¡Dios, que buen vassallo, si oviese buen señore!

¡Dios, que buen vassallo, si oviese buen señore!

El espectáculo que nos han servido desde el Vaticano en estos días es muy elocuente: además de anacrónico, es antievangélico: ninguna mujer, todos clérigos, nombrados por cooptación de los papas anteriores, tocados por el mismo talante conservador. En este panorama se oye con mayor fuerza el mandato de Jesús: "Francisco, reforma esta Iglesia".

A la vista de lo que está ocurriendo en estos últimos días en Roma, me viene constantemente a la memoria la situación de quien, en la estación, espera impacientemente la llegada del tren. Las horas se hacen eternas y los minutos son de plomo. El retraso, sin poder acelerar el viaje, se torna angustioso. No obstante, a pesar de la espera, el viajero no renuncia a la esperanza.

Esta imagen, entre la espera y la esperanza, puede reflejar la actitud de muchos cristianos y cristianas que, con la ilusión de acercar la Iglesia al momento que estamos atravesando, han venido consumiendo muchas energías en una reforma que no acaba de llegar. En este noble y generoso empeño se han topado siempre con el vacío, el silencio, la oposición y aun la descalificación de sus máximos responsables. ¡Un tren que no acaba de llegar a la estación!

Como nos está pasando con la política neoliberal de los recortes, también la Iglesia está afectada por una crisis de credibilidad tan profunda que hace emigrar a las mentes más lúcidas a territorios de mayor respiro. Porque en la raíz de la crisis no está la debilidad del mensaje fundacional, sino una articulación anacrónica que propicia la corrupción económica y moral. Esto escandaliza a mucha gente y desactiva a la parte más testimonial y militante.

En esta "desesperanzada espera" en que se encuentran muchos cristianos y cristianas cada día que pasa se ve con mayor claridad la urgencia de renovación (o transformación) que tiene la Iglesia para seguir existiendo y la necesidad de volver a las fuentes de cuyo mensaje es principal heredera. Estoy convencido de que Jesús y su evangelio siguen siendo una buena noticia para la humanidad que sufre y para la tierra que se desangra y muere por falta de cuidado. Se habla hoy día de estar entrando en una nueva era. Y esto me recuerda el sorprendente comienzo con que inició Jesús la era cristiana en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para dar la Buena Noticia a los pobres" (Lc 4, 18). ¿Un nuevo espíritu para la nueva era en la que estamos entrando?

La grata sorpresa de su elección y los primeros gestos del papa Francisco parecen apuntar en esa dirección. Mucha humanidad desde dentro y fuera de la Iglesia y hasta la misma tierra está añorando este momento. Desde la entrada en escena del nuevo papa se empieza a respirar otro aire. Es como si se comenzara a desplegar otro programa: el nombre de Francisco, en recuerdo del poverello d'Assisi, que hace referencia a los pobres y a la encomienda que, según San Buenaventura, recibió el Santo de Asís ya en el s. XIII directamente de Jesús: "Francisco, renueva la Iglesia"; la modesta y parca ornamentación, además, de su primera presentación como "obispo de Roma"; la complicidad buscada con el pueblo, orando juntos antes de impartirle la bendición... Estos breves detalles encienden una pequeña esperanza. A esto contribuyen otros datos sobre su persona que la prensa mundial resalta en estos días: su sencillez en el estilo de vida, su denuncia de la corrupción económica y política y su defensa de la dignidad de los pobres y excluidos. También es verdad que en su equipaje trae algunas posiciones doctrinales muy discutibles que rayan con la homofobia y a la misoginia. Y, sobre todo, esa sombra de duda que arroja su comportamiento ante la dictadura de los militares argentinos. La investigación irá aclarando estos últimos datos nada agradables en materia tan delicada.

Ante un perfil doctrinalmente conservador y la bondadosa autenticidad que se advierte en estos sus primeros gestos me gustaría que el obispado de Roma y sucesor de Pedro llegue pronto a diferenciar y respetar dos planos que actualmente aparecen generalmente confusos en la práctica de la jerarquía católica: el campo de la reflexión teológica y moral -analista, imaginativo y creativo, que nunca debe ser acotado por ningún poder meramente administrativo- y el campo de la praxis o acción samaritana, compasiva y profética, que corresponde a todas y todos los seguidores de Jesús de Nazaret. ¿Levantará el papa Francisco el castigo que, en nombre de una ortodoxia discutible, impusieron en las últimas décadas sus predecesores a los más de 100 teólogos y pensadores cristianos?

¿Habrá llegado con el papa Francisco el momento oportuno para que el pueblo cristiano, -que es el sujeto principal de la Iglesia según el Concilio Vaticano II- recupere el protagonismo que le corresponde y que se ha dejado arrebatar por la jerarquía? Es de sobra conocido que el larguísimo pontificado anterior -Juan Pablo II- Benedicto XVI (1978-2013)-, entre la involución doctrinal y la contrarreforma en las prácticas, ha apagado la frescura y creatividad en la Iglesia. El desmesurado control ejercido sobre el pensamiento y las prácticas de las gentes más imaginativas e inquietas ha sumido a la Iglesia en un inmovilismo en el que se eternizan, sin solución, los muchos problemas que se vienen arrastrando desde hace más de medio siglo.

Son muchos los retos que acaba de heredar el papa Francisco tanto hacia dentro como hacia fuera de la Iglesia actual. A mi modo de ver, el mayor desafío al que va a tener que hacer frente es a esa sensación de cansancio o falta de vitalidad que paraliza la vida de la Iglesia. Lejos de transparentar una "tradición de sentido" que abre a la esperanza, la Iglesia de hoy aparece más preocupada por su propia seguridad y pervivencia. Necesita volver a respirar aquel aire fresco con que soñaba el papa bueno, Juan XXIII. Partiendo de su actual diversidad y multiculturalidad, la Iglesia está obligada por su propia identidad a reconocer el "estatudo de igualdad" entre todos sus miembros y en todas las dimensiones de su ámbito interno: entre hombres, mujeres y sexualmente diferentes, entre clérigos, laicos y exclérigos, entre célibes por opción y quienes se deciden por el matrimonio. Igualdad que debe visibilizarse en relación al poder -que en cristiano se entiendo como un servicio-: ya nadie logra entender, en una cultura democrática, que el acceso al poder en la Iglesia sea consecuencia del carrerismo o del premio a la sumisión, se trate de párrocos, obispos, cardenales o del mismo papa. (El espectáculo que nos han servido desde el Vaticano en estos días es muy elocuente: además de anacrónico, es antievangélico: ninguna mujer, todos clérigos, nombrados por cooptación de los papas anteriores, todos tocados por el mismo talante conservador, no representando a ninguna iglesia local en concreto, etc.). En este panorama se oye con mayor fuerza el mandato de Jesús: "Francisco, reforma esta Iglesia".

Hacia afuera la Iglesia necesita superar la convicción que domina en la sociedad civil de su apego al poder y al dinero, del matrimonio entre el trono y el altar; debería liberarse pronto de su complicidad con ideologías neoconservadoras que hipotecan su libertad e independencia. La Iglesia actual tendría que mirar la laicidad como un espacio privilegiado para su encuentro con la multiculturalidad, el pluralismo religioso y las diversas cosmovisiones que existen en la sociedad de hoy; no se entiende ya una Iglesia que no haga una apuesta explícita por la implantación de los Derechos Humanos, especialmente los relacionados con la justicia debida a las clases más desfavorecidas; ni tampoco se puede entender una institución que quiera marchar en dirección contraria a la modernidad y a la tecno-ciencia que dignifica la condición humana.

Me gustaría, finalmente, que haciendo honor a su nombre, el papa Francisco se mostrara un firme impulsor del cuidado que merecen los pobres y la tierra, madre de la vida; y que, para abordar esta ingente tarea de reformar la Iglesia supiera ganarse la complicidad del pueblo cristiano y rodearse de aquellos sectores más testimoniales y proféticos que, aunque silenciados y castigados por los papas anteriores, no han cejado en su opción por los excluidos y el diálogo con el mundo actual. Mirando a estos grupos de base, comprometidos de por vida con la dignidad del ser humano, la defensa de la tierra, me viene a la mente aquella misma constatación que, mirando a Rodrigo Díaz de Vivar, se hacía el autor del Cantar del mío Cid: "¡Dios, que buen vassallo, si oviese buen señore!" ¡Ojalá el tren de la esperanza esté llegando ya a la estación!