Señales de humo

Señales de humo

Este es un libro que me ha costado toda una vida. Su origen está en una pequeña cama hace ya (casi) la friolera de cincuenta años. Una grave enfermedad en la niñez llevó a quien escribe estas líneas al mismísimo borde de la muerte, y la completa recuperación se retrasó más de lo debido, extendiéndose durante cinco largos e interminables años.

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Este es un libro que me ha costado toda una vida.

Su origen está en una pequeña cama hace ya (casi) la friolera de cincuenta años. Una grave enfermedad en la niñez llevó a quien escribe estas líneas al mismísimo borde de la muerte, y la completa recuperación se retrasó más de lo debido, extendiéndose durante cinco largos e interminables años. Todo aquello solo tuvo una ventaja: no empecé a ir al colegio hasta los ocho años bien cumplidos.

"¿Pero qué tiene que ver una cosa con la otra?" estarás pensando mientras lees este artículo. Tienes razón, te debo una explicación. Pero para eso me tendrás que permitir que te cuente tres pequeñas historias. La primera de ellas trata sobre mi primera profesora. Por la dichosa enfermedad que me robó la infancia, fue mi madre, siempre ávida y voraz lectora a lo largo de toda su vida, quien me enseñó a leer, a escribir y a saber que dos y dos por lo general suelen ser cuatro. Si cinco años postrado en posición horizontal las veinticuatro horas del día son una tortura para cualquier ser humano que se precie, para un niño que no puede saltar, correr y pegar patadas a un balón con sus amigos, aquello podría haberse acabado convirtiendo en el mismísimo infierno. No fue mi caso.

Los libros me salvaron la vida y me entregué poco a poco primero, progresivamente después y finalmente de forma obsesiva, a la lectura de novelas de todo tipo y condición. Comencé con los cuentos de los Hermanos Grimm y de Andersen, continué con las famosas aventuras de Los Cinco de la grandísima Enid Blyton. Más mas tarde llegaron a mis manos joyas literarias de las que pasan a formar parte de tu alma para el resto de tu vida como La isla del tesoro, 20.000 leguas de viaje submarino o Moby Dick. Si, no albergo la más mínima duda: los libros me salvaron la vida.

Pocos años después me convertí en lector habitual de novelas baratas, esas de letra minúscula y tapa blanda que vendían en los quioscos y que mi madre compraba un par de veces por semana a cambio de un escaso puñado de pesetas. En las páginas de aquellas pequeñas joyas antes tan denostadas sucedían cosas increíbles a un ritmo absolutamente frenético. Gánsteres, detectives, policías y ladrones se freían a tiros entre ellos a las primeras de cambio sin mediar muchas palabras. Mujeres fatales hacían perder la cabeza a los tipos más duros del planeta y se reían de ellos en su cara manejándoles como a auténticos monigotes. Jueces y fiscales corruptos recibían sobres bajo cuerda sin remordimiento alguno. Así llegaron a mis manos novelas extraordinarias que por aquel entonces nadie valoraba ni estaban de moda, pero que con el tiempo se acabarían convirtiendo en autenticas obras de culto. Cosecha roja, El agente de la Continental o, en otra línea más pausada, El asesinato de Roger Ackroyd o El perro de los Baskerville eran devoradas por mí día tras día, noche tras noche, hasta que el sueño me podía y me hacía caer completamente rendido sobre la almohada. Al fin y al cabo, no tenía otra cosa que hacer.

Y así fue como entré en el mundo de la novela de misterio, negra, criminal o como se la quiera llamar (¡qué más da!). Es mi género preferido, casi único. Aún no he dejado de leerlas, por supuesto, y no hay año en el que no dé buena cuenta de treinta o cuarenta títulos. Con el tiempo, incluso me he atrevido a escribir alguna, y aunque esté mal que lo diga, parece que con bastante éxito. Pero esa ya es otra historia. Terminemos aquí con la primera de las tres que te he prometido.

La segunda de mis historias arranca un poco antes de la adolescencia. Mis padres tenían la buena costumbre de ir todos los sábados por la noche al cine o al teatro, ya lloviera, nevara o cayeran chuzos de punta. Obviamente, mi madre nos dejaba preparada la cena a la tribu, pero todos sabemos lo que significa la casa vacía de padres a la interesante edad de los diez o doce años: el mismísimo Paraíso. La Ciudad sin Ley. Territorio Comanche. Libre de supervisores mi morada, pronto comencé a hacer experimentos en la cocina, y la cosa no se me daba nada mal, pues por aquel entonces aquel chaval ya cumplía con los tres requisitos esenciales que creo que todo buen cocinero debe poseer: curiosidad, ganas de experimentar y ante todo y sobre todo, pasión por la comida. Fue así como pasé de los sándwiches a las hamburguesas, de las hamburguesas a la pasta, y de la pasta, hasta el infinito y mas allá. Con la mayoría de edad ya cocinaba como los propios ángeles, y creo con sinceridad que hoy por hoy soy un autentico as de la cocina. Me gusta mucho probar cosas por medio mundo y luego experimentarlas en casa. Como el lector puede comprobar, no tengo abuela ni falta que me hace. Juro sobre este volumen de El halcón maltés que tengo aquí a mi lado mientras escribo estas líneas, que mi mujer y mis amigos aseguran que soy un extraordinario cocinero. En definitiva, por ir terminando, que así fue como entré en el fabuloso mundo de la cocina, de la comida y del placer de la gastronomía, con lo que hemos llegado al final de mi segunda historia. Solo queda una, la tercera y última. Seré breve.

Esta historia arranca hace bastantes menos años que la primera y unos cuantos después de la segunda. Exactamente, el día ocho del mes ocho del año ocho de este milenio. Sí, el ocho de agosto del año dos mil ocho. La fecha es fácil de recordar, porque la idea me vino a la cabeza justo después de ver la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín. Me había ido a la cama fascinado después de contemplar con la boca abierta tan portentoso espectáculo, y recuerdo como si fuera ayer que me encontraba aún muy impactado por el inmenso talento, originalidad y creatividad de la puesta en escena llevada a cabo por dos genios como Zhang Yimou y Steven Spielberg. Estaba intentando conciliar el sueño mientras mantenía entre mis manos el ejemplar de El gatopardo (la extraordinaria novela de Lampedusa) que me encontraba releyendo aquellas vacaciones. Pero no conseguía concentrarme en el libro al recordar las potentes imágenes que había presenciado horas antes. Por suerte, Jung y sus famosas sincronías entraron en juego en mi vida por enésima vez.

Volví de nuevo a las páginas del libro, medio dormido, y me encontré con estas irrepetibles, extraordinarias y emocionantes líneas: "... El oro bruñido de la costra tostada, la fragancia del azúcar y la canela que trascendía, no era más que el preludio de la sensación de deleite que se liberaba del interior cuando el cuchillo rompía la tostada capa. Surgía primero un vapor cargado de aromas y asomaban luego los trocitos de pollo, los huevos duros, las hilachas de jamón y el picadillo de trufa en la masa untuosa y caliente de los macarrones cortados, cuya extracto de carne daba un precioso color gamuza...".

"¡Madre mía, que hambre!", pensé para mí. Salté de la cama y me dirigí directo a la cocina dispuesto a preparar unos macarrones con lo primero que pillara por allí. Y cocinando aquel plato de pasta me vino a la cabeza la idea de este libro, tal y como le sucedió a Marcel Proust con su famosa magdalena. Me gusta cocinar. Soy un experto en novela negra. Soy escritor. He leído cientos, quizás más de mil novelas negras a lo largo de mi toda mi vida. En muchísimas de esas novelas las comidas de los protagonistas a lo largo de sus aventuras tienen una presencia fundamental en el desarrollo de las historias. De hecho, muchas veces había buscado una receta al acabar alguna novela y preparado el plato, picado por la curiosidad y con el ánimo de revivir y sentir el personaje a través de los sabores, como si compartiera mentalmente esa comida con Spader o Brunetti o Holmes u otros tantos. Con los años había ido guardando muchas de esas recetas. "¿Por qué no?", me dije.

Y así empezó todo. Este es el final de mi historia y el comienzo de este libro. La historia de un escritor de novela negra al que de niño le enseñó a leer su madre, al que le enseñó a cocinar la libertad y al que un día preparando unos macarrones a las tantas de la noche se le ocurrió escribir un libro sobre la cocina en la novela negra. ¡Y todo gracias a Lampedusa, a Zhang Yimou y a Steven Spielberg! No es mal comienzo. Bueno, seamos justos. No solo a ellos. También gracias a Pepe Carvalho, Kostas Jaritos, el Comisario Maigret, Tom Ripley, Harry Bosch, Hércules Poirot, Kay Scarpetta, Dave Gurney, Jack Reacher y otros muchos más personajes tan absolutamente extraordinarios.

Espero que disfrutes de este libro. Hay mucha buena comida y mucha buena novela negra encerrada en él. Y toda una vida.

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J.L. Rod es guionista y escritor de novela negra. Autor de "La suerte de los irlandeses", la novela negra mas vendida en la Historia de Amazon en España, con mas de 50.000 ejemplares descargados por los lectores. Acaba de publicar "Señales de humo", un volumen que recoge lo mejor de la cocina en lo mejor de la novela negra.

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