Sobreviví al genocidio de Ruanda y he perdonado a los asesinos de mi padre
guerra en ucrania
Finlandia se venga de Rusia

Sobreviví al genocidio de Ruanda y he perdonado a los asesinos de mi padre

Noor Khamis / Reuters

Cuando tienes 7 años y te pasa algo malo, maduras cuatro veces más rápido de la noche a la mañana.

Nací en una familia muy pobre. Ninguno de mis padres habían ido al colegio y ambos se ganaban la vida trabajando para otros. Sin embargo, cuando eres un niño, te sientes feliz. En Ruanda hay un dicho sobre la capacidad de los niños de reírse frente a un enemigo: de niño eres inocente, no tienes ni idea de lo que pasa en la mente de las demás personas.

En 1994 tuvo lugar el genocidio contra los tutsi y mi familia empezó a huir. Corríamos de un lado a otro sin saber por qué, pero cuando tus padres te dicen que te escondas para que no te maten, lo haces.

Pasamos varias semanas escondidos con mis padrinos antes de que llegaran los asesinos.

Cuando hablo de asesinos me refiero a nuestros vecinos. Vecinos que antes se pasaban por casa y se tomaban una cerveza con mi padre. Yo los conocía. Eran los padres de niños con los que jugaba a fútbol. Vecinos con los que colaboraba mi madre para organizar programas comunitarios.

Mi familia se dispersó por seguridad. Yo empecé a esconderme con mi hermano y mi padre; mi madre y mis hermanas se empezaron a esconder por su cuenta. Poco después, mi hermano y yo fuimos esclavizados por los asesinos. Teníamos que ir a por agua y leña. Íbamos con uno de ellos delante y con otro detrás con lanzas y machetes para asegurarse de que no escapáramos. Cocinaban ternera para comer antes de irse de matanza.

Cuando hablo de asesinos me refiero a nuestros vecinos. Vecinos que antes se pasaban por casa y se tomaban una cerveza con mi padre. Yo los conocía.

Fuimos esclavos durante mucho tiempo. Cuando empezaron a matar de nuevo, escapamos. Otros niños no lo hicieron y fueron asesinados.

Mi padre tenía tos cuando lo asesinaron. Estábamos escondidos en una iglesia y los asesinos lo oyeron toser cuando ya se estaban marchando. Volvieron sobre sus pasos y lo mataron. Yo estaba escondido cerca de él y lo vi todo. Algunas personas se escondían debajo de cadáveres, pero incluso así hubo algunos que fueron asesinados.

Después de la muerte de mi padre, encontré a mi hermano y a dos de mis hermanas en un campo de refugiados.

Hubo momentos durante el genocidio en los que estuve separado de toda mi familia y perdí la pista de todos.

Vivir en un campo de refugiados no era sencillo y seguíamos estando en peligro. Seguía habiendo enfermedades y heridas por todas partes. Sin embargo, sobrevivimos y el genocidio terminó en nuestra región del suroeste, la región del país que más tardó en recuperar la paz.

Algunas personas se escondían debajo de cadáveres, pero incluso así hubo algunos que fueron asesinados.

Nuestra casa había ardido durante el genocidio. Al regresar, en ocasiones tenía la sensación de que vería a alguna persona de las que conocía desde niño, pero no era una esperanza realista. Sabía que todos habían sido asesinados, que estaban muertos. Lo único que podía hacer era desearles la paz.

Tengo 31 años actualmente y estas experiencias siguen persiguiéndome en mis pesadillas. Me mantienen despierto por la noche, me hacen levantarme de la cama y buscar ayuda, pero también son lo que me da fuerzas para hacer el trabajo que debo hacer: luchar por que ningún niño tenga que ver lo que vieron mis ojos u oír lo que oyeron mis oídos.

Cuando tenía 8 años, volví al colegio. No podía hablar. Me sentaba en silencio, rumiando los recuerdos. Todo me recordaba lo que había presenciado. Una compañera de clase me recordaba a una niña que vi cómo violaron. Cualquier ruido me recordaba el griterío de las personas cuando eran asesinadas.

No sé cómo lo hice, pero logré canalizar en forma de buenas notas todas mis ganas de venganza por lo que había sufrido.

Una compañera de clase me recordaba a una niña que vi cómo violaron. Cualquier ruido me recordaba el griterío de las personas cuando eran asesinadas.

Mi profesor se acercó a mí un día y me dijo: "Lo estás haciendo bien, pero no hablas mucho". Le dije que no quería contarle a todo el mundo lo que me había sucedido y el profesor me animó a crear un club de teatro. Empecé a actuar y a jugar con otros niños que me ayudaron a ver a cada niño como tal, no como el hijo de un asesino o de una víctima.

Eso me ayudó por entonces, pero seguía albergando mucha rabia en mi interior.

Cuando tenía 15 años, me cambiaron a otra escuela y no tenía suficiente dinero para pagarme el transporte. No poder ir fue devastador. Me convencí de que tendría que canalizar mi rabia convirtiéndome en asesino.

Me pasaba las noches merodeando por las fosas comunes y por la iglesia en la que fue asesinado mi padre. Sin embargo, un día conocí a un doctor congoleño. Me preguntó qué hacía ahí y me ayudó a volver a asistir a la escuela porque me consideraba un chico inteligente.

Ni siquiera así renuncié a mis planes de venganza. Volví a la escuela creyendo aún que me acabaría convirtiendo en asesino. Intenté alistarme en el ejército, pero me dijeron que era demasiado joven.

Poco después empecé a interesarme en la sociología. Pensé que me convertiría en un asesino más eficiente si sabía cómo interactuaba la gente, pero, conforme seguí leyendo y aprendiendo sobre los contextos sociales y las ideologías, mi perspectiva cambió. Empecé a entender que no eran nuestros vecinos los que nos habían asesinado, sino la ideología que se les había inculcado desde hacía tanto tiempo. Fue en ese momento cuando empecé a acudir a organizaciones comunitarias de justicia social, donde mi familia y yo tratamos de perdonar.

Empecé a entender que no eran nuestros vecinos los que nos habían asesinado, sino la ideología que se les había inculcado desde hacía tanto tiempo.

Cuando voy a visitar a mi madre a la localidad en la que reside, a veces la primera persona a la que me encuentro es al hombre que hace 25 años me perseguía para asesinarme, o al que me esclavizó cuando era niño. Es duro, pero ahora soy consciente de que las personas que no han recibido educación pueden llegar a hacer lo que haga falta si se les niegan las oportunidades, si se les oprime o si no se les apoya en lo que sea que estén soportando.

En mi empleo, mi objetivo principal con los jóvenes es prevenir la transmisión del odio de generación en generación. La transmisión intergeneracional del odio fue el motivo por el que personas con las que compartíamos leche y cerveza se convirtieron en asesinos. Fue el odio que se les había enseñado durante generaciones.

Pero si la gente puede aprender a odiar y a matar, también puede aprender a amar. Es lo que creo y la base sobre la que trabajo.

Blog narrado a Lucy Pasha-Robinson.

Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Reino Unido y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.