'Superstar': Cine bizarro para una Navidad atípica

'Superstar': Cine bizarro para una Navidad atípica

Toda la película es un frenesí, un sinsentido perfectamente orquestado que la ha convertido en una joya de culto.

'Superstar'. 

Cinematográficamente soy intensa, no es ninguna novedad. Las películas que me conmueven son potentes y, en ocasiones, esto desemboca en que nadie o casi nadie conecte con el cine que me gusta. Lo tengo superado, tampoco me horripila.

No obstante, a tanta intensidad le siguen momentos de simple expansión, no se crean que en mi catálogo solo habitan Ingmar Bergman, Andréi Tarkovsky, Deepa Mehta o Béla Tarr, aunque, indudablemente, estos sean los que más me gustan. Pese a que prefiero el cine independiente, el desconocido, el periférico y el desheredado, como buena gourmet sé que, para alimentarme bien, he de hacer excepciones. Y si son gratas, mucho mejor.

Por ello, ya que se avecina una Navidad atípica, en cierto modo imprevisible y repleta de interrogantes, permítanme compartir con ustedes uno de esos remedios cinematográficos contra todos los males, una película tan liviana y bizarra que les sacará, casi obligatoriamente, una sonrisa: Superstar (1999, Bruce McCulloch).

La cinta no tiene nada de particular. La descubrí cuando era una adolescente y la resonancia de su carcajada histérica todavía me alcanza en la edad adulta. Si no son admiradores del estilo de Saturday Night Live es mejor que se abstengan. Superstar es una película rodada en las postrimerías del siglo XX, cuando la ingenuidad social casi endémica no había sido arrebatada por ataque, conflicto o pandemia alguna. Estaba protagonizada por una actriz archiconocida, Molly Shannon, que había popularizado el personaje de Mary Katherine Gallagher en los programas de SNL, una chica que se cría en un colegio católico y que desea ser una superestrella casi tanto como ser besada por Sky Corrigan (Will Ferrell).

El problema está en que Mary Katherine no es popular, no lo es en absoluto, al contrario que Sky, quien reúne todos los estereotipos propios del instituto norteamericano, incluida la petulancia, la vanidad y una novia, con nombre de agua mineral, que es jefa de animadoras (Evian Graham -Elaine Hendrix-). 

Mary Katherine se encuentra en el extremo opuesto. Toda ella parece grotesca, está sola y además no proviene una familia rimbombante como la de todos los demás; de hecho, ella es huérfana, vive acompañada por su abuela (Glynis Johns) y sueña con la gloria y la fama mientras aprende los diálogos de películas en VHS que, al igual que Quentin Tarantino, rebobina en el videoclub en el que trabaja.

La mayor dificultad con la que cuenta Mary Katherine es su carácter disfuncional. Carece de aptitudes para socializar, tiene reacciones desmedidas y su fantasía, unida a su frustración y al sinfín de comportamientos poco adecuados que exhibe, configuran un cóctel molotov difícil de asimilar. Sus profesores, todos ellos religiosos, despliegan una paciencia infinita con sus apetencias, sus desmanes, sus reacciones excesivas y su afán de protagonismo, porque en el fondo saben que Mary Katherine es solo presa de sus pulsiones.

Cuando el colegio pone en marcha un concurso de talentos cuyo premio es viajar a Hollywood, su vida cambiará. En su camino podrá unirse a un grupo de amigos igualmente inadaptados, por lo que su popularidad aumentará insospechadamente, lo que también incluirá que Sky se fije en ella o que llame la atención al nuevo chico del instituto, Eric Slater (Harland Williams).

Como se deduce de su argumento, toda la película es un frenesí, un sinsentido perfectamente orquestado que la ha convertido en una joya de culto. Imposible no reír pensando en Mary Katherine seduciendo árboles (costumbre que, por cierto, conservará una vez tenga pareja) o toqueteándose mientras se mira al espejo.

Todo lo que Molly Shannon realiza en esta película alcanza cotas de genialidad por la sencilla razón de que son radicalmente bizarras. Sus maldiciones groseras disculpadas por haber visto demasiado cine de Spike Lee, sus coreografías insostenibles, la compulsión de oler sus manos tras acariciarse las axilas o el modo en el que se refiere al profesorado es tan grotesco que llega a ser fabuloso.

Además, en la cinta no faltan referencias al cine clásico, es más, la escena al más puro estilo Carrie (1976, Brian De Palma) es la mejor prueba de ello, al igual que la presencia de Glynis Johns, la señora Winifred Banks de Mary Poppins.

Quizá los tiempos no están para reír, pero créanme que me he cansado de que sean tan largos los tiempos para llorar. Por ello confíen en mí y aplíquense este antídoto de hora y veinte. Seguro que les saca una sonrisa, aunque sea por pura vergüenza ajena.

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Lucía Tello Díaz. Doctora y profesora universitaria de cine. Directora y guionista.