Del PSOE a Podemos: historia de un viaje

Del PSOE a Podemos: historia de un viaje

En lugar de aspirar a la identificación absoluta con un partido y sus líderes, algo que en realidad es imposible, incluso militando en una organización, prefiero el placer de darme cuenta de que nunca hasta ahora había visto a gente en las instituciones que me recordara tanto a mí mismo, personas normales, con historias de estudio, de esfuerzo, de emigraciones, de precariedad, de trabas por el camino, de obstáculos.

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Ilustración: Jennifer Tapias

Debo haber votado en prácticamente todas las elecciones desde las municipales y autonómicas del 99, que fue la primera vez que pude hacerlo. Y en todas las generales lo he hecho por el PSOE, en algunos momentos ilusionado y, en otros, convencido de que había que practicar el llamado "voto útil", para que no ganara la derecha. Voté a Almunia, aunque no me entusiasmara, horrorizado ante la posibilidad de que Aznar ganara con mayoría absoluta. Voté convencido a Zapatero en 2004, porque creía que había que sacar al PP de La Moncloa, tan servil con los tics autoritarios e imperialistas de Aznar. Lo volví a hacer en 2008, asqueado con la actitud del PP en la negociación del Gobierno socialista con ETA y durante el proceso de elaboración del Estatut catalán. Incluso voté a Rubalcaba, aunque me sintiera ya muy alejado del PSOE, pero vinculado todavía a una cierta épica del Estado de bienestar consolidado definitivamente gracias a leyes socialistas en los ochenta, y que yo siempre he asociado, además de a una sanidad gratuita y de calidad o a una educación pública fuerte, a esa sensación de dignidad recuperada que me han contado algunas mujeres de campo en Canarias, que trabajaron sojuzgadas por caciques, señoronas, señoritos y señoritingas, y que un día pudieron descansar gracias a un sistema de pensiones impensable pocos años antes. Pero sobre todo, los voté esa última vez con la esperanza de que la militancia socialista, empoderada tras el mediocre papel de su dirigencia durante la crisis, pondría el PSOE a punto, plenamente consciente del desgarro que había producido la crisis de 2008 y de la necesidad de redefinir radicalmente el papel del socialismo democrático en España.

Pero no fue así. Y no tanto porque el PSOE optara por continuar con Rubalcaba y luego apostara en primarias por Pedro Sánchez, sino fundamentalmente porque los socialistas interpretaron que era suficiente una simple renovación generacional de tipo orgánica en un momento de ruptura histórica en toda regla, la del pacto que se produjo entre el capital y la clase obrera europea tras la segunda guerra mundial para dar lugar al Estado del bienestar, y que en España, con sus matices, se desarrolló con cierta plenitud durante los primeros años de la democracia. Si ese pacto se había roto definitivamente con la crisis económica, la socialdemocracia, también en nuestro país, no podía ser un simple instrumento pactista. Con respeto a la democracia, sin ningún tipo de violencia, pero había que confrontar.

Puede que esa incapacidad para interpretar el momento histórico se deba a que 22 años de Gobierno socialista en 38 años de democracia sean demasiados. Puede que el hiperliderazgo de Felipe González y Alfonso Guerra hiciera al partido absorber, a través de lealtades mal entendidas, vicios y contradicciones que no le eran propios. Puede que el zapaterismo fuera una renovación exitosa en materia de derechos civiles pero errática a la hora de transformar las estructuras profundas de este país. Puede que tantos años de poder en ayuntamientos, diputaciones y comunidades hayan generado una enorme casta burocrática con algunas personas de bajísimo nivel político e intelectual que no entienden el PSOE como un instrumento de emancipación ciudadana sino como una herramienta clientelar.

Lo cierto es que parte del PSOE no se ha enterado de nada, y donde antes hubo un movimiento activo, hoy muchos repiten cansinamente eslóganes y mantras que encubren una organización plagada de burócratas. Lo he visto yo mismo, en mi ciudad, en La Laguna, que tenía en los ochenta a un esplendoroso pintor socialista como alcalde, Pedro González, y que ahora tiene un líder que utiliza la agrupación para defender sus intereses políticos y su puesto de concejal, alejando a prácticamente todo el talento que antes se acercaba el partido socialista y convirtiendo al PSOE en la segunda fuerza de la izquierda tras la unidad popular, la tercera en el Ayuntamiento. Sin que nadie haya dimitido ni alzado la voz contundentemente.

Quizá los socialistas podrían haberse acercado al 15-M si en vez de a Pedro Sánchez hubieran elegido como líder a un tipo como José Antonio Pérez Tapias, una especie de Jeremy Corbin a la española.

Con estos mimbres, no es extraño que los socialistas no llenen la fisura que ha abierto la precariedad contemporánea, intensificada durante la crisis, y que hizo a la gente salir de casa para representarse a sí misma en el 15-M. Quizá los socialistas podrían haberse acercado a algo de esto si en vez de a Pedro Sánchez hubieran elegido como líder a un tipo como José Antonio Pérez Tapias, una especie de Jeremy Corbin a la española, pero decidieron no hacerlo.

Y ahí, en medio de esa fisura donde cohabitan la clase media precarizada, la clase trabajadora con expectativas de mejora frustradas, los investigadores que emigran a Latinoamérica, los parados que ya nunca volverán a trabajar, las mujeres que renunciaron a sus carreras para cuidar a sus hijos enfermos porque ya no les llega la Ley de dependencia..., ahí nace Podemos. A rellenar un hueco que el PSOE renunció a ocupar hace tiempo.

No soy un fan de Pablo Iglesias, bajo cuyo buenrrollismo me parece ver a veces, como simple espectador de televisión, un cierto adanismo común a las personas que se creen algo mejores o algo más puras por el hecho de manejar con más habilidad las palabras, los discursos o ciertas referencias culturales. Muchísimo menos fan aún soy de Monedero y sus bromas sobre lo que los demás se meten o se dejan de meter por la nariz, cuando debería preocuparse más por reprimir su creatividad fiscal. No entiendo bien el giro keynesiano de Podemos, porque estoy convencido de que en una sociedad con cada vez menos trabajo y ecológicamente más dañada tendremos que tender hacia una especie de decrecimiento cooperativo si no queremos cargarnos definitivamente el planeta con la economía de la competitividad capitalista. Nunca he pensado que Chávez fuera un crack, no me gusta Maduro, ni tampoco siento entusiasmo por Rafael Correa, por eso de que viví en Ecuador y vi lo que le gusta poner mordazas al periodismo o criminalizar la protesta política cuando no es a su favor, incluyendo la que viene de la izquierda alternativa, indígena y ecologista.

Pero en lugar de aspirar a la identificación absoluta con un partido y sus líderes, algo que en realidad es imposible, incluso militando en una organización, prefiero el placer de darme cuenta de que nunca hasta ahora había visto a tanta gente en las instituciones que me recordara tanto a mí mismo, personas normales, con historias de estudio, de esfuerzo, de emigraciones, de precariedad, de trabas por el camino, de obstáculos. Y es ahí donde surge la rotundidad implacable del aura que tienen las cosas y las personas, que las conecta o no con cierta sensación de verdad en un momento histórico determinado, y que hace que cualquier expatriado que sirve copas en Londres o cualquier becario sin remuneración seguramente se sientan mucho más identificados con Teresa Rodríguez o Ada Colau que con Antonio Hernando.

En dos de esos ayuntamientos donde en las pasadas elecciones municipales salieron concejales de candidaturas afines a Podemos, en Canarias, se sientan mis mejores amigos, con quienes he bebido y discutido sobre política hasta el amanecer, cada uno con sus ideas y contradicciones, pero convencidos unos y otros de que estamos de acuerdo en lo básico, una sociedad más justa, más igual y con el poder muchísimo más repartido. Supongo que algo de eso les debió de pasar a mis padres cuando votaban a amigos o conocidos suyos al Congreso para que hicieran presidente del Gobierno a Felipe González, allá por 1982, cuando el PSOE era el PSOE.

Los periodistas nos pasamos la vida intentando buscar historias que expliquen en pequeñito fenómenos más grandes. Pero a veces no hay que irse demasiado lejos. Con pararse uno un poquito y mirarse por dentro puede ser suficiente.

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Jorge Berástegui, nacido en La Laguna (Tenerife) en 1980, estudió en La Escuela UAM/EL PAÍS y luego se doctoró en Lenguas Modernas y Literatura por la Universidad de Alcalá. Tras ocupaciones varias en países diversos, ahora trabaja en El Huffington Post como editor de blogs.