Los límites geográficos del ser humano

Los límites geográficos del ser humano

Digamos que las fronteras son un producto creado por una serie de señores que se obstinan en delimitar lo que está bien y lo que está mal.

barbed wire steel wall against the immigrations in europekodda via Getty Images

La expresión “frontera” dicen que pertenece al concepto de al frente. Como si fuera la punta de lanza o la vanguardia de las civilizaciones, aunque el caso que hoy nos aborda, pertenece más a la noción de incivilización o deshumanización de las sociedades, más que otra cosa. 

Es cierto que los límites geográficos de la humanidad no existen. No existe una raya en los océanos, al igual que no existe un trazo o una línea que divida la ternura de una madre, ni tampoco establezca la soledad del ser humano. Digamos que las fronteras son un producto creado por una serie de señores que se obstinan en delimitar lo que está bien y lo que está mal. Lo que nos corresponde, de lo que no nos corresponde. Incluso a veces pienso que son más endebles las vallas y las alambradas que establecen las diferentes naciones entre sí que las paredes más altas que levantamos en las conciencias –no se pueden ponen muros a la libertad, me repito. La historia la escribió un pueblo proclamando libertad–. 

Sí es cierto que por naturaleza el ser humano es gregario. Le gusta crear grupos. Establecer distancias. Dibujar segmentos. Marcar los territorios. Se pavonea delante de sus enemigos. Presenta sus credenciales. Plasma sus proezas. Exhibe sus dominios. Lo que nadie nos contó es cómo las civilizaciones han conseguido erigirse como tal. Nadie nos ha hablado de cómo los hombres levantan los imperios a partir de otras naciones, desde la sumisión de los otros pueblos. Poca memoria nos queda ya. Incluso después de pasado tanto tiempo, seguimos luchando contra los mismos miedos de la historia, seguimos combatiendo contra los mismos demonios que destruyeron nuestra naturaleza más íntima.

Nos olvidamos que las fronteras son también un lugar de encuentro. Donde las sociedades se descubren, se retroalimentan, se funden, por un momento, como un mismo todo. Quizás por eso que se utilizan como arma arrojadiza. Para que nunca nos entendamos. Para poner puertas al espíritu de las personas. Para negar el conocimiento del resto de los seres, que no es otro que la necesidad de tenerse, la necesidad de hallarse y, por ende, de crecer. Porque sólo tienen el derecho de prosperar unos elegidos. Aquellos que están destinados a dividir a las naciones y los estados. A enfrentarlos los unos con los otros, con el fin último de si alguien sobrevive que sea antes la estirpe, que los restos de los pueblos.