia su arte y hacia sus personajes le empujaba a “diseñar cada lámina de la misma manera que un pintor trataba a su lienzo”.

Por ello, les insto a ver este musical que trae lo mejor de Schulz, ese espíritu libre y creativo que conservó la perplejidad de un niño y la codificó con el genio de un adulto. Un autor que, como él mismo expresaría, fue capaz de dibujar lo mismo cada vez, sin repetirse ni un solo día.

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Lucía Tello Díaz. Doctora y profesora universitaria de cine. Directora y guionista.