Niña Mamá

Niña Mamá

Mi madre cumplió 14 años en junio de 1939. Hasta ese momento vivió la dictadura de Primo de Rivera, el reinado de Alfonso XIII, la II República, la Guerra Civil y un poquito de Franco y la posguerra. Menuda generación la suya... A menudo me preguntan cómo es que tengo tantos amigos, cómo es que me gusta tanto cantar, por qué doy tantos besos. Mamá es la que me ha pegado todos esos vicios.

Tengo un amigo que, en las biografías y libros de memorias, se salta la parte de la infancia y la adolescencia. Él sostiene que todas las infancias y adolescencias se parecen demasiado y le aburre leer los mismos traumas, complejos, conflictos y amores contrariados. A mí, en cambio, me sucede al revés. En esos años en los que uno se abre al mundo, recibe los primeros estímulos, crece y se empapa de toda clase de vivencias y personas suelen residir las claves más decisivas para conocer a alguien. Y si comparo mi infancia con la que vivieron mis padres o con la que acaban de vivir mis sobrinos, veo tres mundos que no se parecen en casi nada.

La niñez de mi madre Felicitas, por ejemplo, quedó muy lejos de la niñez soñada. Nació en Lechago, nuestro pueblecito de Teruel, en 1925. El 18 de junio de 1939 cumplió 14 años. Hasta ese momento vivió la dictadura de Primo de Rivera, el reinado de Alfonso XIII, la II República, la Guerra Civil y un poquito de Franco y la posguerra. Menuda generación la suya.

Los padres de mi mamá, Pedro y Carmen, tuvieron cinco hijas y dos hijos. Mi mamá era la más joven de las chicas. La mayor, Francisca, murió a los siete años y el pequeño de los hijos, Salvador, murió a los 23. Eso fue algo muy común en la España de mis abuelos: tener muchos hijos y sufrir la pérdida de alguno de ellos. Entonces, la ropa negra que señalaba el luto se llevaba durante años. En las fotos de mi familia de aquel tiempo, siempre hay alguien que viste de negro. Mi madre era una de las niñas más queridas de Lechago. Cada vez que había un funeral, iba a la Iglesia y lideraba el rezo del rosario. Eso lo agradecían mucho las familias de los difuntos.

En Lechago los más pudientes tenían un pastor en exclusiva para sus ovejas. Pero los de medio pelo se tenían que asociar con otros para permitirse un pastor. Mi abuelo Pedro llegó a un acuerdo con otros dos amigos para que un pastor cuidara de las ovejas de los tres. Así hizo mi madre sus dos primeras amigas, María y Josefina, las hijas de esos dos amigos de mi abuelo. Las tres niñas se dijeron que mientras sus ovejas siguieran juntas, ellas serían amigas. Las ovejas se separaron pero María, Josefina y mi madre continuaron su relación toda la vida. Mi madre se distingue por su espectacular facilidad para la amistad. Después de María y Josefina, sus siguientes amigas íntimas fueron Rosario y Agustina. María murió hace unos años pero Josefina y Rosario y Agustina -que son hermanas-, siguen ahí. Todo el rato están pendientes unas de otras. Uno de los grandes momentos del verano en Lechago es cuando ahora se reencuentran esas amigas eternas. Al verlas juntas las visualizo, juntas también, en el Lechago de los primeros años 30 y me sacude una alegría inmediata. Mi madre me ha enseñado que la amistad es un sentimiento capaz de resistir los golpes del paso del tiempo durante 80, 90 o los años que haga falta. Mamá nunca ha dejado de hacer amigas. Paquita, Gonzalina y Pilar son otros de sus imprescindibles apoyos cotidianos. A algunas amigas las encuentra en las iglesias o en las habitaciones de los hospitales. Un día, en el hospital Miguel Servet, me presentó a su compañera de cuarto, otra Paquita. Se habían conocido esa misma mañana pero ya la consideraba su amiga. Han pasado diez años y aún se llaman. Mi madre, si se cruza con alguien por la calle, siempre sonríe, mira a los ojos y saluda, aunque no le conozca.

A mamá le gustaba tanto fregar los platos que, si sus hermanas mayores no le dejaban, se echaba a llorar. También le encantaba ir a la escuela. Los maestros pegaban duro a los chicos y chicas de Lechago pero mi madre asegura que a ella jamás le ha pegado nadie. Otra cosa que le perdía era cantar jotas. Mi abuelo Pedro tocaba la guitarra y ella le acompañaba. Cantaba mientras fregaba o en la era, durante la trilla. Aún hay gente de Lechago que recuerda cómo, al salir a la calle, escuchaban a mi madre cantar.

Mi madre tenía once años cuando estalló la Guerra Civil y, desde entonces, ya fue muy poco a la escuela. Lechago fue un lugar de retaguardia. En la casa de mamá se alojaron soldados gallegos y, también, algunos italianos, que le descubrieron el café y los macarrones. Uno de esos chicos, el zapatero, cantaba tonadas italianas y le escribía una carta diaria a su mujer. Mi madre cuenta, orgullosa, cómo su padre, alcalde de Lechago durante la guerra, se negó a delatar a los rojos del pueblo cuando los franquistas le presionaron para que lo hiciera. "En Lechago no hay nadie malo", dijo mi abuelo. Mi madre recuerda muy bien el frío del invierno de 1938: los burros se caían al resbalar en el hielo que cubría las calles. Y, sobre todo, mi madre recuerda el miedo de cada uno de aquellos días y cómo ella temblaba cuando se oía el ruido de los aviones y alguien gritaba "¡Que vienen los rojos"¡. Un día mi mamá tropezó con una mula mientras corría hacia el campo de su padre para avisar de eso, de que venían los rojos. Su hermano mayor, Cristóbal, estaba en el frente y, hasta que no regresó al final de la guerra, en su casa no respiraron tranquilos. Mamá odia la palabra "guerra".

Mi abuela Carmen y otras madres con hijos en el frente hicieron una promesa: si al acabar la guerra sus hijos habían salvado el pellejo, ellas caminarían desde Lechago hasta la Basílica del Pilar para darle las gracias a la Virgen. Poco después del uno de abril de 1939 se organizó la expedición. Pero mi abuela se puso enferma y, en su lugar, fue mi madre, con 13 años. El grupo lo formaban unas 20 personas, de Lechago y Navarrete. Tardaron tres días en recorrer los 112 kilómetros, más o menos, que hay entre Lechago y la Plaza del Pilar. La primera noche durmieron en Daroca, la segunda en Longares y la tercera en María de Huerva. La gente salía a recibirles y les ofrecían sus casas para dormir y sus botijos para beber. Mamá evoca esa experiencia -una road movie- como una gran aventura.

A menudo me preguntan cómo es que tengo tantos amigos, cómo es que me gusta tanto cantar, por qué doy tantos besos. Mamá es la que me ha pegado todos esos vicios. Cuando su padre ya había salido de casa para ir al campo, mi madre corría tras él, para darle dos besos más, una costumbre que han heredado mis sobrinos Pablo y María. Ahora, a sus casi 88 años, al despertar, lo primero que hace es besar las fotos de los seres queridos y las estampas de sus santos favoritos que tiene colocadas por toda la casa. Somos besucones hasta más allá del empalago. Si alguien me demostrara que mi madre y yo, de momento, nos hemos dado un millón de besos no me extrañaría nada.

Felicidades, mamá.