Amor y literatura: la historia de las diferentes clases de amor en grandes libros

Amor y literatura: la historia de las diferentes clases de amor en grandes libros

La vida es un cuarto oscuro con una grieta por donde entra un destello hecho de innumerables haces de luz. Un espacio oscuro lleno de dudas iluminado por el mismo anhelo de todos, el amor, los amores. Y la literatura ha tratado toda la vida de descifrar la naturaleza de esos haces de luz que anhelan, llenan o guían nuestras vidas.

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Imagen de la película La edad de la inocencia

La vida es un cuarto oscuro con una grieta por donde entra un destello hecho de innumerables haces de luz. Un espacio oscuro lleno de dudas iluminado por el mismo anhelo de todos, el amor, los amores. Y la literatura ha tratado toda la vida de descifrar la naturaleza de esos haces de luz que anhelan, llenan o guían nuestras vidas. En días de San Valentín haré un repaso por 12 novelas y cuentos que han contado diversas historias de amor en las que seguro nos veremos reflejados, 12 historias que indagan en el alma del amor, sus trampas y, a veces, en nuestros impulsos de ir hacia él como mariposas a la luz.

Pensaba hacer una reseña breve o crítica sobre el libro citado, pero, al final, me he decantado por darle un nombre a esa clase de amor narrada por el escritor y luego reproducir un pasaje de la obra que nos habla por sí sola sobre algunas verdades del amor.

Nacimiento de la vida y del amor: Diarios de Adán y Eva, de Mark Twain

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Adán: Lunes. Esta criatura nueva de pelo largo es bastante entrometida. Siempre está dando vueltas a mí alrededor, siguiéndome a todas partes. No me gusta esto; no estoy acostumbrado a la compañía. Ojalá se quedase con los demás animales... está nublado hoy, hay viento del este; creo nos tocará lluvia... ¿nos? ¿De dónde saqué esa palabra? Ahora me acuerdo: la criatura nueva la usa.

Martes. Estuve investigando la gran caída de agua. Es lo más lindo del lugar, creo. La nueva criatura la llama Cataratas del Niágara: el porqué no estoy seguro de saberlo. La nueva criatura le pone nombre a todo lo que ese le aparece, antes de darme tiempo siquiera a protestar. Y siempre con el mismo pretexto: parece tal cosa.

Eva: Miércoles. Nos estamos entendiendo bastante bien ahora, de veras, y cada vez nos estamos conociendo más y mejor. Ya no trata de evitarme, lo que es una buena señal, y demuestra que le gusta tenerme con él. Eso me agrada, y trato de serle útil en todo lo que pueda, para que aumente su estima hacia mí. Durante los dos últimos días lo liberé del trabajo de ponerle nombres a las cosas, esto fue un gran alivio para él, porque no está muy dotado para esa tarea, y está sin duda muy agradecido. Cada vez que una nueva criatura aparece, yo le pongo un nombre antes de que tenga oportunidad de quedar en evidencia en uno de esos silencios incómodos.

Jueves. Mi primera pena. Ayer me evitó y parecía desear que no le hablase. No podía creerlo, y pensé que había algún error, porque a mí me gusta estar con él y escucharlo hablar y si es así, ¿cómo podría ser que él se mostrase poco amable conmigo si yo no le había hecho nada? Pero, al final, resultó ser así, y por eso yo me fui a sentar sola al lugar donde lo vi por primera vez la mañana en que fuimos hechos y yo no sabía qué era él y me resultaba indiferente; pero ahora ese era un lugar lúgubre y cada pequeña cosa hablaba de él y mi corazón estaba muy lastimado. No sabía el porqué con claridad, porque era un sentimiento nuevo; no lo había experimentado antes y era todo un misterio y no podía entenderlo.

En la tumba de Eva

Adán: Donde quiera que ella estaba, allí era el Paraíso.

Diarios de Adán y Eva. Mark Twain. (Lee aquí el primer capítulo)

El amor a primera vista: El rumor del oleaje, de Yukio Mishima

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"El muchacho pasó a propósito por delante de ella, y de la misma manera en que los niños se quedan mirando un objeto extraño, se detuvo y la miró a la cara. La chica juntó ligeramente las cejas, pero siguió contemplando el mar sin volver los ojos hacia el pescador. (...)

- Dios del mar, te pido que el mar esté sereno, que la pesca abunde y que nuestro pueblo sea cada vez más próspero. (...) Y ahora me gustaría hacerte una petición diferente... Concede algún día, incluso a una persona como yo, una novia hermosa y de buen corazón... digamos una chica como la hija de Terukichi Miyata, que acaba de volver...

Durante el trayecto de regreso al faro, Shinji caminó por delante de ella, portando a la espalda la montaña de ramitas de pino. Mientras caminaban, Hatsue le preguntó cómo se llamaba, y entonces él se presentó. (...) Así pues, su bien fundado temor a la pasión por el chismorreo que existía en el pueblo transformó lo que había sido un encuentro inocente en un secreto entre los dos".

El rumor del oleaje. Yukio Mishima. Traducción de Keiko Takahashi y Jordi Fibla (Alianza).

El enamoramiento: Crucero de verano, de Truman Capote

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"Él estaba dormido en el asiento trasero del coche. Aunque la capota estaba bajada, no le había visto porque estaba hecho un ovillo y quedaba oculto. En la radio sonaba el débil zumbido del noticiario, y Clyde tenía en las rodillas una novela policiaca abierta. Una de las muchas magias que existen es la de observar cómo duerme alguien a quien amamos: sin ojos e inconsciente, por un momento te adueñas de su corazón; indefenso, es entonces, por irracional que sea, todo lo que esperabas que fuese: puro como un hombre, tierno como un niño. (...)

El tiempo estaba descomponiéndose en Lexington Avenue, y sobre todo porque habían salido de un cine con aire acondicionado; a cada paso que daban, el rancio soplo de calor les barría la cara. (...)

La agarró de la mano, tiró de ella y corrieron hasta una callejuela más silenciosa y engalanada de árboles. Encorvados, jadeantes, él le puso en la mano un ramo de violetas y ella supo, como si lo hubiera visto con sus propios ojos, que las había robado".

Crucero de verano, de Truman Capote. Traducción de Jaime Zulaika (Anagrama)

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Desencuentros y romance: Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. (Leer aquí un fragmento)

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"Aunque llena de asombro, Elizabeth se hallaba más separada que la primera vez para una entrevista, y se dijo a sí misma que si venía con el propósito de hacerse el encontradizo con ellas no perdería su serenidad en la conversación. A pesar de todo, pensó por un instante que tal vez tomase otro sendero. Esta sospecha no duró más que el tiempo que Darcy desapareció en una curva del camino, porque al salir de ella se encontraron frente a frente". (...)

"El señor Darcy ocupó su puesto junto a Elizabeth y caminaron juntos. Después de un corto silencio fue ella la primera en hablar. Quería que Darcy se diese por bien enterado de que, antes de venir a Pemberley, se había asegurado de que él estaba ausente; en consecuencia, empezó por hacerle notar que su llegada había sido completamente inesperada. (...)

Hubo una pausa, al cabo de la cual dijo Darcy:

-Entre los que llegan hay también una persona que tiene verdaderos deseos de que usted la conozca. ¿Me permitirá, si no pido mucho con ello, que le presente a mi hermana para que la trate mientras permanezca en Lambton?

La sorpresa que produjo esta súplica fue verdaderamente grande; tan grande que no se dio cuenta Elizabeth de la forma en que accedió. Comprendía que cualquiera que fuesen los deseos que la señorita Darcy tenía de conocerla era obra de su hermano y, sin darle mayor trascendencia al hecho, resultaba satisfactorio. Le complacía pensar que Darcy, a pesar del disgusto, no había formado mal juicio de ella. Siguieron caminando en silencio, embargados los dos en sus respectivas meditaciones".

Orgullo y prejuicio. Jane Austen. Traducción de Ana María De La Fuente Rodríguez (Penguin Clásicos)

El deseo y la primera vez: El amante, de Marguerite Duras

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"Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde. A los dieciocho años ya era demasiado tarde. Entre los dieciocho y los veinticinco mi rostro emprendió un camino imprevisto. A los dieciocho años envejecí. (...)

Diré más, tengo quince años y medio. (...)

En la limusina hay un hombre muy elegante que me mira. No es un blanco. Viste a la europea, lleva el traje de tusor blanco propio de los banqueros de Saigón. Me mira. Ya estoy acostumbrada a que me miren. Miran a las blancas de las colonias, y a las niñas blancas de doce años también. Desde hace tres años los blancos también me miran por las calles y los amigos de mi madre me piden amablemente que vaya a merendar a su casa a la hora en que sus mujeres juegan tenis en el Club Deportivo. (...)

Le dice: preferiría que no me amara. Incluso si me ama, quisiera que actuara como acostumbra a hacerlo con las mujeres. La mira como horrorizado, y le pregunta: ¿quiere? Dice que sí. Él ha empezado a sufrir ahí, en la habitación, por primera vez, ya no miente sobre esto. Le dice que ya sabe que nunca le amará. Le deja hablar. Dice que está solo, atrozmente solo con este amor que siente por ella. Ella dice que también está sola.

Le ha arrancado el vestido, lo tira, le ha arrancado el slip de algodón blanco y la lleva hasta la cama así desnuda. (...) La piel es de una suntuosa dulzura. El cuerpo. El cuerpo es delgado, sin fuerza, sin músculo, podría haber estado enfermo, estar convaleciente, es imberbe, sin otra virilidad que la del sexo, está muy débil, diríase a merced de un insulto, dolido. Ella no lo mira a la cara. No lo mira. Lo toca. Toca la dulzura de su sexo, de la piel, acaricia el color dorado, la novedad desconocida. Él gime, llora. Está inmerso en un amor abominable".

El amante. Marguerite Duras. Traducción de Ana Maria Moix. Tusquets

La cobardía y la frustración: La edad de la inocencia, de Edith Wharton

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"Ahora, revisando el pasado, vio el profundo abismo en que había caído. Lo malo de cumplir con el deber era que éste aparentemente te imposibilitaba para hacer otra cosa. Al menos esa era la postura que los hombres de su generación habían adoptado. Las claras divisiones entre lo correcto y lo incorrecto, honesto y deshonesto, respetable y lo contrario, dejaban muy poco espacio para lo imprevisto. Hay momentos en que la imaginación de un hombre, tan fácilmente sojuzgada a lo que es su vida, súbitamente se alza por encima de su nivel cotidiano, y escruta las largas sinuosidades del destino. La de Archer se alzó también, y se hizo algunas preguntas... ¿Qué quedaba del pequeño mundo en que había crecido y cuyas reglas lo obligaron a bajar la cabeza y dejarse atar? (...)

-Hola, padre; esto es algo maravilloso, ¿no es verdad?

Permanecieron un rato en silencio disfrutando de la vista, y luego el joven continuó:

-A propósito, tengo un mensaje para ti: la condesa Olenska nos espera a ambos a las cinco y media. (...)

-Ah, ¿no te lo había dicho? -prosiguió Dallas-. Fanny me hizo jurar que haría tres cosas en París: conseguirle la partitura de las últimas canciones de Debussy, ir al Grand Guignol y visitar a madame Olenska. De modo que la llamé y le dije que estábamos aquí por un par de días y que queríamos verla. Archer seguía mirándolo fijo.

-¿Le dijiste que yo estaba aquí?

-Por supuesto, ¿por qué no?

Dallas enarcó las cejas con expresión de extrañeza. Luego, al no obtener respuesta, tomó a su padre del brazo, y apretándolo le dijo en tono confidencial:

-Dime, papá, ¿cómo era?

Archer se sintió enrojecer bajo la abierta mirada de su hijo.

Vamos, confiésalo: ustedes fueron grandes amigos, ¿no es cierto? ¿Verdad que era increíblemente bonita?

-¿Bonita? No sé. Era diferente.

-¡Ah, ahí tienes! Eso es lo que sucede siempre, ¿no es así? Cuando aparece, es diferente, y no sabes por qué. Es exactamente lo que siento por Fanny. ¡Déjate de cosas, papá, no seas prehistórico! Fue Tu Fanny.

-¿Mi Fanny...?

-Bueno, la mujer por quien hubieras echado todo por la borda; sólo que no lo hiciste, -continuó su sorprendente hijo".

La edad de la inocencia. Edith Wharton. Traducción de Manuel Sáenz de Heredia (Tusquets).

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Este artículo fue publicado originalmente en el blog del autor, el periodista Winston Manrique Sabogal, un espacio para conversar con sosiego sobre literatura, donde él es cronista de encuentros, reportajes y entrevistas a ambos lados del Atlántico, y los lectores son los coautores, con sus lecturas y comentarios.