Egipto: fue bonito mientras duró

Egipto: fue bonito mientras duró

Hoy, cinco años después, y tras pasar un par de años en El Cairo, solo puedo decir que me siento triste por lo lejos que han quedado las ilusiones de la llamada Primavera Árabe. El Egipto que he visto no es el que quería que fuera. Egipto no me ha contagiado ilusión ni revolución, sino más bien rabia y tristeza por ver, día a día, cómo iba muriendo el espíritu del cambio. Hoy es, en su mayoría, un país enfadado, lleno de propaganda, desilusión, víctimas inocentes, odio, e incluso, a veces, arrepentimiento por lo que pasó.

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Foto de la plaza Tahrir durante la Primavera Árabe. Mohammed Abed/AFP

Aún recuerdo ese 25 de enero de 2011 como si fuese ayer. Sentada en esa clase de la universidad y atendiendo a un profesor hablando sobre las nuevas tecnologías y de lo anticuado que estaba quedando el periodismo en papel, y cómo el periodismo ciudadano (en las redes sociales) estaba apartando de la primera línea a los profesionales que corroboran la veracidad de la información, y demás cuentos... En fin, que, según me dijeron, hoy en día casi cualquiera puede ser periodista si tiene Twitter.

¡Quizás, parecían tener razón! La que se estaba avecinando hacía casi casi innecesario nuestro papel. Los periodistas, que tenemos la tarea de denunciar las violaciones de Derechos Humanos ante la gran responsabilidad social que los ciudadanos han puesto a nuestro cargo, no habíamos hecho lo suficiente como para que el mundo nos oyera y dejara de apoyar a dictadores de todas partes del planeta. No les asustábamos tanto como para que dejaran de hacer negocios con ellos, de comprarles petróleo y de venderles armas, ni tampoco para que les exigieran que respetaran la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Ese otro cuento chino que alguien nos contó.

Así que ellos, por fin, decidieron tomar las riendas. Esos jóvenes árabes, desde Marruecos hasta Arabia Saudí, habían visto en Internet la herramienta hacia el cambio. Habían visto que la dictadura y la opresión en la que habían vivido tantos años podía denunciarse al mundo a través de Twitter y Facebook. Consideraban que la comunidad internacional nunca les daría la espalda, que haría caso a sus quejas y les ayudaría a quitarse de encima a Zin al Abidine Ben Ali, Muamar al Gadafi, Hosni Mubarak, Bashar al Asad, e incluso a las poderosas monarquías árabes. Se creyeron el cuento de que todos los seres humanos tenemos unos derechos mínimos, que existen unas leyes que protegen nuestra dignidad como personas... y que ellos también son ciudadanos de primera categoría.

Miles de videos, fotos, denuncias, lemas, grupos y convocatorias de protestas llovían a diario en las redes sociales. "Pan, libertad y justicia social", ese era el lema principal. Decenas de canciones recogían las ansias de revolución que tenía el pueblo. ¡Qué caiga el régimen de Mubarak!, gritaban los jóvenes egipcios. ¡Qué caiga el régimen militar!, alzaban su voz los reprimidos durante más de treinta años. Hombres, mujeres, jóvenes y ancianos, niños, y bebes, todos eran el rostro de esas protestas. No importaba la edad ni el sexo, ninguno tenía miedo a ocupar las calles para exigir sus derechos. Un sueño bonito que no duró mucho en convertirse en pesadilla.

Sigo recordando cómo, mientras el profesor me seguía intentado convencer de que fue un gran error estudiar periodismo porque esta profesión no tiene futuro, yo seguía las noticias a escondidas con el móvil y mi sueño de poder ser corresponsal e informar desde esa plaza, desde Tahrir, se hacía cada vez más grande. Se acrecentaban los rumores de que Mubarak iba a huir del país, al igual que hizo Ben Ali en Túnez, o cómo algunos militares habían pasado a la plaza para apoyar al pueblo. Ansiaba poder estar allí y compartir la ilusión por el cambio, por la revolución árabe, por un país mejor. Quería contar y contagiar al mundo que sí se puede. Que el cambio es posible.

Los jóvenes egipcios se lo piensan dos veces antes de usar las redes sociales para denunciar algo o o de tener una tertulia política mientras se fuman su shisha a la orilla del Nilo.

Marruecos era mi ejemplo más cercano, pero miraba al otro lado del Mediterráneo y, como seguramente le pasó a muchos egipcios, veía que era un imposible que eso pasase allí. ¿Derrocar a todo un régimen con tantos años a sus espaldas? ¿Que sus apoyos internacionales van a dejarles solos para defender mis derechos básicos? ¿Que mi dignidad como ser humano vale más que el petróleo o que el dineral que les pagan por sus armas? ¿Que no habrá más periodistas y activistas entre rejas por utilizar su derecho a la libertad de expresión? Eso es una utopía, me dije y me repetí, aunque en el fondo estuviese deseando que alguien me cerrara la boca dando un golpe sobre la mesa y diciendo "basta de dictaduras".

Hoy, cinco años después, y tras pasar un par de años en El Cairo, solo puedo decir que me siento triste por lo lejos que han quedado esas ilusiones. El Egipto que he visto no es el que quería que fuera. Egipto no me ha contagiado ilusión ni revolución, sino más bien rabia y tristeza por ver, día a día, cómo iba muriendo el espíritu del cambio. Hoy es, en su mayoría, un país enfadado, lleno de propaganda, desilusión, víctimas inocentes, huérfanos, activistas encarcelados, pobreza, aparente inseguridad, miedo, lamentaciones, odio, e incluso, a veces, arrepentimiento por lo que pasó.

Egipto, hoy, es el Nilo, las pirámides, los museos, la arqueología, las antigüedades, la arquitectura y la fauna marina del mar Rojo que ya nadie se atreve a ir a ver. Egipto hoy es la expresión de susto y la exclamación "¡Pero eso no está en guerra!". Egipto hoy es peor de lo que era hace cinco años, diría algún que otro egipcio. Y sin turistas, con más pobreza, con menos derechos y con mucho más miedo. Los jóvenes que alzaron sus voces y sus lemas para exigir libertad, esos mismos jóvenes que han perdido a sus amigos durante la rebelión, han decidido salir corriendo del país en busca de un futuro, lejos de la dictadura.

A base de represión y miedo, de afirmaciones como "esos no son activistas sino terroristas", la gente, el pueblo, fue perdiendo poco a poco esa ilusión por el cambio... hasta tal punto que hoy, muchos "añoran" los malos tiempos de Mubarak porque "con él, al menos, tenían algo que llevarse a la boca y había seguridad".

Egipto es hoy diversos actos de vandalismo tildados de "atentados terroristas" que nadie sabe realmente de dónde proceden y cuyos autores nunca son investigados, pues, ¡para qué!, si ya se sabe que son "Hermanos Musulmanes que quieren alterar el orden público", les dicen los de arriba. Y como consecuencia de ello, el pueblo debe entender que este no es momento para "chorradas" como la libertad de expresión sino "para la guerra contra el terrorismo".

Una supuesta lucha contra "el mal" que sirve para justificar la encarcelación de activistas, el asesinato de otros o la casi "prohibición del periodismo", tanto profesional como ciudadano. Hoy, hay oídos en todas partes y posibles conspiradores en todas las esquinas. Los jóvenes egipcios se lo piensan dos veces antes de usar las redes sociales para denunciar algo. Se lo piensan mucho antes de comprarse 1984, de George Orwell, o de tener una tertulia política mientras se fuman su shisha a la orilla del Nilo.

Y es que hoy, aniversario de la revolución, Tahrir es una plaza vacía, triste, bajo control del Ejército, rodeada de tanques y militares, y a la espera de que esta jornada, al igual que las anteriores, pase sin muchos altercados y como mucho, con algún que otro "Tahiya misr" (viva Egipto) y con Al Sisi omnipresente, en fotografías y como fantasma del miedo. Hoy, mejor que nunca, Tahrir es la expresión viva de dónde quedó la revolución.