Perdonen la tristeza

Perdonen la tristeza

¿Puede explicarse alguien que, en Madrid, en un diciembre del siglo XXI, haya niños que acuden a clase con zapatillas de plástico y sin calcetines?

Una fila de gente en Aluche, Madrid, para recibir alimentos de una asociación de vecinos, durante la pandemia. Susana Vera / Reuters

Quien no escucha, o quien solo se escucha a sí mismo, no vive. 

Quevedo escuchaba con sus ojos a los difuntos. Yo, que he hecho de los libros un placer culpable y público (aunque el público, en ocasiones, no se muestre conforme), prefiero escuchar a los vivos, y, a ser posible, con las orejas.

Cela contradecía a quienes le acusaban de inventar diálogos inverosímiles: “Usted no se imagina, Abraham, la de cosas oídas que he dejado de escribir para que no me llamaran fantasioso.” 

La marea me trajo hace unos días a David, padre de un buen camarada, un anciano cuya voz se fatiga al arrastrar el ancla de una vida larga, difícil y aventurera a su pesar. Como todos, hubiera querido ser oficinista de pro, aburrido en su mesa y vivaz en la barra del bar, pero la patria chica y los años oscuros en que nació lo subieron a un barco de pesca, donde llegó a ser segundo de máquinas. Cuando volvió a tierra lo hizo para conducir un camión; al aparcarlo, silenció al Fari y transitó por otros oficios hasta que la frialdad burocrática le permitió descansar, no sé si con júbilo o con hartazgo. 

- “De noche, las pocas veces que disponía de unos minutos, porque entre los turnos, comer algo y mal dormir se me iba el tiempo, me gustaba subir a cubierta. Era como si me emborrachara de estrellas”. 

Yo, como el adolescente en el poema de Pavese, quise sonsacarle las historias vividas en la cubierta de un arrastrero de altura. De todas las que encadenó, más hubieran sido si la maldita prisa del autónomo no me hubiera espoleado, me impresionó sobremanera la noche en que, rendido el barco a una tempestad atroz, esperó, junto con sus compañeros, en la sala común, el naufragio. Formaban parte de la tripulación cuatro marineros que ya habían sobrevivido al mar agarrados a un bidón durante dos días. 

Cuando les vi la cara a esos cuatro, supe que nos íbamos al fondo y que ni los chalecos nos iban a librar de ahogarnos. Lo único que se me ocurrió fue meterme en la boca dos medallas, de la Virgen del Carmen y de Santiago, que llevaba en el bolsillo para que pudieran reconocer el cadáver”.

Ahora que nos acecha a todos un nuevo huracán, pienso que David tuvo, al menos, algo que llevarse a la boca.

Como él, buena parte de la población ha tenido que escalar día tras día, cada uno más duro que el anterior, aferrada al presente de un trabajo inseguro, pagado con justeza, no con justicia, y acariciando sus planes de progreso como se mima a un gato de peluche que nunca maullará. 

Son los que amenazan con no contratar si no se les permite explotar al contratado. Son, en fin, quienes prefieren una patria yerma a una patria de la que no sean dueños.

En su ayuda, al menos hasta ahora, solo se han previsto palabras con que disfrazar su situación. El que ha de hipotecar hasta la caseta del perro para trabajar recibe el nombre de “emprendedor”; el recadero que sortea coches y contaminación sobre una fatigada bicicleta es pomposamente llamado “rider”. Y quien pasa su tiempo libre sin de salir de casa porque no le queda ni para una caña o una entrada de cine, es nombrado “cocooner” y se le avisa de que lo suyo está de moda.

Incluso han hecho tendencia del trueque con el que se sobrevivió en los peores tiempos.

Bien podemos aplaudirnos por haber logrado el paraíso de segunda mano y en precario, ese que Elio Petri prometía a la clase obrera.

Un paraíso del que no escapan ni los universitarios de grado, máster y tres idiomas, ni los técnicos formados y con más mili que Millán-Astray, ni los currantes capaces de cualquier esfuerzo y sabedores de todos los trucos.

Para ellos, la indecencia de salario y condiciones que ha rebajado la dignidad de tantos trabajos, desde la hostelería al comercio. La diferencia en la cuenta de gastos e ingresos, ya saben quién se la queda.

Ahora, a la borrasca instalada sobre nuestros tejados se le ha unido el aire frío de un virus que nos ha obligado a cerrar empresas, tiendas, restaurantes… la tempestad que viene va a zarandear los minúsculos pesqueros que nos albergan. Muchos ya han volcado o no han podido cerrar las vías de agua por las que les ha inundado la miseria y la negrura del presente (el futuro se les ha ido por las grietas burbuja a burbuja).

  Una fila de personas esperando a la puerta del convento de Santa Anna en Barcelona para recibir alimentos durante la pandemia. SOPA Images via Getty Images

Quienes tenían un trabajo dejaron de acudir a él sin solución de continuidad; quienes pasaban las noches de claro en claro haciendo cuentas para que sus negocios se sostuvieran, pasan ahora los días de turbio en turbio viendo cómo se acumulan las facturas sobre la registradora oxidada.

Quienes empezaban, ya han terminado.

Quienes soñaban con terminar, no encuentran la manera de empezar de nuevo.

En plena zozobra los actuales gobernantes han adoptado las medidas necesarias para mantener a flote (tampoco da lo propuesto para mucho más, ni una visión realista lo pretende) a tanto menesteroso que no quiere serlo; pero, mientras llegan las ayudas, las colas para recoger alimentos han multiplicado su longitud.

Cuidado, que no han aparecido ahora. Lo saben muy bien en el Banco de Alimentos; lo saben en las asociaciones de vecinos, en las parroquias que desoyen las jaculatorias fétidas de algunos obispos.

La penúltima crisis dejó en la calle a demasiados ciudadanos a los que los responsables de la misma (porque los hubo, y no fueron los soldaditos rasos que, cuando interesaba, fueron convencidos de que hipotecarse era bueno) consolaron exhibiendo sus fortunas a salvo y recordándoles que “es el mercado, amigos” (¿para cuándo un Premio Princesa de Asturias al cinismo?).

Son, en muchos casos, los mismos que ahora insultan a quienes esperan la prestación que eche un poco de arroz al agua que hierve en el puchero o, en muchos casos, un poco de gas que les permita hervir el agua. Son los que hablan de “paguitas” y “sueldos Nescafé”, al tiempo que reclaman sin atragantarse (el Premio de marras iba a estar reñido) protección y manga ancha para sus cuentas en el extranjero. Son los que amenazan con no contratar si no se les permite explotar al contratado. Son, en fin, quienes prefieren una patria yerma a una patria de la que no sean dueños.

¿Puede explicarse alguien que, en Madrid, en un diciembre del siglo XXI, haya niños que acuden a clase con zapatillas de plástico y sin calcetines?

De tales miserables (no los que no llegan a primeros de mes, mil veces más dignos) envidio tan solo su capacidad para apartar la mirada. Yo no puedo. Me rodean (y mira que es difícil) largas colas de gente buena que esperan una fiambrera para cinco; compadritos que no salen del cuarto realquilado por no toparse con su posadero (tan sin blanca como el huésped, en ocasiones); niños que quieren volver al cole porque añoran el san jacobo con patatas y padres que echan imaginación al día de mañana porque no les queda nada más; currantes arrojados a la cuneta demasiado pronto para esperar una pensión y demasiado tarde para esperar un nuevo tajo…

También me acuerdo de los vagos irredentos (he padecido a muchos) que ahora entre ERTEs y ayudas, seguirán felizmente sesteando mientras exprimen a la teta oficial.

Mi hija Julieta realizó sus prácticas de magisterio en un colegio del extrarradio en el que Fabre bien podría haber escrito otros Recuerdos entomológicos contemplando las cabezas de los alumnos. ¿Qué higiene puede tener quien carece de agua corriente? ¿Puede explicarse alguien que, en Madrid, en un diciembre del siglo XXI, haya niños que acuden a clase con zapatillas de plástico y sin calcetines? No puedo conseguir que se vuelvan invisibles. Ni lo quiero.

Reconozco que voté a Pedro Sánchez llevado por el hartazgo de tanta elección y encabronado ante la idea de otra más. Pero me alegra ver cómo está creciendo en esta crisis. Con todas las equivocaciones, desmentidos y pasos en falso que quieran, pero ha actuado, eso me parece, en la buena dirección. Un castizo diría que el único que no se equivoca es el que no hace.

Y ni un crespón ni una foto ante un espejo bastan como acción política.

Ni una manifestación en coche pasa de ser folklore.

A David lo salvó la pericia del capitán, el esfuerzo del piloto y el arrojo que mostraron todos ellos. Las medallas volvieron al bolsillo y el barco a puerto.

Las bocas necesitan comida; los barcos, remaches y pez en las junturas.

Y una buena quilla por la que pasar a quienes creen que la única solución es gritar “¡sálvese quien pueda!”

Permítanme un recuerdo para terminar esta nota.

Hace unos meses, El Huff tuvo a bien publicar en este rincón que me ha reservado un relato al que titulé Soledad. Vuelve aquí, si ustedes gustan, porque la imagen final, que no es mía, sino de la realidad, no ha dejado de perturbarme desde que la conocí.

Y como Vallejo, que murió en París con aguacero, solo me queda pedirles perdón por la tristeza.

“Un hombre pasa con un pan al hombro 

 ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?

 

Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre

¿Cabrá aludir jamás al yo profundo?

 

Otro busca en el fango huesos, cáscaras

¿Cómo escribir, después del infinito?

 

Un paria duerme con el pie a la espalda

¿Hablar, después, a nadie de Picasso?”

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”