Maliciosa artificialidad

Maliciosa artificialidad

Debemos huir de entornos neutros donde la ausencia de contraste pretende no influir de forma relevante en la vida de sus habitantes. Salgamos del decorado.

Entre los restos que ha arrastrado hasta nuestras costas la resaca de esta crisis, se encuentra el cambio de modelo urbano que hemos experimentado en las últimas décadas.

El modo de vida que promovía el crecimiento en mancha de aceite sin considerar su impacto a nivel territorial no fue cuestionado hasta bien entrada la década de los ochenta. A finales de los noventa, el cine fue abandonando la comedia familiar asentada en el suburbio por ácidas críticas tragicómicas en las que inconfesables vicios se escondían tras las puertas de una de esas amables casitas. Sin embargo el mensaje ya había calado.

Mientras en España la gente se apresuraba a adquirir las viviendas clónicas que poblaban los suburbios de las ciudades, Hollywood caricaturizaba la vulgaridad de unos habitantes condicionados por un medio carente de hitos significativos, en películas como Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990) de Tim Burton, Pleasantville, (1998) de Gary Ross, American Beauty (1999) de Sam Mendes o El Show de Truman (The Truman Show, 1998) de Peter Weir.

 

La "maliciosa artificialidad" de esta clase de asentamientos alcanza su máxima expresión cuando es la ciudad la que ostenta un rol protagonista al representar un papel: el de un gigantesco decorado.

En este rol que interpreta la ciudad, Truman Burkman vive una mentira. Su trabajo vulgar de agente de seguros y su matrimonio con una insulsa enfermera forman parte junto con su propia casa de un gigantesco decorado en el que su vida es grabada y emitida en directo por televisión. Este show que ha permanecido en antena más de 35 años es descrito al comienzo del filme como un mundo auténtico, real, en el que nada de lo que se ve es falso, "tan solo está controlado".

Rodada íntegramente en Florida, la isla en la que vive Truman, Seaheven, es en realidad Seaside, pueblo surgido al amparo de las teorías del nuevo urbanismo propuesta por los arquitectos Andrés Duany y Elisabeth Plater-Zyberk.

 

Planeamiento e imagen de la bahía de Seaside de los arquitectos Andrés Duany y Elisabeth Plater-Zyberk.

 

El origen de Seaside se remonta a 1979 cuando su promotor, Robert S. Davis, heredó los cerca de 100 acres de terreno situados en una isla frente al océano. No queriendo crear otra comunidad dependiente del automóvil, Davis y su mujer contactaron con la pareja de urbanistas Duany y Plater-Zyberk para analizar las condiciones que más interesaban al ciudadano a la hora de asentarse en un territorio. El resultado fue este pueblo que se construyó en tan solo tres años.

Este pueblo de Florida en el que, según sus autores, se pretendió recuperar los principios urbanísticos decimonónicos como antídoto frente al sprawl, reunía las condiciones precisas que lo hacían parecer tan artificial como un decorado. Calles interconectadas con escasez de vías rápidas para reducir el tráfico, viviendas alineadas que ofrecen una línea de fachada homogénea a la vía, líneas de arbolado paralelas, limitación del número de plazas de aparcamiento urbanas, y servicios localizados a tan solo 5 minutos de cualquier punto, Seaside pretende aportar un hogar de idéntica estructura para todo el mundo, independientemente de su condición social o económica.

 

Al margen de su planteamiento, la ausencia de variedad de formas y materiales en su arquitectura, otorga a dicho asentamiento un aspecto sospechosamente artificial. La búsqueda de la belleza a través de la uniformidad es imposible ya que no se puede concebir algo sin su contrario; lo bello ha de convivir con lo feo y lo antiguo con lo nuevo para poder tener un punto desde el que comparar.

A toda costa, el protagonista desea escapar de una vida de aburrida felicidad y siniestra belleza, en la que todo desprende un sospechoso tufillo a anuncio publicitario. Al igual que Truman debemos huir de este tipo de entornos neutros donde la ausencia de contraste pretende no influir de forma relevante en la vida de sus habitantes.

Pero de hecho influye muy negativamente al suponer una huida de la realidad de la ciudad moderna a través de las fantasías arquitectónicas más propias de Disneyland. Como Truman, tomemos conciencia de lo ficticio de esta realidad y salgamos al mundo real, aunque al igual que en la película, esta salida esté simbolizada por una puerta falsa al final de unos escalones en un muro de madera pintado como un cielo a modo de horizonte al final del mar.

Salgamos del decorado.