Yo quería comprar el plátano

Yo quería comprar el plátano

El plátano de Cattelan no solo nos dice que somos tontos, nos dice también que nuestro sistema de valores es absurdo.

Varias personas se fotografían junto al plátano de Cattelan, antes de que un hombre se lo comiera. Eva Marie Uzcategui / Reuters

Cuando el miércoles pasado un plátano expuesto en Art Basel Miami se hizo universalmente famoso mi socia Carolina y yo coincidimos en una idea: ¿por qué no comprarlo? La obra en cuestión era la vuelta al ruedo de Mauricio Cattelan, uno de los más importantes artistas del siglo XXI, un clásico en vida, el gran maestro de la irreverencia. La instalacioncita es otra provocación más, una de sus obras más flojas en sí, pero de una oportunidad feroz y de un oportunismo no menor. 

Nada más conocerse la noticia, que no era otra que el absurdo precio de 120.000 dólares, Cattelan había conseguido su objetivo. La inmensa mayoría se lanzaba a comentar escandalizada la historia del plátano sin saber quién era el autor, es esa facilidad opinatoria de los tiempos en curso. Entre todos íbamos haciendo la bola gigantesca, y sin saberlo todo indignado con un teclado trabajaba gratis para el artista italiano. La jugada estaba clara, Carolina y yo nunca íbamos a conseguir una campaña de prensa global por una cifra tan modesta como 120.000 dólares, así que empezamos a pensar cómo hacerlo, ya que para nuestra economía sí era una cifra muy grande. La obra se vendió en horas, no hubo opción, así que por una parte lamentamos no haber podido parasitar la acción de Cattelan y por otra respiramos aliviados por no haber tenido que hacer semejante y absurdo desembolso. Hasta ese punto estábamos divertidos con el juego pero se anunció la venta de un segundo ejemplar y el domingo de un tercero, a un precio de 150.000. La historia, que pudo tener un fondo de crítica al capitalismo absurdo y a la disolución del arte en el mercado se había convertido en arte ya disuelto, vendido. En ese momento, entre la segunda y tercera edición del plátano Cattelan había desaparecido de mi panteón de artistas geniales.

Sin embargo, la historia dio un giro interesante en las clases que imparto en el Máster de Mercado de Instituto 42. La sesión de aquel jueves empezó con el plátano y resultó interesante en extremo. Cuando estábamos diseccionando este fenómeno una de mis alumnas, Inmaculada, hizo una lectura de la pieza en clave política que nadie había hecho y que resultó necesaria. El objeto era un plátano, es decir, alimentación. Se podía entender como una crítica a la especulación con alimentos, algo tan grave como frecuente. La lectura, no propuesta por Cattelan, me hacía ver la obra como algo mucho más profundo, como una lectura accidentalmente hiperrealista del mundo de hoy. Un alimento de unos pocos céntimos con una plusvalía infinita por una razón insostenible como es la firma de un artista famoso. 

La obra de Cattelan nos está diciendo, sin querer él, que el fin de la humanidad es la consecuencia lógica de cómo hemos gestionado nuestro paso por el planeta en las últimas cinco décadas, aunque tal vez siempre fuimos idiotas. A lo largo de la historia los productos más caros, los que han establecido los patrones de la economía han sido los que brillaban. El objeto más caro siempre fue un diamante solo porque brillaba más y mejor que las otras piedras. El brillo de las cuenta de cristal s con las que los del Mayflower engañaron a los indios, el brillo que deslumbra por igual a seres humanos y gatos. Hemos llevado a la muerte en condiciones espantosas a millones de hombres, mujeres y niños en las minas de Potosí o Sudáfrica para conseguir minerales que brillasen y nos escandaliza que una obra de arte sea tan cara solo por estar hecha de materia alimentaria.

La obra de Cattelan nos está diciendo, sin querer él, que el fin de la humanidad es la consecuencia lógica de cómo hemos gestionado nuestro paso por el planeta en las últimas cinco décadas, aunque tal vez siempre fuimos idiotas.

El plátano de Cattelan no solo nos dice que somos tontos, nos dice también que nuestro sistema de valores está absurdamente edificado y que en un mundo de urgencias saturado de emergencias humanitarias, de hambre, desigualdad y muerte, estamos pendientes de que se venda un plátano muy caro en Miami.

Al tiempo de la aparición del plátano que yo quería comprar se anunció una previsión del fin del mundo para 2030. Alguien ironizaba con la velocidad en la que hemos pasado de negar la emergencia climática a abrazar al Apocalipsis y yo meditaba la posibilidad de nuestra desaparición para esas fechas. Solo pensarlo me dolía y pensaba en Hugo y Martina, mis hijos de 10 y 6 años, en todo lo que no vivirían. Luego valoraba la tristeza de que nuestra generación haya sido la responsable del finiquito de todo un planeta y finalmente pensé en el plátano, claro. Imaginé un mundo sin seres humanos, irrespirable los primeros días. Luego, una vez extinta nuestra nociva acción, en unos días la tierra habría empezado a purgar nuestro tóxico recuerdo. En un año el planeta estaría limpio, la vegetación se habría recuperado, el aire sería más limpio que nunca. Imaginé las ciudades tomadas por la vida salvaje y pensé en todas esas obras de arte que hemos ido conservando para defendernos del paso del tiempo y visualicé las salas del Prado y el Reina Sofía transitadas por lobos y ciervos entre Tizianos y Picassos y tomé una decisión.

No compraré la cuarta edición del plátano de Cattelan. Invertiré el dinero en comprar un terreno en una montaña y construiré un refugio subterráneo preparado para pasar en 2030 el año en el que la Tierra se purgará. El 1 de enero de 2031 mi familia y yo saldremos a tomar ese planeta vacío, quiero ver esos museos llenos de arte y vida no humana.

Gracias, Cattelan.

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