Genios, ladrillos y otras formas de ensamblar

Genios, ladrillos y otras formas de ensamblar

¿Qué podemos hacer ante un alumno que escribe al revés porque las clases le parecen demasiado aburridas, ante otro que coquetea con el alcohol y el hachís para crear una muralla inexpugnable entre él, su inteligencia, y el mundo? No tenemos demasiados recursos.

Sam Cooke reconocía no saber mucho de casi nada. No le interesaba ser un buen estudiante, pero lo intentaba para conseguir el amor. Otros cantantes, músicos, científicos, pioneros en la tecnología, directores de cine, etc. han sentido lo mismo.

Me imagino a Roger Waters, por ejemplo, dibujando ladrillos en las largas y repetitivas clases del instituto, mirando el reloj esperando la señal final. A Antoine de Saint- Exupéry, garabateando elefantes tragados por boas ante la mirada atónita del profesor. O a Steve Jobs ensoñado con ordenadores. Y es que son muchos los ejemplos que tenemos a nuestro alrededor que demuestran que ni el sistema educativo satisface a las mentes creativas, ni los buenos resultados son señal inequívoca de éxito laboral.

Alejandro Sanz prefería la guitarra y los ambientes flamencos al colegio. Amenábar no acabó la universidad. Y la lista podría seguir.

Todos ellos son ejemplos de éxito profesional, pero no siempre ha ocurrido lo mismo con su vida académica. Vayamos más allá, ¿cuántos talentosos se han quedado por el camino? Another brick on the Wall ya denunciaba la uniformidad y lo estricto del sistema educativo de los años 50 (ese profesor sarcástico riéndose de los poemas del alumno, esas máscaras deshumanizándolos, esa fábrica de producción en cadena...), pero ¿cuánto ha cambiado?

¿Hemos aprendido de los errores del pasado? ¿Sabemos, hoy en día, aprovechar el talento de nuestros alumnos? ¿Estamos preparados para identificarlos y darles el margen de creatividad que necesitan?

A veces nos lo ponen fácil: mano indefectiblemente levantada, respuesta preparada ante cualquier pregunta, don de liderazgo, afán de protagonismo... Pero en otras ocasiones pasan desapercibidos; se ocultan, especialmente en la adolescencia, por temor a ser rechazados, y prefieren el anonimato a los comentarios capciosos de otros compañeros. Incluso pueden llegar a sacar malas notas para no llamar demasiado la atención. A veces son humildes y aceptan las correcciones del profesor. Otras, en cambio, el ego les inunda y piden explicaciones detalladas de cualquier comentario o nota. ¿Qué podemos hacer ante un alumno que escribe al revés porque las clases le parecen demasiado aburridas, ante otro que coquetea con el alcohol y el hachís para crear una muralla inexpugnable entre él, su inteligencia, y el mundo? No tenemos demasiados recursos. Para empezar, necesitaríamos grupos más reducidos. Teniendo treinta y dos alumnos (o cuarenta) por clase es más difícil. Si pensamos en los docentes, que llegan a los 250 y 300 alumnos al final de la semana, la tarea se vuelve arduo complicada.

No quiero excusar a nadie. Tenemos responsabilidad. Pero nos falta formación e intendencia. No es justo para ellos. Además, en muchas ocasiones la familia tampoco es conocedora de las características de sus hijos, o prefieren no divulgarlo. La inteligencia no está bien vista en nuestra sociedad. Algo más, aparte de la escuela, debe cambiar.

Podríamos empezar por mejorar el sistema educativo dotándolo de flexibilidad. TODOS los estudiantes se verían beneficiados si, en vez de los currículos cerrados y repetitivos, tuviéramos ámbitos desde los que investigar. Ellos, protagonistas del aprendizaje, y nosotros, sus guías.

Podríamos ofrecerles experiencias desde diferentes campos que, de otra manera, se quedan fuera de su alcance (arte, música, contacto con profesionales de distintas áreas en activo, etc.) Michael Ende y John Lasseter, por ejemplo, comparten el haber convivido con el arte desde la más tierna infancia, y nadie puede dudar de su creatividad.

Ahora bien, ¿cómo llevar a cabo esta transformación mientras sigan en pie las pruebas que, a lo largo de los cursos, evalúan sus conocimientos?

Luego está la televisión, líder absoluto de la mayoría de las casas y ejemplo de comportamiento vergonzoso para nuestros jóvenes. Mientras las cadenas sigan exhibiendo gente sin preparación que vende su alma al diablo a cambio de dinero y promoción, la cultura seguirá en peligro de extinción, y el esfuerzo y el trabajo digno ni te cuento. ¿Por qué esforzarse si para ser una estrella televisiva se necesita tan poco? Un país que se rige por las audiencias de los programas de calidad dudosa tiene varios problemas que solucionar. Pero no quiero desviarme.

Necesitamos poder identificar a esos chicos que necesitan una atención diferenciada. Necesitamos herramientas para trabajar con ellos y sacarles el mejor rendimiento. Roger Waters, Saint- Eixupéry, Steve Jobs, Bill Gates, Marc Zuckerberg han vivido el reconocimiento a su trabajo, pero ¿cuántos han perdido las ganas, la ilusión, las ideas por el camino? O peor aún, ¿cuántos han vivido escondiendo sus capacidades, o al margen de una sociedad que no los entendía? Lo importante no es conseguir fama y dinero, sino poder sentirse realizado.

Baudelaire, Van Gogh acabaron sus días solos, arruinados, enfermos. Radiohead nos da la clave de esa marginación en un estribillo: "I wish I was special, you're so fucking special. But I'm a creep, I'm a weirdo". Ahora sólo falta que nosotros les hagamos ver que no son tan raros y que no tienen que desear ser especiales, ya lo son.