Madrid no se vende

Madrid no se vende

Madrid se vende en las maletas de quienes una vez vinieron sin saber si iban a quedarse y vuelven a su ciudad de origen unas cuantas veces al año diciendo "vuelvo a casa" cuando regresan aquí. En las bandas sonoras de sus calles, en sus sirenas, en el tañir de las viejas campanas del centro y en las canciones de quienes le dedicaron unas estrofas.

Se vende Madrid, y no se vende en servilletas de papel.

Se vende Madrid, se tiene que vender Madrid, y no quiero que sea en un trozo de papel de usar y tirar donde se pueda recoger la esencia de mi ciudad. Es tan necio como creer que podemos transmitir un beso de unos labios que se limpiaron con esa servilleta.

Madrid se vende, pero no con ideas que salen de grises despachos con máquinas de fichar que imponen límites horarios a la creatividad, o en modernas oficinas donde los egos frágiles pelean por encontrar la promesa de venta de un producto a base de manidas frases que lo describan.

Madrid son muchas promesas.

Madrid se malvende en las estanterías de guías de viajes donde siempre aparece sepultada bajo las pesadas tapas que acompañan al turista por París, Berlín, Londres o Nueva York. Ciudades que supieron encontrar su identidad, forjarla y venderla a golpe de sueños, promesas, canciones y películas.

Madrid se vende en las maletas de quienes una vez vinieron sin saber si iban a quedarse y vuelven a su ciudad de origen unas cuantas veces al año diciendo "vuelvo a casa" cuando regresan aquí.

En las bandas sonoras de sus calles, en sus sirenas, en el tañir de las viejas campanas del centro y en las canciones de quienes le dedicaron unas estrofas. Madrid no se vende en grandes producciones porque Madrid es un escenario en el que la vida no tiene guión, se improvisa.

No se vende en páginas webs de organismos oficiales. Se vende por sus gentes; cuando la enseñan a amigos de fuera, cuando comparten una puesta de sol en una foto, cuando se escribe sobre ella contando cómo se vive y, sobre todo, cómo se siente.

Madrid no se vende en la organización de macroeventos; se vende cuando sus ciudadanos, de manera espontánea, se unen para formar ríos de gente que atraviesan su espina dorsal porque les han tocado algo que les duele o celebran algo que les une.

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Hay ciudades para vivir y hay ciudades para vivirlas, y Madrid es de las segundas.

  • Hay que pasear por las ordenadas calles del Barrio de Salamanca, llenas de señoras de perlas y laca, delgadas chicas de pelo lacio y largas piernas, de hombres de pantalones de pinzas y chaquetas almidonadas.
  • Hay que bebérsela en Malasaña, rodeada de modernos de camisas de flores, barbas y flequillos que no pueden esconder el toque castizo.
  • Hay que pasar la resaca del fin de semana un domingo en la Latina donde, disfrazados de comodidad con forma de camiseta, se junta el niño bien con la Barbie de extrarradio.
  • Hay que estremecerse ante una puesta de sol en el Templo de Debod.
  • Hay que mirarla de abajo a arriba, en ese orden, porque siempre algo ha cambiado a la altura de nuestros ojos; efímeros negocios y publicidad estacional con promesas de éxito y juventud. Y algo que ha permanecido durante siglos esperando a ser descubierto unos metros sobre las miradas. Y hay que verla desde arriba para apreciar sus enormes contrastes de tejas naranjas y edificios de cristal.
  • Hay que enamorarse entre dos estaciones de metro.
  • Hay que ver anochecer en el Retiro, sentado en las escaleras del lago, creyéndonos que estamos ante una reproducción a escala del océano más profundo .
  • Hay que odiar la Puerta del Sol mientras se intenta cruzar esquivando a siniestros personajes de dibujos animados de gomaespuma, turistas, vendedoras de lotería y barrenderos que no levantan la mirada del suelo para dejarnos una ciudad más amable.
  • Hay que perderse por Lavapiés y respirar las mil culturas que habitan sus calles.
  • Hay que pasar una mañana lenta en el Museo del Prado.
  • Hay que confesarse con un taxista, arropado por la seguridad de los encuentros efímeros y la escasa posibilidad de volver a coincidir.
  • Hay que perderse por el Barrio de las Letras, por sus calles, sus tabernas, y pasar por las casas de los grandes literatos (ocultas a los ojos del turista, que no podría imaginar que allí vivió quien escribió El Quijote).
  • Hay que sentirse orgullosos de tener una estatua del Ángel Caído en pleno centro de la ciudad.
  • Hay que perder el autobús a punto de cogerlo, el metro cuando se esta bajando el último tramo de escaleras mecánicas, y encontrarse una multa en el capó, para desarrollar la tolerancia a la frustración que imprime esta ciudad.
  • Hay que quedarse clavado en la Puerta de Alcalá mirando hacia la Cibeles y sentir que ya no hay vuelta atrás, que siempre querrás volver.

Es imposible explicar que es burguesa pero, al mismo tiempo, ordinaria, que es cosmopolita pero provinciana, moderna y rancia.

Es difícil vender Madrid en un folleto o en una valla publicitaria porque esta ciudad se estrena en cada amanecer y se recicla con cada atardecer.

Para vender Madrid, la mediocridad no es una opción; hay que sentirla, vivirla, amarla, y alejarse cuando comienza a quemar, para entonces echarla de menos y volver, porque ella siempre espera.

Madrid es centro, pero no lugar de paso, sino punto de partida.

Hay que vender Madrid porque es la gran desconocida. Esa hermana pequeña que un día creció y, de repente, superó en belleza a las mayores.

"Agarro la guitarra y canto para ti. Qué bueno estar en casa. Vuelvo a Madrid" Ismael Serrano.

P.D. Post dedicado a todos aquellos "colegas" que escribís sobre Madrid, la fotografiáis o la "vendéis" viviéndola.

Este artículo fue publicado en origen en el blog de la autora.