'Pasado de revoluciones'

'Pasado de revoluciones'

La escritura de la novela Pasado de revoluciones responde al propósito de reivindicar la memoria de dos personas que no merecieron el sórdido final que encontraron. La ambigüedad del título resume la doble dimensión de una figura que, si para todos traspasó los límites de la locura, para mí encarnaba la pureza juvenil de unos ideales compartidos. Su desaparición me robó algo precioso.

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Aceptar la muerte de las personas que quieres no es fácil. Pero cuando se trata de un brutal asesinato que, además, se airea durante varios días en las páginas de los periódicos, aderezando la noticia con comentarios insultantes y detalles truculentos, el dolor del duelo se acrecienta con una sensación de rabia. Eso es precisamente lo que me sucedió hace siete años, cuando me enteré de la muerte de Juan Torrecilla y Mercedes García. Su historia posee todos los ingredientes de los grandes dramas: pasión, idealismo, desmesura, locura, violencia... Con la particularidad de que en este caso nos encontramos frente a una historia real.

Juan y yo éramos primos, pero no creo que falte a la verdad si lo llamo hermano. Los dos nacimos con pocas semanas de diferencia en un pequeño pueblo de Cáceres y durante toda la infancia fuimos compañeros inseparables de juegos y confidencias. A través de las innumerables conversaciones de aquellos años, cuando empezábamos a cruzar hombro con hombro los umbrales de la vida, se fue forjando entre nosotros una estrecha relación, un vínculo especial, con esa mezcla de lealtad y emulación que sólo pueden comprender los que hayan experimentado el noble sentimiento de la amistad.

Como el futuro que vislumbrábamos en Villar del Pedroso no era muy prometedor, conseguimos que nuestras familias nos enviaran a estudiar fuera. Necesitábamos abrir horizontes. Las líneas paralelas que habían sido nuestras vidas, comenzaron a bifurcarse. Pero siempre con un aliento común, como si se tratara de dos versiones modificadas de un mismo libreto. Juan pasó varios años en Burgos, yo en Madrid. Él, en Tuy, yo en Toledo.

Iniciada la adolescencia, en esa difícil etapa en que debes decidir qué hacer con tu vida, y todo son dudas, tanteos e inseguridades, volvimos a coincidir en la Complutense. Algunas cosas sí las teníamos claras. Por ejemplo, nuestra oposición a dogmas, agrupaciones y cofradías. Experimentábamos un rechazo visceral contra todo lo que llevara el sello de la opresión y de la mediocridad, desde el espíritu dictatorial y la inercia de las convenciones sociales, hasta la hipocresía, el enchufismo, el trapicheo y la irrelevancia de la cultura.

Armados con un individualismo feroz, sin otra defensa que el firme compromiso que se estableció entre los dos, y que era como un aval del que teníamos con nosotros mismos, decidimos enfrentarnos limpiamente a la vida. No conocíamos a nadie que pudiera ayudarnos. Tampoco lo necesitábamos. Queríamos probarle al mundo que había otra forma más noble de hacer las cosas, que no era preciso encontrar atajos para conseguir lo que te propones. Yo empecé filología con la oposición de toda mi familia, y Juan tanteó diversas carreras. Su verdadera pasión era el teatro. Intentó entrar en el Conservatorio, pero el orgullo le impedía aceptar críticas. Como no estaba en su carácter ceder, formó su propia compañía y apareció por el pueblo con una furgoneta vieja en cuyo lateral había pintado a mano: Bululú.

Aunque nuestra oposición al matrimonio era frontal, Juan decidió pasar por el juzgado al doblar la veintena. Probablemente comprendió que su temperamento anárquico necesitaba un ancla más firme. Y eso es lo que Mercedes representó para él durante mucho tiempo. Una casa de buenos muros. Cuando llegaban los meses de verano, recorría con la furgoneta los pueblos de media España y efectuaba sus actuaciones en parques y plazas. Pero el mundo profesional le cerró las puertas. Hubo alguna cena con algún director importante, alguna propuesta que no le gustó. Con los caminos cortados, montó un bar cerca de la Plaza Mayor. La Escondida.

Necesitaba dinero para sacar adelante sus proyectos. Pero cuando el negocio empezaba a funcionar, sucedió lo impensable. Mercedes se fue de casa con un hijo pequeño. Y ahí es donde por primera vez perdió el norte. Durante varios días, deambuló como un enajenado por las calles de Madrid, sin comer ni dormir, bebiendo sin tasa, con desesperación suicida. Es cierto que nunca había sido un marido modelo. Sus aventuras se contaban por docenas. Pero él no consideraba que eso implicara una traición. Desde su punto de vista, infiel no había sido. Los numerosos escarceos amorosos formaban parte de otra realidad. Y no puede negarse que, a su modo, la lealtad la probó. Mercedes consiguió un trabajo de traductora en Bruselas, y Juan lo dejó todo, negocio y proyectos, y se fue con ella.

Cuando ocurrió el asesinato, me encontraba de profesor visitante en una universidad canadiense. El viaje fue largo. Recuerdo la tristeza del paisaje otoñal extremeño, los saludos, la noche en el tanatorio.

De esas historias me enteré a distancia. Probablemente me las contó Juan. Yo estaba embarcado en mis propias singladuras. En Tenerife ensayé por primera vez la vida en pareja. Después (o antes), vinieron Santiago, Santander, Francia, Suecia, Alemania. Un grave accidente de moto, la primera separación, un grupo de teatro (ahora yo), nuevas relaciones, nuevas rupturas, largos viajes en auto-stop por Europa. Y luego Los Ángeles, Luisiana, y Los Ángeles de nuevo, el nacimiento de mi hijo, libros, muertes, divorcios, separaciones. Años duros. Pero, en medio de todo ese tráfago, era raro el verano en que no reservábamos unos días para estar juntos. Juan siempre con Mercedes y sus hijos. Yo, más variable en mis compañías. Maratónicas noches de tabaco y alcohol, de conversaciones interminables, como si don Juan y don Luis se encontraran periódicamente en un mesón de Sevilla, pero no para alardear de sus conquistas, sino para comprobar que seguían fieles a lo pactado, que la vida no había conseguido doblegarlos.

En una de esas visitas, me enteré de que Juan y Mercedes se estaban divorciando. Había algo raro en el ambiente, como el preludio sofocante de una tormenta. Poco después, Juan me informó por teléfono de que Mercedes había tenido que ser ingresada en un psiquiátrico. Y de nuevo apareció en él esa poderosa fascinación por el abismo. Vagabundeos, borracheras, provocaciones, peleas. Finalmente, logró centrarse. La crisis era seria, pero pensó que podría controlarla. Yo también lo pensé. Lo que sucedió fue lo contrario. Empezó a comportarse de un modo excéntrico, como si el idealismo de nuestra juventud se exacerbara. Se llevaba a vivir a casa a indigentes, se metía en peleas para defender a los pobres y a los débiles. Yo le advertí del peligro, pero ¿cómo disuadirle de hacer algo que constituía una versión extrema de lo que siempre habíamos considerado más noble y sagrado? ¿Y qué consiguió con ello?, se me dirá. Objetivamente, nada. Destruirse a sí mismo y arrastrar en su caída a la persona que más quería. Pero cuando comparo su proceder atormentado con la cómoda actitud idealista de los que se parapetan tras la falsa hojarasca de una solidaridad retórica para disimular su egoísmo, su figura se agranda. En un país dominado por la picaresca, la demagogia y el espíritu alguacilesco, es lógico que su quijotismo resulte ridículo.

Cuando ocurrió el asesinato, me encontraba de profesor visitante en una universidad canadiense. El viaje fue largo. Recuerdo la tristeza del paisaje otoñal extremeño, los saludos, la noche en el tanatorio. Los periódicos trataban a las víctimas con una hostilidad que me enfureció. Juan y Mercedes acababan de mudarse a Cáceres y allí nadie los conocía, por lo que sus extravagancias eran difíciles de entender. Algunos vecinos hablaban de que en su casa entraba gente rara y peligrosa, gitanos, negros, moros... Se insinuaban oscuros negocios de tráfico de drogas, se mencionaba la posibilidad de un ajuste de cuentas entre mafias rivales. A Juan lo llamaban borracho y pendenciero. Era más de lo que yo podía soportar. Que Juan y Mercedes hubieran muerto, debería aceptarlo. Pero que su imagen quedara manchada, exigía una reparación. La ignorancia podía servir a todo el mundo de excusa. No a mí.

La escritura de la novela Pasado de revoluciones responde al propósito de reivindicar la memoria de dos personas que no merecieron el sórdido final que encontraron. La ambigüedad del título resume la doble dimensión de una figura que, si para todos traspasó los límites de la locura, para mí encarnaba la pureza juvenil de unos ideales compartidos. Su desaparición me robó algo precioso. En la relación de los dos hermanos intenté reflejar no sólo nuestras circunstancias personales, sino también la historia de toda una época, el enfrentamiento entre dos formas de entender el mundo que caracterizó la mayor parte del siglo XX, y en el que finalmente quedó vencida la propuesta que se asentaba en ideales más nobles.

No me resultó fácil escribirla. Pero la batalla con el texto me permitió prolongar durante algún tiempo una tensión que ha constituido una parte esencial de mi vida. Aunque la rivalidad fue siempre también interior, por lo que la pelea continúa. Parafraseando al narrador de Emma Zunz, podría afirmar que, aunque ciertos detalles de la historia estén alterados, la sustancia de los hechos es verdadera. Mi verdad. Ahora que se ha publicado, experimento una sensación de alivio, como cuando pagas una deuda o haces una confesión pública. Como cuando terminas una labor que sabías que debías hacer y te sientas a descansar.