El periodismo no basta

El periodismo no basta

Lo más importante del destino de los ciudadanos se decide en los comederos políticos de lujo y no en las cámaras legislativas o en las oficinas de los ministros. Es allá, en las charlas de sobremesa de restaurantes entre presidentes de partidos, secretarios de Estado y coordinadores de fracciones parlamentarias, donde se tejen los acuerdos que definen la vida pública. Mucha de esa información es impublicable. No por falta de ganas, sino por la imposibilidad de recaudar las evidencias que la documenten.

Me temo que lo más importante del destino de los ciudadanos se decide en los comederos políticos de lujo y no en las cámaras legislativas o en las oficinas de los ministros. Es allá, en las charlas de sobremesa de restaurantes entre presidentes de partidos, secretarios de Estado y coordinadores de fracciones parlamentarias, donde se tejen los acuerdos que definen la vida pública.

Quizá por ello el trabajo periodístico profesional se vuelve tan difícil e incluso frustrante. Tratar de recomponer lo que sucedió en lo oscurito entre los actores del poder es una empresa fortuita y sembrada de incertidumbres e inexactitudes. Después de todo, el periodista no está presente ni tiene un micrófono bajo la mesa en la mesa en la que conversan un Florentino Pérez y el alcalde de la ciudad, o Cristina Fernández Kirchner y un líder de empresarios aliado, o Enrique Peña y el presidente de un partido de oposición. Pero es en estas conversaciones en las que se desbroza el hilo fino y la letra minúscula de una obra pública millonaria y donde se negocian los términos de una nueva iniciativa de ley. Lo más que conseguirá un periodista avispado es el testimonio que alguno de los protagonistas tenga a bien trasmitirle. Una filtración que siempre es interesada y, en ocasiones, distorsionada.

En otras palabras, partes sustantivas de las decisiones que definen la vida púbica de una democracia transcurren en ámbitos ajenos a la democracia. Los arreglos entre las élites y las puestas en común tras bambalinas es la materia prima con la que opera toda clase política, en China o aquí. Y cuanto más débil sea el tejido institucional de una sociedad, mayores son los márgenes de las élites frente a la opinión pública.

A lo largo de veinte años de ejercer el periodismo he acumulado una gran cantidad de información sobre las maneras en que opera la clase política en diversas circunstancias: sus códigos no escritos, la relación con los medios de comunicación, las modalidades de corrupción que existen en los distintos niveles, la forma en que los poderes fácticos se vinculan entre sí.

Mucha de esa información es impublicable. No por falta de ganas, sino por la imposibilidad de recaudar las evidencias que la documenten. Una cosa es saberlo, y otra poder demostrarlo de acuerdo a códigos profesionales. Documentar las relaciones formales entre los tres poderes es pan comido; hacer lo mismo con las relaciones informales entre la élite empresarial y la burocracia, o las del crimen organizado (y desorganizado) con los gobiernos regionales es poco menos que imposible. Particularmente en países latinoamericanos en los que el entramado institucional es débil, la rendición de cuentas casi nula y los márgenes de operación de los actores políticos resulta, por consiguiente, enorme.

Quizá por ello es que los periodistas de este lado del Atlántico transitemos con frecuencia a la novela; nos permite describir la realidad en prisma color y sonido Dolby, en lugar de hacerlo en imágenes cortadas en blanco y negro. No es que la primera sea más realidad que la otra, es que es distinta y complementaria.

En parte por ello es que escribí Los Corruptores, una novela política de suspenso, bajo el sello de editorial Planeta. El asesinato salvaje de la actriz Pamela Dosantos, amante del ministro más poderoso del Gobierno mexicano provoca una crisis cuando se revela que la mujer atesoraba secretos de Estado y dossiers de diversos miembros de las élites. Los personajes son ficticios, pero los secretos que se van descubriendo, con ligeras modificaciones, forman parte de esa pila de expedientes que como periodista venía acumulando en mi gaveta de casos impublicables.

Justamente, uno de los cuatro personajes centrales es Tomás Arizmendi, un columnista desencantado del oficio, publica, sin percatarse, un dato sobre la muerte de Dosantos que se convertirá en un escándalo. Su artículo le ganará el rencor de los poderosos y la mafia, y para sobrevivir tendrá que develar los secretos de Pamela y descubrir al autor de su asesinato.

La trama me da la posibilidad de construir un fresco sobre la clase política como no lo había podido realizar en mi trabajo periodístico a pesar de haber publicado o coordinado libros como Los Suspirantes, Los Amos de México o Los Intocables (todos ellos perfiles biográficos de miembros de la clase dirigente de mi país). La novela me permite desarrollar personajes y situaciones que se comportan fielmente a lo que he captado a lo largo de veinte años de vivir profesionalmente con hombres y mujeres de poder.

En ese sentido he descubierto como autor lo que ya había percibido como lector: la literatura ofrece visiones adicionales y complementarias para entender la realidad, en este caso la manera en que opera el poder en México.

Desde luego, me beneficio de una larga tradición. Allí están los esfuerzos del guatemalteco Miguel Ángel Asturias con Señor Presidente, el colombiano Gabriel García Márquez con El otoño del patriarca, y el paraguayo Augusto Roa Bastos en Yo, el supremo. Trabajos que buscaban explorar debajo de la epidermis y en los pliegues que escapan al raciocinio el comportamiento de déspotas y dictadores que convirtieron a los símbolos patrios en meros efluvios de su voluntad. Novelas que explican lo que ningún análisis antropológico del poder podría develar.

En México, en donde los intelectuales buscaban decodificar la voluntad del poderoso presidente en el antiguo régimen, la literatura es copiosa. Por citar a los principales: Martín Luis Guzmán escribió a fines de los años 20 dos novelas, El Águila y la Serpiente y La Sombra del Caudillo, para explicar con mayor profundidad que cualquier historia las infamias de los regímenes posrevolucionarios, particularmente el de Obregón.

Luis Spota en los años que 60, 70 y 80 hizo la mejor descripción de la clase política que se ha hecho en México a golpe de novelas que dejaban muy poco a la imaginación. En ese sentido es el mejor cronista que hemos tenido de los intríngulis de la vida pública. Héctor Aguilar Camín hizo lo propio con sus novelas Morir en el Golfo (1985) y La Guerra de Galio (1990). Un verdadero tratado de antropología de los especímenes de estos años.

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Toda proporción guardada, Los Corruptores intenta ofrecer claves similares de los políticos que nos toca padecer en esta época, luego de 12 años de alternancia panista y en pleno regreso del PRI a la presidencia (la obra está ambientada en diciembre de 2013). Es una novela sobre la amistad, el amor y sus desengaños pero con el telón de fondo de los usos y abusos del regreso del presidencialismo en nuestra atribulada y frágil democracia. El presidente se llama Alonso Prida y no Enrique Peña Nieto; el secretario de Gobernación lleva por nombre Augusto Salazar, pero aun con personajes de ficción, Los Corruptores me ha permitido abordar con microscopio y escalpelo lo que no había podido describir sobre las clase política: las motivaciones, fobias y filias que corren por sus entrañas mientras nos desgranan actos de poder que el resto de los mortales simplemente padecemos. Describir a los poderosos y disfrutarlo en el proceso, es un pequeño gozo que la literatura ofrece a este autor luego de sufrir durante décadas de la frustrante tarea de explicarlos sólo a medias.

Los corruptores, de Jorge Zepeda Patterson, está publicada por Destino en España, Planeta en América Latina, incluyendo Brasil en portugués, y en Italia por Mondadori. Se puede comprar online aquí.