El Macondo africano: ¿cómo narrar África?

El Macondo africano: ¿cómo narrar África?

Creo que me costó narrar África en un libro, puede que porque nunca llegué a entenderla o puede que porque nunca, tras cinco años de vivirla y viajarla, me llegué a ir. ¿Cómo contar lo que no ves, lo que no entiendes? Hablar de colas de hipopótamo que hacen llover, brujas que siegan vidas, campos de golf partiendo la miseria, esculturas de madera vivas... y yo y aquel hotel.

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Creo que me costó narrar África en un libro, puede que porque nunca llegué a entenderla o puede que porque nunca, tras cinco años de vivirla y viajarla, me llegué a ir. ¿Cómo contar lo que no ves, lo que no entiendes? Hablar de colas de hipopótamo que hacen llover, brujas que siegan vidas, campos de golf partiendo la miseria, esculturas de madera vivas, cocodrilos abandonados entre la basura, tribus de arcilla y barro, risas, muchas risas, mezcladas con algunas lágrimas y alcohol... y yo y aquel hotel.

Llevaba ya dos años vividos en África, entonces en Sudáfrica, de donde huí por prescripción emocional, y una mañana navegando en medio de ese espectacular lienzo que es el Índico en el Parque Nacional de Bazaruto, Mozambique, una amiga me dijo a bocajarro: ¿por qué no te vienes a vivir al hotel? Recuerdo que contesté sin mirar a los lados, sin mirar arriba, sin mirarme para no dudar, que sí. Dos meses después desembarcaba en un rincón perdido del mundo donde, digo en el libro, "por la mañana recogía mis restos y por la noche los volvía a esparcir".

Viajé en 2010 África desde Ciudad del Cabo a Uganda, durante tres meses, cruzando fronteras que no tenían sentido. Viajé como corresponsal muchos países del sur y del este. Monté una empresa de viajes en las que hacíamos rutas largas con clientes en las que nos perdíamos por valles, ríos y ciudades de países diversos, algunos sin nombre y otros sin forma. Luego, en 2014 salí un día de Madrid en coche, llegué a Iskenderun, en la frontera entre Turquía y Siria, y al escuchar retumbar las bombas tuvimos que subirnos a un carguero que nos dejó tres noches después en Damieta, Egipto, desde donde comenzamos a descender con nuestro vehículo todo el continente hasta que ya no hubo más, llegamos a Cape Agulhas, el punto más al sur de África, y vimos que sin enormes flotadores ya no podíamos seguir. ¿Se acabó?, nos preguntamos. Y diez olas en la cara nos confirmaron que sí. Todo eso está en parte en el libro, como esa África inmensa y grande que pude recorrer.

Sin embargo, tras todos esos kilómetros hechos y esas fronteras cruzadas, creo que nunca me sentí tan cerca del continente como los seis meses que viví en aquel hotel levantado en el culo del mundo. El Macondo Africano no narra experiencias sueltas de un habitante, reportero y viajero, fui todas esas cosas, habla de una vivencia concreta, lineal, en la que hay espacio para mis viajes por tantos lugares sin importunar el mensaje: yo quería narrar África desde mi rutina, sin tópicos, sin miedos a lo que digan los otros. El libro narra una dulce derrota o una amarga victoria, lo dejo a juicio del lector.

Íntimamente, al final, reflexioné que el libro sólo tendría un éxito: que las personas que lo leyeran quisieran, al terminarlo, viajar a aquella tierra desprovistos quizá de algunos tópicos. Yo amé y odié mi entorno.

Como periodista siempre sentí que el continente se narraba con dos defectos: exceso de paternalismo, basado en la mirada triste que provoca la enorme miseria, (entendí y sufrí que cuesta mucho aceptar que la pobreza no hace bueno a nadie y luego atreverse a plasmarlo en un papel), y con un exceso de crítica de quien juzga todo con la mentalidad occidental.

Ambos defectos creo que tenían su origen en que África se narra en la distancia. A los medios no les interesa el continente. Ser periodista en esta tierra es un empeño que se sustenta generalmente en otros campos. Yo lo hice con un hotel y safaris, otros con ONG u hospitales, y el resto, en su gran mayoría, se cansan un día de explicar en sus redacciones que África es algo más que el ébola, Mandela, sida y guerras, y deben partir para sobrevivir. Se van por desinterés, de todos, y quedan sólo reporteros ocasionales a los que las ONG les pagan un viaje por contar el enésimo pulitzer. ¿Y el campo labrado, las escuelas normales, la sexualidad sin violaciones, el afecto distante? No existe.

No sé si lo conseguí, desde luego lo intenté, pero El Macondo Africano pretende no tener complejos. Recuerdo tantas horas que pasé meditando si me atrevería a contar esto y lo otro, mi íntima reflexión de que para hacer algo honesto debía también desnudarme y desnudarles. Lo hice, aunque les confieso que, cosas del pudor, cuando el libro iba a imprenta, me puse algo de ropaje. Le puse caras a lo escrito y me tembló un poco el teclado. Guardé intimidad y algún ajuste de cuentas en un cajón sin, creo, importunar la historia. Da igual, yo sólo soy en la obra el mirador ocasional, lo importante son ellos.

Íntimamente, al final, reflexioné que el libro sólo tendría un éxito: que las personas que lo leyeran quisieran, al terminarlo, viajar a aquella tierra desprovistos quizá de algunos tópicos. Yo amé y odié mi entorno. Ganó lo primero. Hoy vivo y trabajo en México, un país fabuloso. No hay un solo día que no sueñe con que vuelvo allí, mi casa, a Macondo.

P.D. El título del Macondo Africano se debe a que mientras releía Cien años de soledad en el hotel ocurrió un hecho igual al que estaba leyendo. Ese es el comienzo y final de la historia.

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