¿Diálogo o principios?

¿Diálogo o principios?

En la historia de España, han sobrado los principios y ha faltado el diálogo. Porque el diálogo, para que merezca tal nombre, exige aceptar que todos participamos en él en igualdad de condiciones. Exige reconocer que nuestra sociedad, como cualquier otra, está compuesta de elementos heterogéneos, dispares, con distintas ideas e intereses, incluso principios, y que todos tenemos derecho a ser respetados.

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Foto: EFE

Para los que recordamos la retórica franquista, cualquier toma de postura política que se justifique por la defensa de unos principios es, cuando menos, sospechosa. No porque hayamos renunciado a tenerlos, sino porque consideramos que donde hay que probarlos es en el nivel personal del comportamiento diario, no en el escaparate de la tribuna pública.

¿Queremos fundar la política española en el diálogo o en los principios? La pregunta no es ociosa, ya que, de cómo la contestemos, dependerá el nivel de crispación que experimentará nuestra sociedad en los próximos años.

Un breve repaso a la historia española nos demuestra que, desde sus mismos orígenes, las líneas maestras de nuestra actuación política como pueblo han estado marcadas por la defensa a ultranza de unos principios. O dogmas. Sean los que sean, pero siempre innegociables. Por espacio de varios siglos, fueron los de la Iglesia católica. Los ecos de esa retórica aún resuenan en nuestros oídos. Entre otras medidas de menor calado, motivaron que, en aras de la pureza de la fe, y para proteger al pueblo español de todo posible contagio, se creara la Inquisición, se expulsara a los judíos y a los moriscos y se prohibiera a los jóvenes viajar a las universidades de otros países europeos sospechosos de protestantismo.

Una política tan intransigente, por nefasta que fuera, se prolongó sin mayores obstáculos hasta que ciertos ilustrados, conscientes de que el fanatismo estaba conduciendo al país a la ruina, decidieron ensayar un tipo de política más racional. No es éste el momento de analizar la virulenta reacción que su intento de reforma moderada causó entre los grupos más reaccionarios. Me limitaré a recordar que, al final de la guerra contra Napoleón, esos mismos grupos, amparados en el odio del pueblo contra el invasor, y con el decisivo apoyo de la Iglesia, acusaron a sus enemigos de colaboracionistas y anti-españoles y los enviaron a las cárceles o al exilio. El nacimiento de las "dos Españas" tiene fecha: la vuelta de Fernando VII en 1814 y la promulgación del decreto que declaraba inviolable la alianza del Altar y el Trono.

Desde ese momento, la vida española ha estado marcada por la polarización. Los conservadores, en su afán de monopolizar la identidad nacional, negaron a sus enemigos incluso su condición de españoles y provocaron en ellos una reacción en sentido contrario. El fanatismo generó fanatismo. Los sectores más extremistas de ambos grupos (los de más principios), haciéndose siempre dueños de la situación, neutralizando los esfuerzos de los moderados. El Trienio Liberal. La Niña Bonita. La Segunda República. Oportunidades perdidas. Una España contra otra. Las dos convencidas de su superioridad moral y de la maldad del enemigo. La secuela de guerras civiles que esto ha provocado, todos la conocemos bien.

En la historia de España, han sobrado los principios y ha faltado el diálogo. Porque el diálogo, para que merezca tal nombre, exige aceptar que todos participamos en él en igualdad de condiciones. Exige reconocer que nuestra sociedad, como cualquier otra, está compuesta de elementos heterogéneos, dispares, con distintas ideas e intereses, incluso principios, y que todos tenemos derecho a ser respetados. Exige renunciar al convencimiento de que mis principios son superiores a los de los demás, para aceptar, más modestamente, que lo que existen son distintos puntos de vista. Exige, por tanto, dejar de percibir a los que no comulgan con mis creencias (subrayo la idea de comulgar) como entes descarriados que necesitan ser convertidos a la fe verdadera, para considerarlos interlocutores a los que necesito escuchar y de los que tal vez tenga algo que aprender. Implica también admitir, mirando hacia adentro, que tal vez mis principios no sean tan universales como me gustaría creer. En España hemos estado siempre predispuestos a demonizar al contrario. Y con los que yacen en el error no se dialoga.

Esa herencia fue la que recibimos a la muerte de Franco.

El enconamiento que se vive actualmente en España sólo se superará cuando las posturas radicales pierdan el respaldo que han ido adquiriendo en los últimos años. Pero ésa es una responsabilidad que, de algún modo, nos incumbe a todos.

La Transición puede afirmarse que es la primera vez en nuestra historia en la que el diálogo se impuso a los principios. Y el resultado fue que, por primera vez en nuestra historia, conseguimos crear una democracia estable. Los representantes de las principales fuerzas políticas (izquierdas, derechas y nacionalistas) dejaron a un lado sus respectivos principios y negociaron las bases de una convivencia que fuera más o menos aceptable para todos. Y digo más o menos aceptable, porque la esencia del diálogo es ésa. Nadie puede conseguir la totalidad de lo que desea. Negociar implica hacer concesiones.

Los beneficios de la Transición fueron durante décadas casi universalmente reconocidos. Por supuesto, los radicales de uno y otro bando no podían aceptar que, por primera vez en la historia, se los hubiera relegado a un segundo plano. ¿Y los principios? La derecha tuvo su prueba: el golpe de estado de Tejero y compañía. Consiguió neutralizarse. Los nacionalistas y la izquierda tendrían también la suya. O la tienen, porque no sabemos aún cómo se va a resolver. El inicio de Segunda Transición puede concretarse asimismo en una fecha: el 31 de marzo del 2004. Ese día, tres nacionalistas radicales publicaron en El País un artículo titulado Por una segunda transición democrática y plurinacional en el que denunciaban los pactos de la Transición. Lo que la democracia española necesitaba para regenerarse eran más principios. Derecho a decidir. Democracia directa. Justicia social. Todo revuelto. Su gran acierto, como se ha comprobado después, consistió en asociar la calidad democrática con los intereses del nacionalismo y la autenticidad de la izquierda, como si se tratara de una misma cosa. La izquierda radical, siempre reacia a la idea de pactar con los moderados, no tardó en responden a la llamada.

En un país en el que declararse partidario de negociar y de hacer concesiones ha sido siempre mal visto, por considerarse cosa de gente tibia y de poca sustancia, la ofensiva basada en los principios encontró el terreno abonado incluso en grupos que hasta entonces se habían caracterizado por su moderación. El pasado comenzó a ser objeto de enconadas polémicas. No tardaría en serlo el presente. En el 2012, Artur Mas declaró su voluntad de emprender un camino unilateral hacia la independencia de Cataluña. La decisión implicaba dar por clausurada una etapa basada en el diálogo. No de otra forma debe entenderse su intención de tomar decisiones unilaterales, rescatando principios que, según muchos creímos, habían quedado orillados en aras de crear una convivencia que fuera aceptable para todos.

El legítimo descontento social creado por la gravísima crisis económica y la corrupción generalizada, ayudó a nutrir las filas radicales. Poco a poco, el lenguaje de los principios fue ganando terreno en amplias capas de la población. Empujados por importantes sectores de la prensa y de la cultura, todo hay que decirlo. Porque, insisto, en España, el diálogo que exige hacer concesiones no goza de muchas simpatías. La solución está siempre en los principios. Como si la experiencia no nos hubiera demostrado una y otra vez lo contrario. Los resultados no se hicieron esperar. Crispación en la vida política. Polarización. Un horizonte cargado de amenazas. Y el sufrido pueblo español, mientras tanto, preguntándose: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Dejemos de lado la crisis económica, que sólo puede solucionarse mediante acuerdos y concesiones, tanto a nivel nacional como internacional. Dejemos de lado la corrupción, que necesita para combatirse crear los indispensables mecanismos de control, no alardear de principios que ya sabemos muy bien en lo que quedan. La pregunta esencial que se nos plantea es: ¿queremos principios o queremos diálogo? O, dicho de otra manera, ¿queremos democracia o queremos confrontación? Porque pretender que se puede dialogar desde la altura innegociable de unos principios es un contrasentido. El enconamiento que se vive actualmente en España sólo se superará cuando las posturas radicales pierdan el respaldo que han ido adquiriendo en los últimos años. Pero ésa es una responsabilidad que, de algún modo, nos incumbe a todos.