'Julieta': la poética del dolor

'Julieta': la poética del dolor

Durante hora y media asistimos a un viaje emocional que no nos da tregua, despojado de artificios, que nos deja un nudo en la garganta y otro en la boca del estómago. Y un desasosiego sin estridencias. La vida puede ser hermosa, sí, pero también puede ser demoledora, como ese mar enfurecido de la costa gallega que, cuando se torna bravo y rabioso, no se anda con contemplaciones.

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Foto: EFE

Es difícil comenzar a hablar de esta conmovedora y durísima película. Caminamos por territorios muy frágiles y conviene no desvelar absolutamente nada. El rojo con el que empieza la historia y esos dos libros de Marguerite Duras que recoge su protagonista de las estanterías (El amante y El amor) apuntan a una clara dirección: la sequedad, la sobriedad, el sufrimiento. No en vano, creo que hay algo de la árida y bella prosa de la escritora francesa a lo largo de toda la cinta: el silencio, esos espacios en blanco, tan puramente durasianos, donde sobran todas las palabras o los gestos excesivos porque no son en absoluto necesarios. Con un rostro desnudo, desencajado, es más que suficiente. Con un pelo revuelto y ese rostro que surge de una toalla, puede estar dicho todo. Y lo está. Con una fotografía fragmentada o con unas manos erosionadas por el tiempo envolviendo una estatua, también. Ahí, con esas manos, después del rojo, antes de descubrir la fotografía, arranca la historia.

Durante hora y media asistimos a un viaje emocional que no nos da tregua, despojado de artificios, que -más que lágrimas en los ojos- nos deja un nudo en la garganta y otro en la boca del estómago. Y un desasosiego sin estridencias. La vida puede ser hermosa, sí. Y, de hecho, a ratos, lo es. Puede ir dejándonos regalos a lo largo del camino (el sexo, el amor, el deseo, el trabajo, la maternidad...), pero también puede ser demoledora, como ese mar enfurecido de la costa gallega que, cuando se torna bravo y rabioso, no se anda con contemplaciones. O como aquella mendiga de las historias de la Duras que aullaba sin aullar a las puertas de la mansión del vicecónsul. Hay algo en los vaivenes de la Julieta adulta por las calles de Madrid de aquella mendiga -perdida, desorientada, encerrada en su propio e inconmensurable dolor- que aullaba sin aullar. La dos caras de la existencia, que pueden quedar muy bien reflejadas en esa inquietante imagen del ciervo corriendo por la nieve y en la historia del hombre del tren y su maleta. Dos metáforas muy acertadas para lo que Pedro Almodóvar nos quiere contar. De lo que trata, en definitiva, el hecho de estar vivos. De la gloria y de la estafa que habita ahí. Aquí.

Todos los intérpretes están espléndidos, aprovechando al máximo sus intervenciones por breves que sean. Destacaría, en este aspecto, a Inma Cuesta, tan versátil, y a esa sabia e impresionante Susi Sánchez (¡¿para cuándo un protagonista para ella?!). Rossy de Palma se acerca con sabiduría a uno de los personajes más desagradables de la función. Y Adriana Ugarte y Emma Suárez (siempre ha sido una buena actriz, pero desde su actuación en el montaje de Las criadas, dirigida por Mario Gas, ya va más allá, como aquí vuelve a demostrar), pese a sus evidentes diferencias físicas, se desdoblan a la perfección en ese personaje, Julieta, que ya forma parte inequívoca de los grandes personajes femeninos del cine del director manchego.

Almodóvar ha conseguido acercarse al barranco sin precipitarse por él. Y, con la sombra de Alice Munro al fondo, sombra que ha sabido integrar con inteligencia en las suyas propias, nos ofrece toda una poética sobre el dolor. Que no es otra cosa que seguir atrapando la belleza y los caminos que, pese a todos los demonios y todas las trabas, nos puedan llevar hacia ella, después de todo.