¡Vuelve, Buenaventura!

¡Vuelve, Buenaventura!

Mientras nos restriegan en la cara sus beneficios, los bancos traicionan, una vez más, a quienes confiaron en ellos.

.Carlos Alejándrez "Otto".

La enfermedad nos ha acostumbrado a situaciones que resultan, cuando menos, estrambóticas. Desde la proliferación de mascarillas, que convierte cualquier acera en una convención de cuatreros (ya en el Viejo Oeste, los altos vaqueros sobre sus caballos despavoridos, se tapaban la boca contra el virus del polvo), al sendero de losas amarillas que es hoy el mercado, aunque al final no esté el poderoso Mago de Oz, sino Santiago, el pollero, con su babel de pintadas, pichones, pavos, pollos y codornices. 

Mejor encontrarme a este último, en cualquier lugar y ocasión.

Un contertulio del Café Gijón declaraba, dirigiéndose a la mesa que ocupaban, entre otros, Camilo José Cela y José García Nieto: “aquí, todos vivimos de la pluma; ustedes escriben y yo tengo dos pollerías”.

De todas las manifestaciones de esta manera de vivir, que me niego a llamar “normalidad”, la que más me duele es la de las colas, que ni siquiera es “nueva”. Ya vivimos las colas de la miseria y del pan correoso ante las que se paseaban mujeres oscuras susurrando con la cabeza gacha; “lo tengo rubio, piedras de mechero, ballenitas, ballenitas…”, mientras disimulaban el capacho de su delito. 

Evito las colas siempre que me es posible, dolido porque una y otra vez me pregunten quién es la última. Pero no pude evitar detenerme, no hace mucho, en la que se había organizado a la puerta de una sucursal bancaria y en la que conté a treinta y un pacientes ciudadanos aguantando el calor de la acera al sol, que este año tampoco se ha preocupado por parecer amable. Me acerqué al último de los esperantes, un anciano de los que ni en plena canícula se quitan la chaqueta, que las corrientes son muy traicioneras, dispuesto a entablar conversación.

-¿Cuánto dan, caballero?

-¿Cuánto dan de qué?

-De dinero. Ya me dirá usted para qué va a hacerse una cola ante un banco si no es porque lo regalan.

-¿Está usted loco, o qué?

Tras explicarle que, sobre el particular, hay opiniones encontradas (unos dicen que medio, otros que de atar) conseguí calmarle hasta que me confesó que la interminable espera se debía a la reducción de horario, personal y sucursales que las entidades bancarias practican desde hace ya unos años.

-Ahora solo abren la caja dos horas al día, y han dejado a una sola cajera. Me dicen que utilice el cajero automático o que consulte los movimientos en Internet ¡En Internet! ¡Si ni siquiera me aclaro con el móvil este que me han dado mis hijos para tenerme encontrado!

De repente, esa cola me afectó aún más que las del hambre, porque sentí en ellas el enconado dolor de la injusticia.

Los bancos, como los tahúres resabiados, juegan siempre con ventaja. Ningún gobierno permitirá que se hundan, aunque su ruina sea consecuencia de sus desmanes.

Mientras nos restriegan en la cara sus beneficios, los bancos traicionan, una vez más, a quienes confiaron en ellos. A la lista de agravios que han pasado por los tribunales (desde las comisiones dudosas -por decirlo con una misericordia que no merecen- a aquellas preferentes que ni ellos mismos hubieran comprado a sabiendas de  la esclavitud que suponían, pasando por las cláusulas suelo que, en un país civilizado, hubieran llevado a muchos directivos a esconderse bajo tierra), hay que sumar ahora la anulación de los servicios cercanos, la eliminación de los empleados que nos tranquilizan cuando nuestro torturado dinero nos hace temblar. Ese dinero que entregamos al banco para que haga negocio con él y del que solo vemos unas migajas en nuestro saldo.

Los bancos, como los tahúres resabiados, juegan siempre con ventaja. Ningún gobierno permitirá que se hundan, aunque su ruina sea consecuencia de sus desmanes. En la bonanza, extienden su cola de pavo real y exigen las mejores condiciones. Cuando pintan en bastos (para ellos, que los demás no conocemos otro palo), lloran y piden que los rescaten como  damisela ñoña de novela de quiosco, sabiendo que no devolverán ni una perra de lo prestado y que serán otros los que paguen el destrozo. Ya tienen ellos suficiente con fusionarse para aumentar el negocio y reducir los gastos.

Especialmente incomprensible me resulta la complicidad de muchos currantes “apaleados y dóciles como la aurora al surco” (gracias, Ullán), que se comportan como si fueran los dueños de la entidad, negando ayuda y plazo a quien ya no sabe cómo esquivar la asfixia.

Acallan su conciencia con la mordaza de la obediencia debida, como los policías que apalean manifestantes, o aquellos probos ciudadanos alemanes que no veían nada raro en los vagones de ganado atestados de personas, y que tal vez pensaron que la incesante espiral de humo era de los habanos que incineraba la oficialidad.

¡Cuánto agradecería a los curritos que, aunque solo fuera por una vez, se hicieran responsables de sus decisiones y explicaran las razones de tanta negativa y tanto cobro inesperado! Que entiendan que no todos los días desayunamos con Ana Patricia Botín ni con Carlos Torres, y que, a cambio de su sueldo, deben encarnar el rostro y los motivos de la empresa a la que representan.

Y que entiendan que, bajo las mascarillas de este lado del mostrador, hay personas que, cuando preguntan por su cuenta, preguntan por su miedo y por su esperanza.

Hoy, la alimaña lleva corbata y no se mancha sus garras de manicura para dar un zarpazo en primera persona, lo que supondría un atisbo de valentía.

Asumido ya que me torean desde las alturas y que me barrenan los picadores de categoría media, ¿debo también soportar las patadas de los peones de brega y los monosabios?

Personal ungido de arrogancia y tan ayuno de voluntad de servicio que en la abnegada hostelería hubieran durado menos que un soufflé. Por suerte para quienes los sufrimos, la banca jubila pronto.

Solo he conocido a un bancario y a un banquero que antepusieron la dignidad al sueldo.

El bancario, cuyo nombre omito, fue severa y reiteradamente sancionado por negarse a cambiar intereses por cacerolas o ahorros por productos financieros, ruinosos para los vejetes que solo contaban con la pensión y unos pocos billetes. Se jubiló, al fin, sin que le agradecieran los nauseabundos servicios que no prestó, y ha vuelto a sonreír, que jubilarse viene de “júbilo”

El otro, banquero decente (disculpen el oxímoron), al que conocí en tiempos de barbecho, dejó el despacho para firmar poemas en lugar de estadillos. Buen momento es este, y cualquiera, para añorar a José Antonio Muñoz Rojas ahora que, tras abrazar la lluvia, los surcos esperan la simiente:

“Las centenarias encinas son los contados dientes que le quedan al campo para rumiar antiguas historias de cuando reinaba la alimaña y era libertad la primavera”.

Hoy, la alimaña lleva corbata y no se mancha sus garras de manicura para dar un zarpazo en primera persona, lo que supondría un atisbo de valentía. Exige recortes de derechos e invitaciones en los restaurantes. Y está dispuesto a echar a la calle a sus empleados, sin importarle ni el destino de estos ni la indefesión en que quedan sus clientes más desvalidos, los que hace décadas firmaron un contrato que ahora la cúspide rompe por su cuenta y riesgo.

Cuando la sequía que él mismo ha provocado lo condene a media ración de caviar y seis ostras, lagrimeará, al modo del cocodrilo, por supuesto, musitando que es sistémico, y que su caída supondría la caída de la nación.

Ya Bertolt Brecht intuyó que fundar un banco es, en cuanto a la ética, peor que atracarlo.

Y Durruti, en defensa de la autogestión, y sin importarle el viento en contra, gritó que un banco siempre es peligroso.

A mí solo se me ocurre pedirle a Buenaventura que se ponga la mascarilla y vuelva.