Capítulo XXII: El vaquero

Capítulo XXII: El vaquero

Si el dichoso personaje cuyo nombre empezaba por C tenía a Mister Proper al borde de la locura, al Capitán Pescanova le estaba empezando a ocurrir algo parecido con el Vaquero. Nunca, a lo largo de toda su carrera policíaca le había tocado una vigilancia tan aburrida como aquella.

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El Capitán Pescanova sigue tras la que es su pista más sólida hasta el momento para tratar de esclarecer la muerte de Mimosín: en su cadáver se encontraron restos de leche condensada. Tras visitar a la abuela de la fabada, que en el pasado se había dedicado al proxenetismo, para preguntarla por cierta chica relacionada con aquello, ésta le aconseja que para encontrarla vigile al Vaquero.

Si el dichoso personaje cuyo nombre empezaba por C tenía a Mister Proper al borde de la locura, al Capitán Pescanova le estaba empezando a ocurrir algo parecido con el Vaquero. Nunca, a lo largo de toda su carrera policíaca le había tocado una vigilancia tan aburrida como aquella. El cowboy vivía en la típica casita estilo América Profunda, con su porche, su verjita de madera blanca, su pequeña superficie de césped mal cuidado, su canasta de baloncesto encima de la puerta del garaje, su columpio en el árbol y su refugio atómico casero. Aparcado frente aquella vivienda que parecía sacada de un telefilme de los de los sábados a la hora de la siesta, Pescanova le observaba repetir invariablemente cada día la misma estúpida, absurda y tediosa rutina. El vaquero se levantaba siempre pasadas las cinco de la tarde, salía al jardín de su casa, y se encendía un pitillo. Eso era lo único bueno, porque había que reconocer que daba gusto verle fumar. Contemplándole entrecerrar los ojos cada vez que pegaba una calada al cigarro, era imposible pensar que la sustancia que envolvía ese pequeño cilindro de papel pudiera ser en absoluto nociva para la salud. De hecho, en cuanto el cowboy empezaba a expulsar volutas de humo, el capitán se veía irremediablemente impelido a imitarle. Buscaba con ansia el sobre de tabaco en la guantera del coche y se preparaba una pipa que le sabía a gloria. Pero ahí acababa la parte placentera. Porque cada día, después de ese primer cigarrillo, el vaquero ensillaba su caballo, montaba en él y salía a cabalgar. Pronto dejaba atrás la ciudad y se internaba en la pradera. Desde ese momento, el trabajo de Pescanova, además de insoportablemente aburrido, se volvía más complicado. En aquellas enormes extensiones de terreno en las que los árboles escaseaban, no era fácil seguir a alguien sin ser descubierto. Afortunadamente, el Capitán pronto se dio cuenta de que el vaquero jamás miraba atrás. Siempre cabalgaba hacia delante, con la mirada fija en el horizonte, y sólo cuando el sol estaba a punto de ponerse, se detenía. Le daba unas palmaditas en la grupa a su jamelgo, recogía algo de leña, encendía una hoguera y ponía a calentar una lata de judías y un pote de café. Siempre la misma cena. Y al acabar, otro pitillito. Después, sacaba su armónica y tocaba canciones melancólicas hasta bien entrada la madrugada. Finalmente, echaba una cabezadita y volvía a ponerse en pie justo antes del amanecer. Entonces, volvía a ensillar su caballo y regresaba a casa a dormir durante el resto de la mañana. Y así, un día tras otro. Aquello era desesperante. Y adaptarse a ese horario tan demencial le estaba costando un triunfo al Capitán. Mira que había pasado noches y noches sin dormir en altamar, pero ya no era tan joven y se había acostumbrado al régimen de vida funcionarial.

Por eso, aquel viernes por la noche, mientras luchaba contra el sueño en la pradera, tomó una determinación. Esa sería la última madrugada en vela. Esperaría, eso si, a que el vaquero se fumara su cigarro de después de la siesta del día siguiente y en cuanto lo hiciera, abandonaría aquella agotadora e inútil labor de espionaje y empezaría a buscar pistas por otro lado.

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