Son las libertades ¡estúpido!

Son las libertades ¡estúpido!

La UE no se hace sólo en el manejo del euro o de la Unión Bancaria: habrá de hacerse sobre todo con una defensa activa de los derechos y libertades de los 500 millones de ciudadanos europeos.

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Son numerosas las ocasiones en que he insistido, en mis contribuciones en esta sección de opinión, en la envergadura sin precedentes de la crisis europea, la peor y más profunda de su historia. Nadie discute a estas alturas el origen financiero de la crisis, pero tampoco que ésta no puede despacharse reduciéndola a ese ángulo del prisma de sus destrozos. Porque éstos han traspasado a la economía real, amenazan como nunca el modelo social de relaciones laborales y de corrección de las desigualdades edificado en Europa desde la II Postguerra, y agrietan el proyecto europeo sacudiendo su prestigio, su fuelle, su aliento y su crédito.

Esto es así en toda la UE y aún más remarcadamente así en España, donde el Gobierno del PP lleva un año embarcado en un brutal ajuste de cuentas contra el Estado social, parapetando tras el rebujo de la crisis la realización de su programa máximo de desmantelamiento de relaciones laborales y prestaciones universales, con las que nunca comulgó sin, ello no obstante, atreverse a lo que ahora se apresta a consumar "sin complejos".

Con el pretexto de la crisis, el Gobierno de Rajoy se ha desatado a una trituración de los equilibrios pactados durante la Transición, surgidos de los consensos entre las organizaciones empresariales y los sindicatos de clase, entre los partidos surgidos desde las estructuras del poder del tardofranquismo y los partidos emergidos desde la clandestinidad y la lucha por la democracia. Saben lo que están haciendo y es cada vez más notorio que lo están haciendo al rebato de su propio "¡ahora o nunca!".

No están "arreglando la crisis", ni están "calmando a los mercados", ni preparando "el crecimiento y la creación de empleo". No: están imponiendo retrocesos indecibles en la educación, la sanidad, los derechos laborales, las prestaciones sociales, la cobertura por desempleo, el acceso a la Justicia (con unas tasas prohibitivas) y el pluralismo identitario, religioso, de opiniones y creencias. Va siendo hora de que tomemos nota de que lo que está en juego son nuestras libertades: "Son las libertades, ¡estúpido!, son los derechos ¡estúpido!", parafraseando de nuevo a ese asesor de Clinton que nunca soñó con convertirse en asidero dialéctico de todas las resistencias.

Ni la UE se reduce a la moneda única y al mercado interior, ni la crisis de la UE se contrae a la defensa del euro frente a los asaltos especulativos, ni la profundización de la ansiada "Unión Política" (que corrija los defectos congénitos con que nació en su día la Unión Monetaria) puede limitarse al diseño de una "supervisión bancaria" europea escorada -como tantas veces en los últimos años- al servicio del interés de Alemania según lo interpreta e impone la canciller Angela Merkel.

No. Esta crisis de la UE afecta a los mismísimos valores constitutivos -principios y tradiciones constitucionales comunes- sobre los que se fundó la misma UE, entre los que sobresalen los estándares de compromisos, garantías y protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos europeos.

Desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa (diciembre de 2009) los principios y valores que inspiran la UE no son un simple horizonte declarativo, ni meras buenas intenciones. Y desde la entrada en vigor de la Carta de Derechos Fundamentales -por fin, Bill of Rights europeo-, se han convertido en derechos y obligaciones jurídicamente vinculantes, "con el mismo valor" que los Tratados Constitutivos.

Pues bien, en estas precisas coordenadas, el Parlamento Europeo aprobó el pasado jueves, en el Pleno de Estrasburgo, una importante "Resolución sobre el estado de los derechos fundamentales en la UE". Y lo ha hecho nada menos que a pesar del intento del Partido Popular Europeo (PPE) de eliminar toda referencia a la no discriminación por causa de origen étnico, pertenencia a minoría de orientación sexual, a la igualdad de género, a los derechos de las personas LGTB, la pluralidad religiosa o, incluso, a los derechos de las personas con discapacidad.

La alineación de voto consensuada contra esta resolución no puede ser explicada sin deplorar la actitud del PPE: siendo el ponente del informe una diputada socialista, el PPE rompió a última hora todos los compromisos alcanzados, después de un año y medio de negociación en el que se había trabajado para llegar a una redacción de consenso que pudiese ser apoyada por todos los grupos políticos. En el último momento, poco antes de la votación, después de haber agotado la voluntad negociadora de los demás grupos, el PPE introdujo una enmienda de texto alternativo que en la práctica vaciaba de contenido el texto originario y lo pintaba con la brocha gorda del trazo grueso, trufándolo de concesiones al ala más reaccionaria de su familia política.

En otras palabras, el PPE ha aplicado su conocida motosierra a cualquier párrafo que pudiese contemplar la diversidad de formas de convivencia o afectividad, de modelos de familia, o la protección de personas inscritas en grupos vulnerables. Lo que hace saltar la alerta roja en lo que al estado de los derechos y libertades en la UE se refiere. Porque esta actitud responde a la crisis sin parangón que sufre la UE en lo que respecta a su enfoque y manejo por parte de las posiciones más conservadoras, conniventes con los reflujos nacionalistas y el populismo rampante. Y éste es, como se sabe, el ropaje bajo el que se reviste la nueva extrema derecha que, galopando el tigre de la crisis, está intentando demoler el delicado andamiaje de los valores comunes sobre los que se ha sustentado la integración europea.

Este comportamiento propugna una aproximación cada vez más restrictiva y conservadora en materia de derechos: "La no interferencia de la UE en los ordenamientos internos de los Estados miembros", recubre el blindaje de eventuales retrocesos bajo la apariencia de protesta de "subsidiariedad", lo cual no sólo limita, sino que debilita la autoridad y el prestigio de los derechos en la UE y de sus dispositivos de observancia y garantía, incluido el previsto en el art. 7 TUE (la suspensión a los Estados miembros de determinados derechos derivados de la aplicación de los Tratados en caso de vulneración grave de los valores que fundamentan la UE).

La resolución adoptada en el Pleno de Estrasburgo de la semana pasada sobre el estado de los derechos fundamentales en la UE adquiere, desde esta óptica, un especial significado.

Se trata de la primera desde que están en vigor el Tratado de Lisboa y la Carta de Derechos Fundamentales. En la mismísima semana en que la UE ha recibido el Premio Nobel y hemos conmemorado la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, fechada el 10 de diciembre de 1948, hay que redoblar la alerta ante el riesgo de asistir a retrocesos en derechos. En un momento en el que la Unión suma cinco largos años de dolorosa agonía por el abyecto manejo la crisis que la mayoritaria correlación conservadora ha impuesto ante la sucesión de los asaltos especulativos sobre la zona euro, es más importante que nunca volver a subrayar que la UE no se hace sólo en el manejo del euro o de la Unión Bancaria: habrá de hacerse sobre todo con una defensa activa de los derechos y libertades de los 500 millones de ciudadanos europeos. Si no se mantiene esta alerta, el horizonte inexorable será el de su retroceso o su demolición.